Un tributo a Óscar Milusko Castañeda Solís, el Chacha.
Corrían los años 80 en los últimos años de colegio en el glorioso San José La Salle del Cusco. Era mayo y la esperada noche de verbena para celebrar el aniversario de nuestro patrono San Juan Bautista de La Salle, había por fin, llegado.
Como era usual, a los alumnos nos obligaron a ir muy temprano, y mientras se calentaba el ambiente e iba llegando la gente, el aire estaba impregnado de esa peculiar mezcla entre la anticipación juvenil y el aburrimiento mortal que solo los adolescentes pueden experimentar. Como dijo alguna vez Antoine de Saint-Exupéry: «No se ve bien sino con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.», y así era nuestra amistad en aquellos días, invisible pero inquebrantable.
Entre nosotros, algunos ya presumían el privilegio de conducir. Había varios compañeros que de cuando en cuando, con o sin el permiso de papá, iban en sus autos o camionetas al colegio. El Chacha era uno de ellos, llegando ocasionalmente al colegio en el Jeep de su padre, un vehículo que pronto se convertiría en el protagonista de una noche inolvidable.
Aquella velada el Chacha, era uno de los que alegraba la noche con su permanente chispa y picardía, nos estábamos riendo de tonterías hasta que a alguien se le ocurrió:
—Oigan, vayamos a dar una vuelta.
—¿Caminando…? —preguntó otro.
—¡Vayamos en mi carro! —propuso el Chacha.
Así salimos en tropel, no sé cuántos, pero el carro estaba lleno a tope. Como sardinas en lata, nos apretujamos en el Jeep. La física y el sentido común protestaron ante nuestra descarada violación de las leyes del espacio, pero la juventud tiene esa maravillosa capacidad de hacer posible lo imposible. Hasta el asiento del conductor se convirtió en un improvisado dúplex.
Salimos por la avenida Huáscar y enrumbamos por la avenida de la Cultura hacia la zona de Marcavalle, Magisterio y Santa Úrsula. La Avenida de la Cultura se extendía ante nosotros como una promesa de aventura, mientras nuestros corazones latían al ritmo de sueños adolescentes y nuestras risas se mezclaban con el ronroneo del motor, con la esperanza de recoger algunas chicas, ya que en esos momentos no pensábamos más que en ellas.
«Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», dijo alguna vez Pablo Neruda, pero en ese momento éramos eternos, éramos invencibles, éramos… distraídos. En una de esas, por la algarabía dentro del vehículo, el Chacha no vio un rompemuelles inmenso, y lo pasó a regular velocidad con tan mala fortuna que el carro empezó a corcovear, y algo empezó a chirriar ruidosamente, bajo este.
Paró en el acto en medio de la pista, sin siquiera poderse orillar. Bajamos apresurados y era impresionante ver la cantidad de amigos que habíamos estado montados en el vehículo. Como jugando, entre todos empujamos el carro hasta dejarlo estacionado a un lado de la pista y dejar paso a los otros vehículos que ya bocineaban atrás.
Algunos, con aire de expertos, pretendían diagnosticar lo que pasó. y hubo más presunciones que pasajeros, pero al final, el Chacha, tirado bajo el vehículo, gritó:
—¡Se ha salido el cardán! —y era eso. El cardán, esa pieza vital que conecta la transmisión con el eje trasero, decidió abandonarnos en medio de la noche cusqueña.
Algunos se tiraron al piso con intención de ayudar; yo solo los animaba, porque de mecánica sabía tanto como de la anatomía del pingüino.
Pero el tiempo iba pasando, y no dejábamos de pensar en las chicas que ya estarían llegando, y en los «buitres» que ya las estarían rondando.
La impaciencia nos carcomía por dentro; aunque nadie lo confesaba, deseábamos fervientemente volver al colegio, pero no podíamos hacerlo, todavía, hasta qué, tras bregar un rato con los fierros, el Chacha salió a tomar aire con las manos y hasta la nariz pintada con algo de la negra grasa que lubricaba el cardán.
—Si quieren… vayan yendo, muchachos —nos dijo con su habitual alegría y generosidad—, esto ya está para un toque, ya lo arreglo y en un rato los alcanzo.
La mayoría decidió hacerle caso; alguien paró un taxi y en tropel subió un grupo, pero no entrábamos todos. Incluso por las protestas del taxista, un par se tuvieron que bajar. Los que quedábamos paramos otro taxi; en eso vi la mirada de pena y resignación del Chacha, que a pesar de todo, trataba de sonreír.
Mi angelito de la guarda me decía: «No lo puedes abandonar», pero mi diablito me susurraba en el otro oído: «¡Vamos…!, total, tú no conoces nada de mecánica». Al final la indecisión pudo más; algún chistoso cerró la puerta del auto mientras dubaba en la vereda.
—Vayan yendo —terminé diciendo, quizás obligado por las circunstancias—. Yo acompaño al Chacha.
Cuando todos hubieron partido, nos miramos con el Chacha, y sin más, nos metimos bajo el Jeep.
Yo lo hice con mucha pena pues aquella noche había estrenado camisita, pero ni modo, a arremangarse las mangas y a ponerse manos a la obra.
—Hay algo que me enseño mi viejo —me dijo—, es que los amigos verdaderos se conocen en las dificultades. ¡Gracias!
El Chacha no perdió su sonrisa ni por un momento. Trabajamos juntos, yo más como apoyo moral, ocasional pasador de herramientas y con algo de fuerza bruta, hasta que en una de esas…
—¡Entró! —gritó el Chacha, asustando a un chucho que andaba merodeando, olfateando bajo el carro—. ¡Pásame ese tubito! —me gritó y yo se lo pasé, y chancandolo con una piedra lo hicimos entrar en el agujero correspondiente, a modo de chaveta para sujetar el pesado cardán.
Contentos a más no poder, salimos de bajo el carro, y con unos papeles que eran de su papá, según el Chacha de poca o ninguna importancia, nos limpiamos toda la grasa que pudimos. Espero, que Don Pepe no los haya echado de menos.
Luego, nos sacudimos bien las ropas, nos pusimos las casacas y montamos al vehículo, contentos volvimos al colegio.
El regreso fue triunfal, aunque silencioso. No necesitábamos palabras para entender que algo importante había sucedido esa noche. Como escribió Jorge Luis Borges: «La amistad no necesita ser frecuente, necesita ser verdadera.» Esa noche de mayo, bajo las estrellas cusqueñas, aprendí casi sin querer, que la verdadera amistad se construye en los momentos menos esperados, en las decisiones aparentemente pequeñas que tomamos cuando nadie más está mirando.
Los años han pasado, y aquella verbena en honor a San Juan Bautista de La Salle vino a mi memoria ahora que has partido, querido Chacha. El Cusco sigue allí, inmutable, sus piedras incas siguen contando historias, y en algún lugar, tu espíritu sigue sonriendo, manchado de grasa, bajo un Jeep en una noche de mayo.
12 com.