AGUSTIN GAMARRA

AG1

Era el 18 de noviembre de 1841, en las pampas de Ingavi moría el cotabambino Agustín Gamarra Messia, presidente del Perú, en ejercicio. Su misión no se concretó, devolver a la patria el Alto Perú (Bolivia) a la heredad nacional.

«¡Patria!, ¡Patria muero por ti! Si tienes ofensas de qué reconvenirme, ve como los expío. Mi sangre derramada por tu seguridad y por tu gloria y los últimos latidos de mi pecho claman ¡Patria perdón!»

Eran las últimas palabras del Mariscal, presidente del Perú y General Comandante de las fuerzas que enfrentaban en Ingavi a las tropas bolivianas. El hijo amado de Pituhuanca, daba su última arenga, su último amargo clamor, ante la presencia inevitable de la muerte.

Las muertes se guardan en petacas oscuras, el heroísmo se nutre de guijarros de vida enterrados para siempre en el olvido. Moría el guerrero que en su lógica loca ambición, había querido que el Alto Perú regrese a la amada patria.

AG3

Pocos años antes, en una carta escrita a su amigo Gutiérrez de la Fuente, el 8 de septiembre de 1836, había dicho:

–              «Mi gloria verdadera sería morir por la patria al lado de mis amigos».

Caía de un certero balazo hannoveriano, del fusil alemán del ejército boliviano. Esta arma había decidido la suerte de la batalla, tanto así, como los enfrentamientos de la plana mayor del ejército peruano, que no permitieron a Gamarra, armar una estrategia de batalla. Cuando se enteró de la sedición de los oficiales peruanos, molesto, dijo:

–              «Será posible que los peruanos, a presencia ya del enemigo, hagan revolución en tierra extraña. ¡Yo me dejaré matar!».

Lamentablemente, el ejército peruano actuó de la peor manera, intentando una revuelta entre los propios oficiales. Se retiraron un grupo de soldados, dejando a Gamarra con menos efectivos. Sin embargo, fue al frente, a la primera fila del ataque peruano, para tratar de contener a los dispersos y al enemigo. No hay duda, sabía que la muerte estaba cerca y no huyó a ella.

–              “Soldados debemos dar el último suspiro por la patria, en estas tierras que son nuestras, que pertenecen a nuestra historia; el Alto Perú”. 

Decía dando ánimo a los soldados peruanos que estaban apostados en la pampa mojada, en el frío lluvioso de ese noviembre del 41.

La noche anterior había sido de luna llena, que caía como un círculo gigante, como fresca plata en el cielo. Los augures habían cantado la muerte del héroe, en su melodía se escuchaba nítidamente el áspero trotar de su caballo, ya rumbo a las negras aguas del Leteo.

Castilla y Mendiburu, oficiales del ejército peruano discutían sobre la sedición que era la antesala del enfrentamiento:

–              “Debemos dejar nuestras diferencias y hacer frente común al enemigo”.

Decía Mendiburu.

Los insurrectos, contestaron casi en coro:

–              “Es la ocasión propicia para sacar a Gamarra, no sólo del ejército sino de la presidencia. No estamos interesados en perder hombres, aquí en este gélido altiplano.”

La suerte estaba echada para las fuerzas leales de Gamarra, que debía hacer frente sólo.

En sus pensamientos, frases inconexas querían explotar de sus labios:

“Dios, ten piedad de esta patria en la que vivo, dale a nuestro pueblo una paz y un consuelo por los muertos que seremos hoy. Francisca, perdóname por los sueños no cumplidos, desabrocha mi chaqueta militar, quizá agujereada de balas enemigas. Hijo, te nombro a ti heredero de mi memoria, de mis medallas ganadas en combate y de mi estirpe de guerrero”

La iracunda soldadesca boliviana cargo sus recientes adquiridos fusiles alemanes y todos apuntaban a Gamarra, que, como recio mestizo hijo del Apurímac, estaba al trotar de su caballo al frente de su pelotón.

Era el tercer caballo que montaba esa mañana, dos habían caído en la refriega. A este respecto, Manuel Moreyra y Paz Soldán, dijo:

–              «Muertos uno tras otros dos caballos y herido el tercero, parece que los golpes y contusiones que sufrió en las reiteradas caídas renovaran su coraje y le hicieran olvidar del todo la obligación de conservar la vida para su patria y no prodigarla…»

Tres balas hirieron el pecho del Mariscal, trayendo su humanidad a la pampa barrosa, de la cual nunca más se levantaría.

El cadáver parecía decir:

–              Aquí estoy yo, desatando los nudos de la traición artera, afilando mi sable de desfile, cargando de pólvora y coraje mi fusil. Hay hoyos en mi pecho, los siento amargos y punzantes, hay sangre sedienta de justicia en mis botas. Soy parte de esta tierra, donde descansaré cansado de esta lucha incomprensible.

La muerte es un misterio, como las noches oscuras que lamen los cerros de Cotabambas, para hundirse en las aguas del ronco Apurímac, mientras todo se resuelve en la nada y el dulce olor del espíritu nos eleva a otro plano, al plano desconocido de la eternidad.

Ramón Castilla, observaba anonadado la caída del Mariscal. Se escuchaba su voz diciéndole a Mendiburu:

–              “Ha caído el Mariscal del Perú, pero cuando un peruano cae, hay cientos que hemos de levantarnos en su lugar. Ánimo ejército de valientes”

Gamarra cayó como un héroe de la Ilíada, cuál Héctor, muerto por Aquiles, las balas que atravesaron su chaqueta de militar, son huellas de como los enemigos lo tenían en la mira. Muerto a los pies de su caballo, no se levantaría más. Había cumplido 56 años, de los cuales cerca de 40 dedicados a los afanes de la guerra. Su postrer pensamiento sería para la muerte:

–              “Qué malas aguas me traes, ¡oh! Parca infiel y fría, enmudeciéndome para siempre a todos nos igualas. Entre fúnebres crespones me visitas, hoy en esta mañana neblinosa de Ingavi. Escuálida y trémula empuñas tu guadaña asesina. Grotesca, horrible y blanca, apagas mi vida para siempre”.

Su cadáver es sometido a vejaciones por Ballivián, el jefe de Bolivia. Sus restos mutilados por la soldadesca altiplánica son llevados por el enemigo, que días después anunciara construir un monumento conmemorativo de su triunfo en Ingavi. En cuya base estaría incrustado el cuerpo de Gamarra. El decreto vejatorio decía:

–              “Las cenizas de un invasor forman la base de este monumento”.

El cuerpo de Gamarra estuvo en ese trance, hasta la caída de Ballivián, cuando la población de Viacha, trajo abajo el injurioso monumento.

No hubo en ese instante un Vallejo que al pie del cadáver le dijera:

–              “Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo”.

Ballivián mirando el cadáver del hombre ensangrentado, vio que la vida le devolvía el dulce placer de la venganza al ver a su enemigo, muerto a sus pies. El sudario, era su capotín de militar hecho añicos por las balas, donde a la eternidad la vida pasa. Dejó que sus soldados embravecidos y exaltados por la victoria, hundieran mil veces sus bayonetas sobre el cuerpo inerte.

No sabían, en su ignorancia cuartelaría, que sólo es eterna, eterna el alma: el cadáver, es el trasto que la inmortalidad niega. El cadáver con los destrozados ojos, pero con la mirada en el infinito, pedía el descanso en la tierra, pero Ballivián le daría cemento.

Los huesos del Mariscal habían servido en la pétrea base como guardián de la batalla que se perdió, la suma de traiciones de los propios peruanos, le había llevado a convertirse al presidente de la joven república, a ser parte del amasijo de ladrillos y cemento, donde su alma miraría atónita la pampa donde murieron cientos de peruanos, junto con él.

Como Fiel discípulo de Horacio, el Mariscal había pensado en la sentencia del Romano.

–              “La pálida muerte lo mismo llama a las cabañas de los humildes que a las torres de los reyes”

Probablemente el Mariscal se sentía un rey persa o Julio Cesar antes de tomar las Galias, o quizá no lo sabemos, sentíase el humilde poblador de Pituhuanca, saliendo de su terruño en busca del Colegio San Buenaventura del Cusco.

AG4

La idea de la muerte corría por su mente desde hacía un mes. En octubre, el canto de las lechuzas sobre su cuartel le presagiaba un final de encuentro con las parcas. Era la muerte, ese eterno vacío, que es la nada o ese consolador remanso del descanso eterno.

Pensaba que la vida pasa, rauda e invisible, que todo tiene su final, nada dura para siempre. En medio del tráfago de la guerra, soló quedarán regados en el campo los cadáveres de los valientes. Sus caras frías y desmanteladas solo serán sombras oscuras, como las que envolvieron a Aquiles en Troya. La profunda fosa los espera, quizá sus paredes den al infierno, donde los malditos demonios aguardan con un lugar para nosotros o quizá las mieles celestiales del paraíso nos cobijen en el sagrado recinto de San Pedro.

Para él, la muerte, tenía un sentido diferente. Convencido estaba de la mortalidad y la frugalidad de la vida, porque como soldado había visto morir a miles, compatriotas o enemigos.

–              “Camaradas os digo que no temáis a la muerte, en estos tiempos donde las circunstancias nos llevan al combate, para la construcción de una patria unida y sobre todo bien delimitada del enemigo”. 

Este apotegma estaba en sus escritos los que declamaba en sus discursos, en la terrible época caudillista que le toco vivir.

Humanamente, no se acepta, como él, la muerte, porque este evento es para los demás, no para nosotros, de ese modo la subestimamos. Lo más fuerte que  nos ocurre, como personas, es el morir como el nacer.

              “No me dejes solo muerte. Está escrito así en los retazos de lienzos que me habían dado los adivinos o en las hojas de coca leídas cuando era joven, La muerte me encontrará en cualquiera de todos los sitios que he visto. Las escarpadas montañas de Apurímac, Salta o Loja, o los valles amazónicos de Colombia o Quito. Quizás en las arenas de Tacna, cubierta por las olas, en las rocas escarpadas, cubiertas por las nieves en Bolivia.

Estos son mis designios de muerte, muerte, compañera fiel en la batalla”.

  Quizá las guerras en las que estuvo envuelto, la violencia que lo acompañaba, haya curtido su carácter y haberle hecho un ser poco sensible a morir, de allí su nulo temor por morir.  La vida, para él, era la llegada de la muerte de manera imprevista, en batalla, nunca pensó morirse de viejo o enfermo.

En plena batalla, el Mariscal tenía como la más real de las posibilidades a la muerte, lo que todos mencionan como muy cierto, en el campo anegado de Ingavi, al ver la dispersión del ejército y que recibía el ataque del grueso del ejército boliviano exclamó con formidable valentía:

– «¡Aquí es preciso morir!»

El Mariscal le dijo a su ayudante de faenas:

–              “Muchacho, a veces la gloria no está trascender como militar,

sino en dar fuego en la batalla, aunque se pierda el combate”

La gloria para Gamarra estaba en el día a día de la guerra, vencer o morir. El Mariscal Gamarra, el   primero en batalla por la patria en memorable día, en la puna de Ingavi con fuerza y bizarría la gloria obtuvo nuestro inmortal guerrero.

Los ideales de construir la patria, tal como era de grande en épocas virreinales era el norte del Militar y estadista, recuperar a sangre y fuego el Alto Perú. La muerte, uno de los avatares que había que enfrentar.

Decía, hablando del morir;

–              “se debe tener a la muerte siempre en mente. Eso le da a la vida un sentido,

 la vida se hace más importante, con ganas de vivir”.

Sin embargo, todo estaba echado, medio ejército salió del campo, en franca traición al accionar de Gamarra. El ejército boliviano envalentonado, cargo con todo.

“No perdonaré la traición artera, practica vil de vuestras míseras vidas, clamor hipócrita de su ansiar ingrato, si alguna vez a mi ejército regresar pretenden no obtendréis ni siquiera mi mirada torva. Si me hubiesen dicho la verdad entera, pudiéramos haber marchado a la victoria y no conducir a mis guerreros fieles a esta matanza traicionera y lloren los peruanos a Ingavi perdida, para siempre”

Más tarde; Alfonso Crespo, en “Santa Cruz, el cóndor indio” diría:

–              «Su honrosa muerte en el campo de batalla,

ha justificado lo que venía resuelto a esclavizarnos o a perecer en la empresa.»

Cuando la noticia de su muerte se regó en el campo de batalla, cundieron la confusión, desconcierto y el abandono entre las tropas peruanas. No hubo más colofón que la dispersión y retirada del encharcado campo de batalla.

Tendido sobre la pampa fría de Ingavi, en las provincias del Potosí, yacía muerto el Mariscal.

Uno de sus soldados lamentándose de este fatal suceso exclamó:

–              “He estado con el Mariscal Gamarra, desde la primera incursión a Bolivia, no he visto en nadie, como en él; la bravura, el coraje, en la batalla y la generosidad con el vencido. Salve mi General, triunfante en mil batallas”.

AG2

El soldado trato de improvisar un verso en medio de la desgracia:

“Yo seguiré luchando al compás de tu sombra Mariscal, mientras tu estés muerto, en esta pampa mojada.

Tu fusil seguirá tronando, por los hombres y mujeres del Perú que siguen tu sueño.

Tu nombre aparecerá en las cumbres, en los valles, en los puentes y en las calles que aguardaron tus pasos.

Tu nombre repitiéndose, solo será recuerdo cuando la república peruana sea una y grande.

Mariscal estaréis en mi memoria, hasta que llegue a despertarte toda la humanidad….” 

El soldado lloró, mientras estrujaba en su pecho su quepí militar.

Había llegado su hora, ese aciago día del 18 de noviembre de 1841, ese trágico final del héroe de Ingavi. Al caer, en los corcóveos del caballo, ya preso de un delirio convulsivo, se le oyó decir:

–              “No dejen que nos sea arrebatado el Alto Perú, es nuestra tierra, la tierra de quienes hicieron grande el imperio de los Incas…”

Después, de no más de una hora, como hienas hambrientas se lanzaron los bolivianos para hacerse del cuerpo inerte del Mariscal. El hombre más grande del Perú republicano había dejado de vivir.

En el escrito hallado después de la muerte del Mariscal, éste había dicho;

–              “…la gloria me espera si muero y más aún si ésta me encuentra, rodeado de mis camaradas de armas”.

Muerto el Mariscal, no descansaría en paz, por largos años sus restos permanecerían secuestrados por el enemigo. Humillado. La vesanía de los bolivianos pasó todos los limites. El ultraje de Ballivián al cadáver del Comandante en Jefe del ejército peruano, no tiene parangón en nuestra américa y quizá en ningún otro país que se precie de ser una república.

El cuerpo atravesado por balas alemanas, habían perforado su chaqueta, el corazón vacío y mudo, había ya pasado el túnel de luz y sin sonido. No hay tumba para sus huesos, como un náufrago, el cuerpo iría a encontrarse entre ladrillos y argamasa.

El cadáver sobre la losa fría, húmeda y barrosa, descalzo de pies, las botas hurtadas por el enemigo, los huesos como un sonido puro traqueteaban en sus cortas extremidades.

Un ladrido de perro, acompaña el regocijo del rechoncho general boliviano, el llanto de su tropa cae como lluvia en la pampa, el enemigo se solaza. No hay ataúd ni velas para el Mariscal, debe zarpar su alma en silencio, en medio del vejamen salvaje de sus contrincantes, no hay honor en estos lances de la guerra, nada que dignifique al enemigo.

Sus manos destrozadas, sin garganta, sin pies, con el vientre expuesto al infinito, el Mariscal queda absorto, sin tristeza en la mirada. Ha muerto el héroe de mil batallas.

Su osamenta mancillada, recordaría a los peruanos de todos los tiempos, cuando el honor y la gloría de la patria están primero, no hay excusas ni límites para entregar la vida.

Ballivián, se dio el lujo de formalizar su ignominia, a través de un documento, donde se trasluce todo el odio insano contra quien, sólo quería restablecer los límites del Perú virreinal.

Profanación de restos mortales nunca visto fue lo que hicieron con Agustín Gamarra, había dejado una patria huérfana, como cuando muere un padre, sería llevada al enfrentamiento de los hijos por el legado del poder.

Gamarra es llamado en este documento como el “Invasor”, a pesar de que su ingreso a Bolivia fue aplaudido por la población del Alto Perú, quienes anhelaban regresar sus territorios al bajo Perú.

Ningún presidente, ni antes ni después del Mariscal moría en combate, dejando al Perú en caos y orfandad.

 “Comprobada la muerte de Gamarra, se procedió el examen del cadáver, y resultó que tenía una herida en el pecho y otra en la garganta, precisamente de bala y balín, o sea un sólo tiro de hannoveriano”.

Señalaba el parte del enemigo.

Estos proyectiles ofrecían el doble peligro de que a distancia de 18 metros de la boca del fusil se bifurcaran y herían a dos personas que estuvieran próximas.

Ballivián contempló breves instantes aquellos restos, que tantos recuerdos le traían. Y presintiendo quizá que algún día el Perú los reclamaría, pero que ellos mejor debieran descansar en suelo boliviano, como un sarcasmo del destino; cambió súbitamente de pensamiento y mandó sacar del ataúd los restos de Gamarra, haciendo colocar en su lugar los del Sargento Mayor Juan Pedro Garavito, artillero boliviano; hizo clavar rápidamente la caja funeraria y la mandó sepultar, como si contuvieran en ella los restos auténticos de Gamarra, en el mismo sitio donde había caído éste para no levantarse más.

Pero los verdaderos restos de Gamarra fueron sepultados a cinco varas de distancia al norte de la primera pirámide, con los demás cadáveres peruanos, haciéndole quitar la hermosa casaca de Generalísimo de mar y tierra, como el más preciado trofeo de la victoria, para conservarla en perpetuo recuerdo al pie de altares del dios Jano.

La Batalla de Ingavi acaeció en la localidad de Viacha, en la Provincia de Ingavi, Bolivia. Allí se enfrentaron las tropas peruanas y bolivianas.

Pasaron los años, el presidente Ballivián cayó en desgracia y fue sustituido. Con afán de resarcimiento el presidente boliviano Manuel Isidoro Belzú, ordenó exhumar el cadáver de Gamarra, darle exequias fúnebres en la iglesia de La Paz de Ayacucho, ahora sólo “La paz” en Bolivia para posteriormente devolverlo al Perú.

Tuvieron que pasar muchos años para que los restos repatriados de Gamarra, regresaran a su tierra, a su Perú, ya mutilado el Alto Perú, era el año de 1848.

Llegados los restos del Mariscal al Perú, no tardaron en realizarse las exequias y escribirse las alegorías fúnebres por su muerte.

Llegó pues, el cadáver de Gamarra, devuelto por los bolivianos a la patria. Se le hicieron los honores correspondientes, que es semejante a la repatriación de los restos de Napoleón Bonaparte a Francia.

De esta manera, el cuerpo del gran Mariscal Agustín Gamarra Messia descansa en territorio peruano en el cementerio Presbítero Maestro. En el «Panteón de los Próceres», fue erigida una efigie en su memoria.

El diario “El Comercio” de la fecha diría en su titular:

–              «Se lanzó a la muerte este viejo y valiente jefe al contemplar la inmotivada dispersión de su ejército y se sacrificó para salvar, si salvar era posible, el honor de su patria»

Así terminó la epopeya de un hombre que, saliendo en su infancia de un remoto pueblo; Pituhuanca del corregimiento de Cotabambas, llegó a los sitiales más encumbrados del poder del Perú, en la época más difícil de la historia republicana.

                Entre el sueño mordaz de agonía y la escasa lucidez de sus pensamientos, hacía de su vida el balance final:

-“Para muchos era una leyenda, nadie supo lo que yo era el patriota que alzándose sobre el infortunio ,sobre la tierra inhóspita hizo  que todo el que se cruzara en mis planes de recuperar el Perú, debía  fatalmente sellar su destino.

Los ideales de César y Horacio siempre han sido mi enseña el único lugar seguro, donde hallé una justificación justa de mis acciones.

A veces, sin embargo, un inmenso y siniestro vacío una cerrada incomprensión de nuestras gentes, me hacía dudar. Me siento aliviado del peso del cuerpo y de la realidad, como el niño pequeño que fui en mi comarca, al lado de mi madre que me duró poco. Comparto el eterno silencio de la nada, de la muerte que me coge en batalla.

Un mortal no lo puede apreciar la justicia o la belleza mientras vive y entregarse al hecho de morir es un acto de los más generosos y la más vil atrocidad.

El odio y el amor son emociones que ahora me parecen vanas ilusiones estoy inundado de un amor de una patria que no me entiende”.

Luis Echegaray Vivanco.

Fragmentos del libro AVATARES DEL MARISCAL AGUSTIN GAMARRA, de Luis Echegaray,

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