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Anoche soñé con algunos recuerdos de infancia. Estábamos otra vez allí con algunos amigos, algunos a los que no veo hace muchos años, en los campos perdidos de nuestra niñez, con el sol dorando los hombros y los pies descalzos llenos de barro y libertad. Soñé que reíamos como antes, que el mundo era aún un misterio por descubrir, y que los renacuajos seguían nadando en aquellas pozas donde juramos ser eternos.
Desperté con el corazón lleno de polvo y nostalgia, y con el eco de esas risas aún flotando en la habitación. Entonces escribí este poema, como quien deja una piedra blanca en el camino, por si un día regresaras… o por si aún caminas a mi lado, aunque ya no te vea.
Amigo mío,
cuántas veces, tras el pan compartido
y el quaker humeante que mamá nos brindaba,
salíamos —descalzos de miedo y calzados de sueños—
en busca de aventuras invisibles,
bajo el sol que caía a plomo.
A veces, nos bastaban
las intrincadas marañas
del huerto de mi casa;
otras, nos llamaban los alrededores:
la quebrada del Mariño, los parajes de Aymas,
Marcahuasi, las laderas del Quisapata…
Y cuando el ánimo nos vestía más intrépidos,
alzábamos rumbo a las sendas escondidas,
en las pendientes interminables
del majestuoso Ampay, aún coronado de blanco,
en camino hacia sus hermosas ccochas.
Nos internábamos —valientes y tontos—
en aquellas selvas lujuriosas
que nuestras mentes de infantes dibujaban
en las marañas verdes de las intimpas,
en la espesura bajo los pisonays,
en la sombra sagrada de paltos y pacays.
Cuando el cansancio nos vencía
y la sed nos consumía,
¡qué dulces eran las meriendas
bajo los árboles frutales!
Degustábamos nísperos, duraznos, moras,
manzanas, naranjas y limones robados,
hasta que el escopetazo o los gritos
de hortelanos enfadados
nos hacían dar un brinco,
y huíamos, raudos y espantados,
abandonando el pantagruélico banquete,
como pájaros asustados.
Jugábamos a ser dioses menores,
exploradores de mundos diminutos,
domadores de lo indómito,
cazadores de alas y de escamas,
sin saber aún del peso que tiene la vida
cuando se la arranca por juego.
¡Cuántas veces atrapamos, con manos temblorosas,
a las urpis, a los loros de risa chillona,
a los killinchos con mirada de cielo,
a los pichincos encrestados que cantaban
sin saber de prisiones!
¡Cuántas veces fuimos crueles sin malicia!
Los contemplábamos maravillados…
y, sin embargo, los condenábamos
al encierro, al miedo,
o al silencio sin regreso.
Recuerdo aún aquellas libélulas,
de alas tornasoladas y craqueladas,
como vitrales sagrados de un templo minúsculo.
El zumbido testarudo de los moscardones,
el pequeño murciélago al que no dimos tregua,
volando en su noche,
mientras nosotros jugábamos
a la luz de la ignorancia.
Saltamontes verdes como las esperanzas,
ágiles atletas con el Inti calcado en sus vientres;
grillos que cantaban más fuerte que nuestras culpas,
tarántulas que temíamos y admirábamos
y, a veces —¡ay!— pisábamos,
atrapábamos, matábamos…
sin saber que, al herir el mundo hermoso,
también nos estábamos matando.
Ranas y sapos que hacíamos fumar,
y engordaban hasta reventar;
atrapábamos, sin consideración,
negros renacuajos misteriosos,
que se aclaraban al crecer
y perdían la cola.
Pequeñas serpientes de colores brillantes
y diseños arabescos —los Marianitos—,
que se enroscaban en nuestras muñecas
y nos acompañaban como brazaletes vivos
mientras las llevábamos de paseo.
Y en los arroyos y estanques
atrapábamos, con las manos, con las uñas,
con anzuelos y redes improvisadas,
las truchas con escamas de arcoíris,
los aguajos lentos y puros,
que nos miraban sin juicio,
mientras nosotros creíamos aprender
a entender el mundo
con la inocencia cruel del niño que explora.
Amigo mío,
hoy te escribo desde el eco de aquellas andanzas,
con un nudo suave en la garganta
y una sonrisa que no niega la culpa,
pero que la abraza con ternura.
Éramos pequeños, sí,
también crueles, y algo tontos…
pero hasta los dioses fueron crueles
cuando aún no sabían amar lo que creaban.
¿Recuerdas cuánto se enfadaban nuestras dulces madres
cuando volvíamos con los pantalones recién estrenados,
sucios, llenos de fango y con las rodillas desgarradas?
Las pobres, con santa paciencia, remendaban,
y hasta remiendos de cuero ponían
para tapar agujeros y vergüenzas,
pero ni los cueros cosidos aguantaban
las travesuras que el diablo nos soplaba.
Hoy, cuando veo un pájaro libre,
cuando escucho el canto de un grillo en la noche,
cuando el murmullo del agua me habla de renacuajos,
cuando bandadas de loros surcan el firmamento chillando,
te recuerdo.
Y recuerdo más aún a esos seres maravillosos,
las miradas dulces, serenas e ingenuas
que estúpidamente apagamos,
que por travesura o juego cegamos.
Y en ese recuerdo,
mezclado con risa, polvo y perdón,
te vuelvo a dar la mano.
Porque con cada hoja que el tiempo desprende,
vamos entendiendo
que las ilusiones de entonces
eran frágiles como las alas de un pichinco;
que la inocencia también puede ser
ciega… y luminosa;
y que la ternura del recuerdo
no borra la culpa…
pero la nombra con dulzura.
Jugábamos a vivir,
sin saber que, en ese juego,
íbamos dejando morir
un pedazo de la inocencia
que ya nunca,
¡nunca más!,
volverá a vivir.