En el corazón de un bullicioso barrio de Lima, estaba la casita de los Cajahuaringa, un pequeño departamento en un cuarto piso, un hogar rebosante de vida y risas, pero también de muchas tensiones generacionales.
Don Germán, el patriarca de la familia, era un hombre jubilado y de costumbres arraigadas, gran amante del bolero y las noticias, pero «al estilo antiguo», como él decía, es decir, presentadas en diarios impresos, en la radio o en la televisión.
—¡Nada de internet y esas vainas! —afirmaba con vehemencia— ¡No y no! ¡Estoy convencido! Las veces que me he puesto a ver esas pantallitas, ¡Uff, casi me vuelvo loco! Primero, mil avisos de todo tipo, multitud de calatas y otras cosas, antes de llegar a encontrar lo que buscaba, y encima cuando lo hallé, ¡encontré cada estupidez! ¡Ay mamita!
—¡Es una plataforma para la libre expresión papá! —contestó Freddy, el mayor de los hijos, ejecutivo bancario y recién graduado— Puedes encontrar todo en Internet, solo es cosa de saber buscar. Ahora, la publicidad es molesta, es cierto, pero algunas plataformas te permiten pagar para quitarla.
—¡Es que en internet no hay filtros! —terció Silvia, una maestra de secundaria— ¡Cualquiera puede publicar lo que le da la gana! Si vieras lo que publican y miran los chicos de ahora, ¡Ay papá! ¡Ahí si, te vuelves loco!
—¡Cada quien a su manera y lo que guste! —dijo Doña María la mamá, una mujer cariñosa y paciente siempre dispuesta a evitar los conflictos, mientras ponía los platos con la deliciosa «Sopa a la Criolla» que había preparado— ¡Coman, coman! antes de que se enfríe —agregó.
Capturados por el embriagador aroma y luego, por el delicioso sabor, todos se dedicaron a disfrutar del almuerzo y olvidaron la discusión.
Los hijos, eran el vivo reflejo de la era digital, sobre todo los más jóvenes. Gabriela, una estudiante de diseño gráfico, adicta a su móvil, los chats y las redes sociales, la mayor parte de su tiempo lo pasaba en línea. Andrés, el menor de todos, apasionado de los videojuegos en todas sus formas, era capaz de pasar días enteros frente a su consola si es que lo dejaban, chateaba a través de ellos y tenía muchos más amigos digitales que reales.
Don Germán, lamentaba la «adicción» de sus hijos a la tecnología, sintiendo que les restaba humanidad.
—¡Ustedes no pueden vivir sin esos aparatitos! —se quejaba siempre, sintiendo que la brecha generacional se hacía cada vez más evidente al compartir las mesas y charlas familiares— En poco tiempo, ya ni siquiera hablaran.
—Es que, en estos tiempos papá, es necesario estar comunicado permanentemente —justificaba Freddy—.
—Lo que pasa papá, es que tú y mamá son parte de una generación que está viviendo una etapa difícil, la del cambio — expuso Silvia con aplomo de maestra—. Ustedes son «migrantes digitales», mientras que nosotros somos nativos digitales. ¡Esa es la diferencia!
—¿Y qué es eso?
—Ustedes son una generación de transición —aclaró Freddy—. Nosotros ya nacimos en esta era digital y nos resulta natural. Y mientras más chicos es peor, o mejor, depende como se mire. Ellos ya no pueden concebir un mundo sin computadoras, ni celulares. Es impensable, por ejemplo, ¿Que haría Andrés sin su Play, ¿Que haría Gaby sin su celular?, se mueren… —culminó riendo.
—¡No te metas conmigo, oye! —protestó Andrés.
—¡Ustedes están viejos, oye! ¿Y tú, que hablas? — reclamó Gabriela.
—¡Tienes razón! —dijo riendo don Germán—. Estos chicos sin pantallas, ¡No sabrían que hacer!
Todos secundaron las risas, y como si hubieran practicado, Gabriela y Andrés al unisonó dijeron:
—¡Es que somos jóvenes, pues! —desatando más risas.
—¡Ustedes ya pasaron de moda! —dijo la más joven.
Y todos los días, las conversaciones incidían en ese tema, el uso y abuso de las pantallas y las diferencias generacionales y el día del cumpleaños de doña María, la tensión llegó hasta un punto realmente, muy álgido.
Don Germán había pedido una gran fuente de ceviche y otra más de chicharrón de pescado, en el restaurante del chino Humberto, y cuando llegó el pedido con las coloridas y perturbadoras fuentes, Don Germán se sentó a la mesa atraído por los olores y la pinta de tan deliciosos potajes, con la boca haciéndosele agua, llamó a almorzar y solamente su fiel María se sentó apresuradamente a su lado, mientras el resto de la familia permanecía abstraída en sus aparatos, sin prestar oídos al llamado. ¡Alguien condescendientemente dijo «Un ratito»!
—¡Esto ya es el colmo! —dijo don Germán, se levantó de la mesa y harto de ver a sus hijos pegados a sus dispositivos electrónicos se dirigió al pasillo y desenchufó el aparato del wi-fi. ¡La que se armó!
Molestos todos y protestando, se sentaron a la mesa, dejando sus aparatos de lado, pero muy pronto, el delicioso sabor de la comida servida, y el calor familiar los hizo olvidar de todo, y rápidamente se encontraron vaciando a sus platos hasta los últimos restos de las fuentes.
—¡Ah, que rico! —dijo Don Germán satisfecho— Ahora sí, ¡Salud pues! Hizo un brindis levantando un vaso de cerveza heladita, con la blanca espuma sobrepasando los bordes— ¡Por esta viejita encantadora, cuyo único objetivo en la vida, es hacernos felices!
—¡Salud! —brindaron todos, enternecidos y sonriendo a la mamá, que se limpiaba unas lágrimas indiscretas que habían brotado de sus ojos.
Terminaron el almuerzo, con una deliciosa mazamorra morada preparada por Silvia, pero ni bien terminaban, todos los hijos se fueron levantando, deseándose mutuamente «buen provecho».
—¡Y que les entre derecho! —dijo don Germán, fastidiado— ¿A dónde carajo se van tan rápido? ¡Siéntense! —los conminó a sentarse para continuar la sobremesa— ¡Es el colmo! ¡Ni en el cumpleaños de mamá le pueden dedicar algo de su tiempo!
—Me disculparás papá, ¡tengo que trabajar! —dijo Freddy, dirigiéndose a enchufar el dispositivo de wi-fi.
—No, no ¡Déjalo así! —dijo Don Germán—. Ese aparatito está desuniendo a la familia. ¡No funcionará más en esta casa!
La declaración de don Germán generó una explosión de protestas, sobre todo de Gabriela y Andrés, quienes se sentían invadidos y castigados injustamente.
Doña María, como siempre, intervino para calmar los ánimos.
—¡Hijitos, su papá solo quiere estar con ustedes!, entiéndanlo por favor.
—Sí mamá —dijo Gabriela enardecida— pero ¡esa no es la forma!
Un momento después solo Don Germán y doña María se habían quedado solos en el comedor, mientras Silvia, silenciosa, lavaba los trastos en la cocina.
—¡Qué tiempos estos! —dijo molesto Don Germán— ¡Los hijos ya no saben respetar! Mucha condescendencia, vieja.
—Son jóvenes, tienes que entenderlos…
—En mis tiempos… cuando mi padre se disponía a sentarse a la mesa, todos corríamos sin necesidad de que alguien llamara, y si ya estaba sentado, nos disculpábamos avergonzados… y nadie se levantaba, ¡ni hablar!, hasta que él se paraba.
—¡Es que la vida ahora es más agitada, viejo! —dijo doña María, conciliadora— Hay mucho que hacer. El mundo es muy competitivo. ¡Tienes que entenderlos! ¡No te calientes!
A la hora del lonche, cantaron el Happy Birthday a doña María junto con algunos familiares que fueron a visitarlos.
Gabriela y Andrés se sumaron a la reunión enfurruñados, pero viendo la emoción de mamá, poco después participaron con entusiasmo.
La mamá María, muy emocionada, sopló la velita, formulando el mismo deseo que pedía todos los años, invariablemente. ¡Que el amor y la unión familiar permaneciera por siempre entre ellos! y ¡Que el Señor los mantuviera siempre fuertes y sanitos!.
Cuando todos se hubieron ido, Andrés preguntó:
—¿Ahora que ya todo terminó puedo prender el wi-fi?
—¡Bueno hijo!, pero antes por favor, hablemos. Escúchenme. Tú también Gabriela, y ustedes también —terminó, invitando a todos sus hijos a sentarse.
—Hay una cosa en este hogar, que está por encima de todo. ¡Es el amor! ese amor del que yo no sé mucho, pero que os ha inculcado vuestra madre, cada día y cada segundo de vuestras vidas.
—¡No papá! Los dos, ¡los dos son lo máximo!
—Algo traté de hacer yo, pero la experta es mamá. ¿No es cierto?
Todos asintieron sonriendo, y doña María se sonrojó un poquito.
—¡Y bueno¡, El amor, solo se devuelve con amor. Y para dar amor se necesita dar atención, comprensión, dedicación. Y eso es algo que se está extrañando en esta casa. ¡No me quejo! Todos ustedes son buenos chicos. Agradezco al Señor todos los días por haberme bendecido con tan hermosa familia, pero, (siempre el bendito «pero») —dijo, sonriendo—, pero ¡podemos mejorar! A vces, esto me parece un hotel, apenas si hablamos.
—Si papá, tienes razón… y seguro si lo hacemos, es para pedirte plata —dijo Freddy y los demás asintieron sonriendo.
—¡Todo por que tu ya ganas tus chibilines, oye!
—No voy a imponerles nada… —continuó don Germán— solo pedirles respeto. Respeto a nuestros momentos familiares, atención y concentración. El resto del tiempo son libres de hacer lo que ustedes quieran, pues ya están grandecitos para saber qué está bien y qué no, nosotros. Si no lo han aprendido hasta ahora, ¡Qué pena! Nosotros ya no podemos hacer nada —concluyó, tomando de la mano a su esposa.
Todos se quedaron callados y pensativos.
Tras una larga pausa, don Germán continuó:
— ¡Les propongo un trato! Si logramos pasar una semana entera sin dispositivos electrónicos, nos daremos un premio. ¡Un premio que les encantará! ¡Estoy seguro!
—¿Qué premio? —preguntó Gabriela.
—Eso de… los dispositivos electrónicos —preguntó Andrés— ¿Incluye el Play Station y mi consola portátil?
—¡Claro que sí! — dijo don Germán, y enfatizó— Celulares, tablets, consolas, computadoras. No las deberán utilizar en esta semana, a menos que sea cuestión de trabajo y muy importante. Y para que vean que el sacrificio no es solo para ustedes, hemos quedado con mamá que no prenderemos el televisor durante toda la semana, al final, también es un dispositivo electrónico. Ni siquiera veremos las noticias. Oiremos las noticias por la radio o volveremos a comprar el diario, si es que hay alguno todavía.
—¡Ah caray! —dijo Silvia— ¡Va en serio la cosa!
—¡Pasemos tiempo en familia o con amigos de verdad, pasemos tiempo con personas y como personas! —enfatizó don Germán.
—¡Como antes de que existieran estos aparatos! —intervino doña María— ¡La humanidad ha vivido miles de años sin ellos! ¿No creen que podemos hacerlo por una semana?
Los mayores aceptaron, sin mayor problema.
—Bueno, si es solo en la casa, está bien. —comentó Freddy— En el trabajo sería imposible. ¡Todo gira alrededor de las pantallas!
—Se entiende… —dijeron los papás.
Gabriela y Andrés, inicialmente reacios, por evitar disgustos a su madre que los miraba angustiada aceptaron el reto. Estaban ansiosos por demostrar a todos que no eran «adictos».
Los primeros días fueron un verdadero desafío.
Gabriela se sentía perdida sin su conexión constante a las redes sociales, mientras que Andrés se aburría mortalmente sin sus videojuegos. Se dieron cuenta que tenían, en realidad, pocos amigos reales en comparación a los miles de amigos virtuales. Desconectados, sentían que perdían amigos a puñados.
Silvia no se hizo problema, al salir de casa prendía su móvil y antes de entrar lo apagaba. Se reencontró con sus libros y se sentía feliz.
—¡Tu estarás feliz! —le dijo Gabriela— Como eres una ratona de biblioteca.
Freddy buscaba pretextos para salir, aunque fuera a botar la basura, para dar una mirada a su pantalla. Prendía un instante el aparato y luego lo apagaba.
Con el transcurrir de los días, poco a poco, comenzaron a redescubrir otras formas de entretenimiento.
Gabriela retomó su pasión por los dibujos y la pintura, llenando lienzos de colores vibrantes y hasta ablando viejos mogotes de plastilina e hizo encantadoras esculturas en miniatura.
Andrés sintiendo que le sobraba el tiempo en casa, se unió al equipo de fútbol del barrio y se reencontró con su perdida afición, además una sana dosis de ejercicio que le hizo darse cuenta de lo gordo y anquilosado que estaba. Exultante de emoción, un día contó a la hora del almuerzo:
—¡Otra cosa es estar en la cancha! En la cancha de verdad, en la que sudas, en la que las caídas duelen… los goles se disfrutan mil veces más —dijo, sonriendo —. Aunque lo malo es que ya no juego con CR7, ni con Messi ni Maradona, como en la consola, pero igual nomás, siempre hay estrellas en la cancha, el Cuchi, Arturín y otros… ¡Hay chicos muy buenos en el barrio, y viejitos de buena pasta!
—¡Quién lo hubiera dicho! —dijo Freddy— Yo pensé que ya te habías olvidado. ¡De chibolo la pateabas bien! Si hasta estabas en la selección, pero ahora con tu sobrepeso no creo que puedas hacer mucho le dijo, en tono burlón.
—¡No creas! —dijo Andrés riendo— La calidad se mantiene. Me salieron algunos golcitos y… ¡Ya he bajado un par de kilos!
—¿Y tú Gabriela? —preguntó don Germán
—¿Yo…? ¿Y qué va a ser pues?, incomunicada y aburrida.
—Pero estás pintando… he visto —dijo la mamá.
—¡Seee! —dijo Gabriela— niñerías. Pero es chévere. No es igual, que con el Photoshop o Ilustrator, es distinto… pero… —poniéndose reflexiva— ¡También es bacán! Se siente bien volver a las raíces, te das cuenta que las herramientas digitales te malacostumbran, te quitan creatividad y originalidad. Siempre es más fácil copiar y disimular que crear desde cero. Peor ahora, con tantas inteligencias artificiales.
—En algún momento me van a tener que explicar que es eso de las inteligencias artificiales… Pero, ¡Nos alegra mucho ver que están descubriendo cosas nuevas! —dijo con una gran sonrisa don Germán, tomando de la mano a su esposa— Ya ven, ¡se puede vivir sin dispositivos!
Al final de la semana, doña María sorprendió a todos con un manjar divino, hizo un super, recontra, archi delicioso «Chupe de Camarones» que todos aplaudieron.
—¡Vaya premio! —dijeron.
—Bueno chicos, se cumplió la semana, y estoy contento de ver que no les ha ido tan mal. Sobre todo, a Gabriela y Andrés, que han encontrado, o reencontrado, cosas nuevas… ¿Y cómo les fue a ustedes, Freddy y Silvia?
—Yo me desconecté un poco del trabajo, pero es bueno. Me di cuenta de que estaba siempre en «modo esclavo». Ahora ya lo manejo mejor. ¡El trabajo, se queda en el trabajo!
—¡Qué bueno!, ¿y tú Silvita?
—Igual. Me olvide del trabajo en casa. La verdad, es que… no me costó mucho. Es algo que quería hacer desde siempre. Es que yo lo veo de cerca, en el colegio, todos los santos días, todos los problemas que causa esta adicción. ¡Increíbles problemas, problemas psicológicos, desviaciones, fanatismo, irrealidad, depresión, complejos, ansiedad y mil cosas más…! ¡Pobres chicos! Es que están en una edad difícil, y encima, hay muchos hogares donde no hay comunicación, no hay empatía, ¡no hay amor! ¿Y cómo se puede vivir así?
—¡Pobrecitos! —dijo la mamá conmovida.
—Los pobres chicos buscan en las redes lo que les falta en su vida normal. —siguió disertando Silvia— Amor, comprensión, empatía, comunicación real. ¡Y siempre terminan mal! Y a veces, es peor. Si no son los pervertidos, son los estafadores, o sino los comerciantes inescrupulosos, alguien siempre quiere aprovecharse de ellos.
Conversaron mucho aquella noche y más allá de lo que dijeron, se dieron cuenta de que más importante que las pantallas brillantes, que estar comunicado y estar al día con los chismes y la información, eran las experiencias compartidas y las pasiones que los unían como familia.
A partir de ese día, la dinámica familiar cambió por completo. No hubo necesidad de nuevas reglas. Sin imposición alguna, solo por convencimiento compartido, acordaron tácitamente. ¡No más celulares durante las comidas! ¡Más tiempo en familia y actividades compartidas!
Don Germán, por el contrario, paradójicamente, descubrió el encanto de las redes sociales en la gran pantalla de un celular que le regalaron entre todos sus hijos, y a través de ellas pudo conectarse con personas de todo el mundo que compartían sus mismas pasiones, y personas con las que había perdido contacto. Hasta encontró antiguos compañeros de trabajo y estudios, también amigos de la infancia.
—¡Es una maravilla! —confesó avergonzado un día a sus hijos—. ¡Ahora los entiendo bien! Puede ser adictivo.
Un día, una amiga de esas a las que había perdido el rastro, lo sorprendió al compartir con él una carta que le había escrito su madre, fallecida hace muchos años. Ella le mandó unas imágenes tomadas con el celular de ambas caras de una amarillenta hoja
—¡Tu madre era muy buena y sabia! —le había dicho—. Yo le había pedido consejo en un momento de conflicto familiar, y ella me escribió esta carta, que para mí es un tesoro.
Don Germán, con dificultad empezó a navegar por la imagen del amarillento papel con los delicados rasgos de la caligrafía de su madre. SI, eran palabras de ella y al leerlas, le parecía escucharla otra vez.
En esas líneas, ella le daba a su amiga consejos sobre la familia y la crianza de los hijos, le hablaba también de sus sueños para el futuro.
«Yo he tenido la suerte de tener una familia maravillosa —decía ella—. Unos hijos que con defectos y virtudes son básicamente buenos, y ellos a su vez han formado hermosas familias. Mi marido no es perfecto, pero se esfuerza siempre, y aunque es un poco impositivo a veces, es el hombre más bueno de la tierra. Eso sí. ¡Somos felices! ¿Cuál es el secreto de todo ello? La comunicación. Hablar siempre con la verdad, de ser posible con el corazón en la mano y mirando a los ojos, ¡Nada puede igualar eso!».
Conmovido hasta las lágrimas, Germán compartió con su familia a la hora del almuerzo el hermoso mensaje que su madre dio a su amiga, y todos se conmovieron al escuchar lo dicho por la abuela, sintiendo que ella estaba presente en la habitación.
—¡Una cosa queda clara, hijos! —dijo Don Germán—, con todo lo que hemos hablado, sumado a lo dicho por mi madre. El contenido, la esencia de los mensajes, es más importante que el medio por el que se los da. Debemos tener en cuenta que, no nos estamos comunicando con los aparatitos, sino con las personas que están detrás de ellos. Detrás de cada texto, cada imagen, cada clic, hay una persona como nosotros, con una intención, con penas y alegrías, con virtudes y complejos. A veces tienen buenas intenciones, pero muchas otras no. Eso es lo peligroso de estos aparatitos, permiten enviar cualquier mensaje, sin saber qué reacción y que acción va a causar al otro extremo. Por eso hay que tener mucho cuidado. Es fácil decir cualquier tontería a una pantalla, pero no es tan fácil decirlo mirándole a los ojos a una persona. Así que ¡mucho cuidado! ¡No perdamos el control de nuestras comunicaciones!, usemos los aparatos inteligentemente y no dejemos que ellos nos usen… y no permitamos que algunos pícaros hagan negocio a costa de nuestra ingenuidad.
La brecha generacional no desapareció, pero con aquella conversación, con la conciencia tomada con esas nuevas luces, se tendió un puente de comunicación y comprensión por encima de la brecha generacional.
La casa de los Cajahuaringa se llenó de risas, música y armonía, demostrando que, con un poco de paciencia, mucho amor y un toque de humor, incluso las diferencias más grandes pueden convertirse en la base de una familia unida y feliz.
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