La palabra «recuerdo» tiene un significado etimológico: «traer algo de regreso al corazón».
Y mi corazón se transporta a la alegría y a la nostalgia. A la felicidad y al dolor. Es la vida misma: en Abancay abrí los ojos, aprendí a caminar, fui al jardín de Pueblo Libre y mi señorita fue Gloria Ascue, la esposa del «viejo» Vargas. Vivía en Mariscal Gamarra cuando fui a primer grado en el Grau en 1978, ese primer día, me recibió en la puerta del salón mi profesora Lilia Bustamante, quien me tenía mucha consideración. Para ella yo era muy bueno en todo y para mí ella fue inolvidable. Le debo muchas palabras que nunca le dije, todas de gratitud. A ella también la recuerdo (hoy la traigo de regreso al corazón).
En diciembre de 1978 llegué a la calle Unión. Los mayores recuerdos están en esos casi nueve años siguientes. La Unión. La casa grande. Me gustaba tomar el tiempo caminando de mi casa al colegio: casi nueve minutos desde que salía, subía y doblaba a la izquierda en Díaz Bárcenas, a la derecha en Andahuaylas, en el pasaje que ya no existe entre la prevo y el Bonifaz, a la izquierda en Apurímac y a la derecha en Grau, la subida que llega a la Capilla del Señor de la Caída, a la izquierda al puente que anuncia la llegada al Colegio. Vuelvo a hacer ese camino una y otra vez. En días soleados o en esos pasos más apurados y más traviesos cuando caía la lluvia.
Abancay es mi primera fiesta, mis momentos más felices jugando basket, mis horas de grandeza cuando era el hijo del Prefecto. Bueno, aún sigo siendo el hijo del Prefecto, aunque la tragedia me haya dado ese eterno título. Porque la muerte también selló mi identidad y tal vez me hizo ese nostálgico que a veces soy. Fue como ayer que la Plaza de Armas estaba repleta, al salir del Club Unión, después del velorio, vi esa muchedumbre. No olvido ese momento. Abancay también es mi sangre. Abancay es mi papá y mi hermano menor. Es la vida y es la muerte. Es volver a casa.
Pero es también una tarde en el estadio El Olivo, cuando acompañaba a mi primo el Rolo Barrientos que hacía goles de media cancha. Ese estadio donde mi hermano Giovanni le hizo un gol al Grau jugando por el Bancario. Ese estadio donde el día de la inauguración del césped, mi hermano Lenny le tapó un tiro de gol al Tato Nipaytán. Eran aún calichines.
Recuerdo siempre Abancay, los panes más ricos, el queso más exquisito, el carnaval más alegre cuando la comparsa del Hospital cantaba el «pacay verde» compuesto por mi papá. La piscina del chama los domingos y ese mortal para atrás con su voluminosa humanidad que era el espectáculo más impresionante.
Cuando dejo de ser todo lo que soy, hay algo que nunca dejo de ser: un abanquino en cualquier parte del mundo… Qué privilegio.