Abancay cumple ciento cincuenta años, su Sesquicentenario. Es relativamente una ciudad joven, en comparación a otras urbes como Piura, Lima, Huamanga, Cusco, Arequipa, que están ad-portas de coronar el medio siglo de existencia.
Esa juventud, sin embargo, no la aísla de arrastrar similares o más grandes problemas que las otras, con características parecidas en desorden urbano, inseguridad, contaminación ambiental, hacinamiento en el tránsito y otras que, en esta oportunidad, no tocaremos.
Queremos mostrarnos festivos, alegres, sugerentes y positivos con esta ciudad de la que nos sentimos orgullosos. Tan orgullosos que destacamos sin miramientos esa cualidad humana tan nuestra, de las expresiones cariñosas que se escuchan en calles, plazas, mercados, residencias. Papacito, mamacita, aquicito, yapita.
Orgullosos de nuestra ascendencia histórica en la presencia sempiterna de la imagen de nuestra Micaela, que vio la luz de la vida el 23 de junio de 1744, en Tamburco. Mujer, lideresa, heroína y ejemplo para el mundo. Valorada por haber sido pareja de Tupac Amaru, pero poco conocida en su integridad como estratega militar de gran dominio y poder durante la rebelión emancipadora de 1780.
Hace unas semanas estuve en este bello y acogedor pueblo, celebrando con otros miles de pikis, el aniversario del colegio Miguel Grau, otro orgullo de nuestra tierra. Ocasión que nos permitió revivir la emoción del reencuentro con familiares y amigos, hecho que se repite con el mismo entusiasmo, cada vez que regreso al valle del calor y la amistad.
Abancay tiene de todo para todos. La comida variada, agradable y original, va de la mano con el amistoso cariño de los pikis en el que destaca el memorable tallarín hecho en casa, acompañado del estofado de gallina o cuy, chicharrón, japchi de chuño y mote blanco. Los hay en huariques, mercados, restaurantes populares y las abanquinas picanterías, que cada vez se multiplican en diferentes lugares, señal de un sostenido crecimiento económico.
Visitar el mercado central o el antiguo Huanupata, para degustar jugos naturales es una tarea inevitable que nos remonta a los años setenta del siglo pasado, cuando escolares Miguelgrauinos aun, desfilábamos en tropel con mis hermanos para saborear los surtidos en jarras que, nunca se acaban.
Mirar la blanca efigie de Micaela, aprovechando los trazos de luz solar y perennizar el momento con una fotografía, no tiene precio. Pasear con pasos lentos por la calle Miscabamba, escapando del bullicio y turbamulta de la avenida Arenas, nos permite recrear el Abancay del ayer, de calles limpias, de puertas con aldabas sin candados.
La plaza de Armas y sus eternas palmeras, sus bancas mullidas siempre ocupadas, nos cobijan en sus sombras del mediodía para mirar, con nostalgia y contagiosa emoción, los campanarios de la catedral, el viejo edificio del Club Unión y, por supuesto, la portentosa presencia del Quisapata, subida y bajada.
Caminamos hacia el valle que nos espera con el ruido del fresco río Mariño, y solazarnos con unas gaseosas en El Edén y El Chama. Inevitable mirar los bosques de eucaliptos, pisonayes y jacarandás, extrañando la antigua y vistosa presencia de las moreras que daban cobijo a una industria de gusanos de seda, ya desaparecida.
El calor nos empuja hacia las sombras y caminando siempre oteando a todos lados, llegamos a Condebamba, donde nos espera un buen caporal de chicha de jora, que apagará la sed del momento. El cementerio nos abre las puertas y nos deja allanado el acceso para visitar familiares y amigos que adelantaron.
Dino y Genaro cruzan miradas y caemos en cuenta que es hora del almuerzo. Ahí nomas, está la picantería Villa Venecia, de las más antiguas y tradicionales, donde liberamos nuestro antojo y engullimos cuyes y chicharrones, rociadas de cusqueñas de trigo. Incomparable.
Abancay, la sesquicentenaria, tiene de todo para todos. Nomás hay que darse tiempo y programar el paseo por las inmediaciones del centro de la ciudad, o abrir sombrillas y subir desde las aguas termales de Santo Tomas, cruzar el puente colonial de Pachachaca, degustar bebidas espirituosas en la ruta de la caña, ingresar al suntuario y hacienda de Illanya. Sacudir las piernas para trepar al Quisapata, al Mirador, a la granja San Antonio, y perderse en los laberintos de Karkatera.
Hay más, mucho más, dentro y fuera de la ciudad. Todo en ambiente de calor y amistad que solo se encuentran en Abancay. Feliz día, tierra querida, de un hijo lambramino waqrapuku.