La mención escrita más antigua de Abancay posiblemente sea la referencia a la batalla entre Almagristas y Pizarristas, ocurrida el 12 de julio de 1537 a orillas del río Pachachaca, al que Cieza de León denominó río Abancay.
En aquel entonces, Abancay ya era un asentamiento conocido como Auccapana, que se extendía por las tierras de Ninamarca y Ccorwani, habitado por los Quichuas. Su ubicación estratégica y tierras fértiles lo convirtieron en objeto de codicia para Aymaras y Chankas, quienes mantuvieron en zozobra a sus habitantes hasta que fue conquistado por los incas durante el reinado de Pachacutec. Por mandato del soberano, los vencedores trasladaron mitimaes yungas y costeños para poblar el valle, reservando las mejores tierras para el servicio del Inca.
Cuando los españoles sometieron al imperio incaico y llegaron a este valle, encontraron cultivos prósperos y hermosos, muchos abandonados por los pobladores que habían huido precipitadamente. Cautivados por la exuberante vegetación, los conquistadores se repartieron el territorio, creando las haciendas de Pachachaca, Patibamba, Illanya y Condebamba.
Fundación de Abancay
La fundación formal de Abancay se realizó por disposición del Virrey Toledo el 3 de noviembre de 1574, con el nombre de Corregimiento de Villa de Santiago de los Reyes de Amancay, separado del asentamiento indígena ya existente en la zona de Maucacalle.
El nombre Abancay deriva de Amancay, una fragante azucena blanca, cónica y con anteras doradas, abundante en el valle. Según los conocedores, esta encantadora flor simboliza el corazón y la inocencia del espíritu, siendo ideal como ofrenda de un amor puro y delicado.
La flor de Amankay
La tradición oral, esa voz atemporal que atraviesa generaciones como un río inagotable, nos regala una bella historia que explica el emplazamiento actual de esta urbe andina.
Cuentan los ancianos, con voces trémulas de emoción y ojos brillantes de convicción, que la ciudad, otrora asentada al norte de su ubicación presente, en las tierras que hoy conocemos como Ccorwani, se vio obligada a descender por la ladera montañosa. El motivo de tal éxodo no fue la guerra ni la hambruna, sino un prodigio divino que sacudió los cimientos de la fe de sus habitantes.
La Virgen del Rosario, sagrada patrona de Abancay, cuya efigie tallada con devoción era el corazón palpitante de la pequeña capilla del pueblo, comenzó a desaparecer misteriosamente. No una, sino varias veces, la imagen abandonaba su altar, dejando tras de sí un vacío que llenaba de perplejidad y temor a los fieles. Y cada vez, como si de un designio celestial se tratase, la encontraban sobre una inmensa roca, en el lugar exacto donde hoy se yergue majestuosa la Iglesia Catedral de Abancay.
—Es un milagro —murmuraban los pobladores, santiguándose con fervor—. La Virgen nos está señalando el camino.
Y así, el pueblo fervoroso, interpretando estos enigmáticos sucesos como la voluntad inequívoca de su celestial protectora, decidió seguir los pasos de la Virgen. Con un esfuerzo titánico, movidos por una fe inquebrantable, descendieron por la ladera, cargando sus escasas posesiones, para establecerse en torno a aquella roca bendecida por la presencia mariana. Allí, con sus propias manos callosas y sus corazones rebosantes de devoción, erigieron un nuevo templo para su amada patrona.
La historia se entrelaza aquí con los registros eclesiásticos, que nos revelan que la primera piedra de esta iglesia parroquial fue colocada en el año del Señor de 1645. Bajo la advocación de la Virgen del Rosario, cuya voluntad había guiado a su pueblo, el templo comenzó a alzarse hacia el cielo andino. Fue fray Domingo Cabrera de Lartaún, hombre de Dios y de visión, quien tuvo el honor de delinear la nueva población y quedó investido como la primera autoridad eclesiástica de este renacido Abancay.
Así, en este valle fecundo donde la amancay —esa fraganciosa azucena blanca que da nombre a la ciudad— florece con gracia, Abancay renació. Sus calles y plazas se trazaron alrededor de aquel templo, corazón palpitante de la fe y testigo pétreo de un milagro que transformó no solo la geografía, sino el alma misma de un pueblo.
Hoy, mientras el sol andino dora las cúpulas de la Catedral y la brisa montañesa acaricia las angostas calles, los abanquinos recuerdan con orgullo esta leyenda. Para ellos, cada piedra de su ciudad es un testimonio vivo de la fe que mueve montañas y del amor de una Virgen que eligió, con divina obstinación, el lugar donde quería ser venerada por los siglos de los siglos.
Santísima Virgen del Rosario de Abancay
Tradiciones y leyendas
Aquí, en el mismo corazón de los Andes, el aire es tan diáfano que parece susurrar secretos ancestrales, con voces que salen de la tierra, impregnadas de encanto, tradiciones y leyendas que danzan en el umbral entre lo real y lo fantástico.
Este valle fecundo, testigo silencioso de la historia, alberga en su seno relatos que estremecen el alma y encienden la imaginación de quienes los escuchan.
Entre los pliegues de la noche abanquina acechan los Nacachus, seres de pesadilla cuya sola mención hace que la sangre se hiele en las venas. Estos crueles asesinos, dicen los ancianos con voz trémula, extraían la grasa de sus infortunadas víctimas para venderla a los fundidores de campanas, quienes creían que este macabro ingrediente otorgaba un sonido especial al bronce sagrado, haciendo llegar sus tañidos hasta el cielo.
—Cuidado, niño —advierte una abuela a su nieto, mientras atiza el fuego del hogar—, que en las noches sin luna, los Nacachus rondan buscando a los incautos y a los niños desobedientes..
No menos temibles son los Condenados, almas en pena que vagan por las callejuelas empedradas y los caminos polvorientos en las horas más oscuras. Sus lamentos desgarradores, cargados de culpa y remordimiento, se entrelazan con el ulular del viento andino, recordando a los vivos que hay pecados que ni la muerte puede borrar.
Pero no todos los seres míticos de Abancay infunden terror. Los Gentiles, entes místicos y poderosos de la naturaleza, son reverenciados con una mezcla de temor y respeto. Guardianes de las montañas y los ríos, se dice que pueden tanto bendecir como maldecir a quienes se adentran en sus dominios.
Y luego, los cuentos populares hablan de los Tapados, esos tesoros enterrados que atizan la codicia y alimentan los sueños de riqueza de muchos abanquinos. Estos relatos de fortunas ocultas no son meras fantasías nacidas al calor de la chichería; hunden sus raíces en la turbulenta historia del Perú colonial.
En aquellos tiempos de conquista y expolio, grandes caravanas atravesaban el prolífico valle de Abancay, sus recuas de llamas cargadas hasta el límite con el oro, las joyas y otros valiosos bienes arrancados al imperio Inca. Estas riquezas, destinadas a cruzar el océano hacia las arcas de la Corona española, no siempre llegaban a su destino.
A veces, eran los nativos insurrectos quienes, en un acto de desesperada rebeldía, asaltaban las caravanas para recuperar lo que les había sido arrebatado. En otras ocasiones, españoles renegados, seducidos por la promesa de una fortuna fácil, se convertían en salteadores de caminos. Pero con frecuencia, era la propia naturaleza la que conspiraba contra estas empresas: las llamas, nobles bestias de las alturas acostumbradas al frío penetrante de la puna, sucumbían bajo el sol inclemente del valle, dejando su preciosa carga tirada por los suelos..
Es por ello que en estas rutas, dicen los conocedores, existen tesoros enterrados en lugares desconocidos, esperando ser descubiertos por algún afortunado.
Los Tapados, susurran los abuelos con un brillo de avaricia en los ojos, son esquivos y caprichosos. Se revelan solo a unos pocos elegidos, manifestándose como misteriosos fuegos fatuos que danzan en la oscuridad, saltando erráticamente hasta posarse sobre el lugar exacto donde yace el tesoro.
—Vi las luces, te lo juro por mi madre —asegura un campesino en la plaza del pueblo, rodeado de oyentes escépticos pero fascinados—. Bailaban como mariposas o saltaban como zorritos de fuego sobre el maizal.
Muchos Tapados, se dice, han sido desenterrados a lo largo de los años, trayendo consigo tanto bendiciones como maldiciones. Algunos afortunados se enriquecieron de la noche a la mañana, pasando de la miseria a la opulencia en un abrir y cerrar de ojos. Otros, sin embargo, pagaron con sus vidas el precio de su codicia, asfixiados por los venenosos gases que emanaban de las arcas largo tiempo enterradas.
Las historias más sombrías hablan de esqueletos encontrados junto a los fardos y baúles, restos macabros de los infortunados hombres que cavaron el pozo, vilmente asesinados para preservar el secreto del escondite. Estos relatos sirven como advertencia sombría para aquellos que sueñan con encontrar un Tapado: la riqueza fácil a menudo viene acompañada de un alto precio.
Así, entre leyendas de asesinos nocturnos, almas en pena, espíritus de la naturaleza y tesoros malditos, Abancay se erige como un libro viviente de folklore andino. Sus estrechas y oscuras calles al abrigo de imponentes montañas, son el escenario perfecto para estas historias que se transmiten de generación en generación, manteniendo vivo el espíritu mágico de esta tierra encantada en el corazón de los Andes peruanos.
Recreación de una caravana con tesoros, cruzando por el Puente Pachachaca.
Micaela Bastidas
Abancay es cuna de almas nobles y corazones intrépidos. Esta tierra, bendecida por la naturaleza y forjada por la historia, es hogar de gente trabajadora, de espíritu alegre, hospitalidad sin par y valentía inquebrantable.
Fue en este rincón del mundo, específicamente en el distrito de Tamburco, donde en 1781 nació la gran heroína Micaela Bastidas Puyucahua. Hija de la tierra y del viento, Micaela creció en el seno de una familia de arrieros, aprendiendo desde temprana edad el valor del esfuerzo y la perseverancia.
El destino, caprichoso como siempre, entrelazó su vida con la de José Gabriel Condorcanqui Noguera, más conocido en los anales de la historia como Túpac Amaru II. Juntos, como dos ríos que se funden en un torrente imparable, se alzaron contra el yugo del imperio español, desafiando no solo a un régimen opresor, sino también a las convenciones de una época que relegaba a la mujer a un papel secundario.
Doña Micaela, con una determinación que rivalizaba con la fuerza de las montañas que la vieron nacer, rompió los arquetipos de su tiempo. Su voz, otrora suave como la brisa andina, se tornó en un rugido de libertad que resonó en los valles y quebradas. Con gran coraje y una inteligencia aguda, asumió el mando de algunas huestes, demostrando que el valor no conoce de género.
Su participación en esta gesta libertaria fue más que decisiva; fue el alma misma de la rebelión. Como una Amazona guerrera, Micaela insufló vida y propósito a los ideales de justicia y libertad que alimentaban el fuego de la insurrección. Se cuenta entre los susurros del viento andino que, en los momentos más oscuros, cuando el desánimo amenazaba con apagar la llama de la revolución, era la voz de Micaela la que se alzaba:
—José Gabriel —le decía a su esposo con voz firme pero cargada de afecto—, nuestro pueblo nos necesita fuertes. No podemos desistir ahora, cuando la libertad está tan cerca que casi podemos tocarla con nuestras manos.
Su influencia sobre Túpac Amaru II era innegable. Como la luna que guía las mareas, Micaela orientaba las decisiones de su esposo, mostrando el temple y la sagacidad propios de los héroes más grandes de la historia, especialmente en las circunstancias más adversas.
Lamentablemente, el destino, tan cruel como la ambición de los conquistadores, tenía reservado un final trágico para esta familia de valientes. Micaela, junto con su amado esposo y sus hijos, enfrentó una muerte despiadada a manos de los infames españoles. Sin embargo, su sacrificio no fue en vano. Como el cóndor que renace de sus cenizas, el espíritu de Micaela Bastidas se elevó sobre los Andes, convirtiéndose en un símbolo eterno de la lucha contra la opresión colonial.
Hoy, Abancay no solo recuerda a su hija predilecta, sino que vive y respira su legado. Cada piedra, cada arroyo, cada rostro curtido por el sol y el trabajo duro es un testimonio vivo de que el sueño de Micaela Bastidas, un sueño de libertad y justicia, sigue tan vivo como el día en que ella dio su último aliento por él.
Micaela Bastidas Puyucahua y José Gabriel Condorcanqui Noguera
Abancay y la republica
El 28 de abril de 1873, este modesto poblado experimentó una metamorfosis trascendental. Con la creación del Departamento de Apurímac, la otrora Villa ascendió al rango de Ciudad, despojándose de su antiguo título para ser conocida, desde entonces y para siempre, simplemente como Abancay.
Los años subsiguientes fueron testigos de cómo esta ciudad, cual semilla bien plantada, echó raíces y creció, nutrida por el esfuerzo y la visión de sus habitantes. Entre ellos, destacó la figura de David Samanez Ocampo, un hijo ilustre de Abancay y un viejo y respetado político y montonero abanquino, cuya vida parecía extraída de las páginas de una novela épica. Viejo navegante en las turbulentas aguas de la política peruana, Samanez Ocampo no era un hombre que se contentara con observar desde la barrera. En su juventud, con el fuego de la justicia ardiendo en sus venas, se había alzado en armas contra el gobierno autoritario de Augusto B. Leguía, ganándose el respeto y la admiración de sus conciudadanos.
El destino, siempre imprevisible, le tenía reservado un papel aún más crucial en la historia de su nación. En 1931, cuando el Perú se tambaleaba al borde del caos, Samanez Ocampo asumió las riendas del país como presidente de la Junta Nacional de Gobierno. Su mandato, aunque breve —apenas nueve meses—, fue como un bálsamo para una nación herida. Con mano firme pero justa, logró lo que parecía imposible: devolver la estabilidad y el orden al país. Su gestión fue tan notable que, al concluir su periodo, el reconocimiento general no se hizo esperar. Abancay, orgullosa, vio cómo uno de sus hijos se convertía en un héroe nacional.
La década de 1940 trajo consigo vientos de cambio y progreso. Las distancias, que antaño parecían insalvables, comenzaron a acortarse gracias al esfuerzo titánico de ingenieros y obreros. Se concluyeron las carreteras que unían el Cusco con Nazca, y también con Ayacucho a través de la «Vía de los Libertadores». Abancay, estratégicamente situada, se transformó en un nudo vial de vital importancia. Era como si la ciudad, consciente de su destino, abriera sus brazos para abrazar el futuro.
Sin embargo, la historia de Abancay, como la de tantas otras ciudades latinoamericanas, no está exenta de capítulos oscuros. Los últimos años de la década de 1970 y gran parte de los 80 vieron cómo la sombra de la violencia política se cernía sobre el Perú. Abancay, lejos de ser una excepción, se vio sacudida por estos vientos turbulentos. El campo, otrora pacífico, se convirtió en escenario de conflictos, propiciando un éxodo masivo hacia la ciudad.
Este fenómeno migratorio, doloroso en su origen pero rico en consecuencias, transformó el tejido social de Abancay. La ciudad acogió en su seno a esta nueva población, mezclándola con la ya existente para crear un crisol único: heterogéneo, pujante y lleno de posibilidades. No obstante, esta misma ola migratoria llevó a muchos abanquinos lejos de su tierra natal, sembrando comunidades en los más diversos rincones del planeta.
—Podremos irnos lejos de Abancay —decían los emigrantes con un nudo en la garganta—, pero jamás podrán arrancar a Abancay de nuestros corazones.
Y así ha sido. Estas comunidades de abanquinos en la diáspora han mantenido vivo el cordón umbilical que los une a su tierra. A través de la distancia y el tiempo, siguen en constante contacto, apoyando el desarrollo local y celebrando sus fiestas con una autenticidad que desafía fronteras y océanos. Es como si cada abanquino llevara consigo un pedazo de su ciudad, regándolo con sus recuerdos y nutriéndolo con su añoranza.
Hoy, Abancay se yergue orgullosa como una ciudad moderna, un fénix renacido de las cenizas de su propia historia. Sus calles, antaño polvorientas, ahora palpitan con la energía de una urbe en constante evolución. Es una sinfonía visual de contrastes y armonías, donde lo antiguo y lo nuevo coexisten en un equilibrio perfecto. Los servicios de primer nivel y la infraestructura actualizada son el telón de fondo para una belleza que trasciende lo meramente físico.
Abancay, con su historia rica y compleja, con sus habitantes resilientes y su espíritu indomable, no es solo una ciudad más en el mapa del Perú. Es un testimonio vivo de que, con esfuerzo, visión y amor por la tierra, es posible forjar un futuro brillante sin olvidar las raíces que nos definen. Es, en esencia, un poema escrito en piedra, asfalto y corazones, que continúa añadiendo versos a su interminable estrofa.