Cosa de grandes y cosa de niños. En épocas del colegio, en el Grau, algunos problemas se resolvían a las trompadas en el lugar que para muchos era el escenario perfecto. Casi todos llegamos a ser de alguna manera, protagonistas en “la pampita de la muerte”, sea como uno de los bronqueros o como parte del grupo de apoyo de alguno de los púgiles.
La “B”. Esa era mi sección. El primer día de clases, en abril de 1978, nos recibía en la puerta del aula la profesora Lilia Bustamante, como de seguro Hilda Cuaresma recibía a mis amigos de la “A”. Señoras profesoras, pacientes, inteligentes y siempre atinadas para enseñarnos, alentarnos y también rectificarnos. Claro, ellas no sabían lo que pasaba a la salida.
En el camino, fuimos descubriendo el estilo y la personalidad de quienes integrábamos la futura promoción 1988. Queríamos ser grandes desde niños, algunos queriendo emular a los de secundaria que terminaban a la salida en esa pampa donde luego se construyeron los nuevos pabellones que terminaron siendo por algunos años el cuartel del Ejército, y otros, tratando de entender las complejidades de la vida, que desde esos primeros años nos obligaba a enfrentar momentos difíciles, como cuando murió la profesora Hilda de nuestros amigos de la “A”… sus alumnos y quienes la conocíamos y la veíamos todas las semanas, no entendíamos bien la noticia cuando teníamos ocho años. Ya no la veríamos. Ya no lo vimos. Quedaron la tristeza y el vacío. Y eso fue demasiado. Nos pasó a los de la “B”, cuando nos dijeron que en un accidente de carretera había muerto la mamá de los mellizos Solís. Estábamos en primaria. Y fuimos al velorio. Las mamás nunca deben morir, pero allí estaba la realidad para darnos de bofetadas.
Pero, también hubo de los otros momentos, que tienen en esa temprana amistad de los compañeros del colegio, las anécdotas que hasta ahora recordamos. Desde los momentos del recreo cuando una pequeña discusión terminaba en un reto para la salida hasta las discusiones de los pequeños filósofos que con teorías elaboradas hacían cuestionamientos de respuestas difíciles. El más inquieto de los mellizos Solís, el pequeño Julio, tenía la teoría, desde tercer grado de primaria, que si la hache es muda, no debía pronunciarse en ningún caso, y le decía “Iller” a Hiller Quintana, uno de los que más veces llegó a la “pampita de la muerte” para demostrar su valentía. El chinqui Hiller, era el mejor jugador de fulbito, el más preguntón y a la vez “el más agrandado” del salón. “Yo estoy aquí, no se preocupen”, nos decía cuando teníamos un partido difícil con la autosuficiencia que le daba el parecer un pequeño Valdelomar para afirmar en sexto grado: “Abancay es el Grau, y el Grau soy yo”.
Las peleas parecían cruentas, pero era muchas veces sólo para saber “quién pegaba a todos”. Después podíamos irnos abrazados como muchas veces ocurrió. Hubo incluso peleas que no comenzaban porque en el momento de estar allí, con los amigos haciendo el ruedo y vociferando provocaciones, el primer golpe no aparecía, sucedió cuando fuimos a ver una pelea de los grandes de secundaria y Hernán Guillén, frente a mi primo Jhaynor, le decía recordando su apelativo de hablador: “Entra pe, lalalá”, y la risa vencía a la violencia y ahí terminaba todo.
Era el Grau, de las mil historias. Del recuerdo de “los caminos del Inca”, previo a la llegada a esa gran pampa de saltamontes donde muchos recibimos algún merecido primer golpe.