¡AMPAY, AMPAY!

por Gorki Román Hernandez
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Reinicio

AMPAY …., te encontré!!!!!, Ampay me salvo!

No se trata del juego que solíamos jugar de pequeños, al contrario este relato se trata de aquel juego de aventuras que todos los abanquinos han experimentado alguna vez o muchas durante su estadía en aquel pedacito del paraíso, en aquel lugar maravilloso, aquel pequeño territorio que es la sucursal del cielo llamado Abancay. Me refiero a visitar el Santuario Nacional del Ampay.

No sé como será ahora en estos tiempos, pues hace muchos años que no he regresado (no, desde que nos perdimos durante más de 24 horas en el nevado junto a Rurick Palomino, Erico Arbieto y Edson Guerrero que algún día retrataré), pero esta vez mis recuerdos me transportan más al mes de diciembre de cada año, mes que traía la fiebre a todos los adolescentes para realizar la más grande hazaña casi heroica: ir a traer el árbol de navidad más bello y frondoso que se podía encontrar y por supuesto cargar.

Era tradición en Abancay que los hijos varones, los machos “alfa” -alfa, sean los llamados a realizar tremenda proeza porque tenía el fin supremo de prodigar uno de los principales artilugios que adornaría y haría sombra para que nuestro niño Jesús no se broncee con los rayos del sol que siempre brinda calor a nuestra ciudad, pero sobretodo se tenía que contar con el árbol de navidad para el soporte de la estrella que iluminaría con su luz el pesebre que cada hogar edificaba con amor y emoción sin igual, durante los 10 o 5 días previos al nacimiento del hijo de Dios.

Recuerdo que cada barrio o grupo de amigos se organizaban para ello con tiempo, la emoción era tanta que se involucraban los papás; el papá te brindaba la confianza para que actúes con prudencia y hombría para realizar tremenda gesta o epopeya, y la mamá te bendecía y brindaba el fiambre que te acompañaría esas horas de excursión amical, esas horas de emoción sin igual.

Jamás olvidaré, la primera vez que subí al Ampay, entre amigos y primos (sobrinos), era una sensación diferente, al principio la mente quería traicionarte y hacerte tirar la toalla en el primer cuarto de la ruta, el cansancio era más pero el aliento por parte de los líderes del grupo para seguir adelante era mayor para continuar el camino de pendiente positiva, de pura subida, de puro reto.

Te reunías a las 4 de la madrugada en la esquina del barrio, en algunos casos con antorcha en mano para alumbrar el camino pues por entonces la luz eléctrica de los postes llegaba hasta metros arriba de la casa de Ciro y Fernando De la Cuba, entonces si había luna llena tenías luz satelital, si no usabas la antorcha para iluminar el camino a la gloria, eso sí, haya o no haya luna siempre tenías al lado tuyo el cantar de los grillos y el trinar de las aves durante el camino.

Los siguientes años eran igual o parecido a tu primera vez, coordinabas entre amigos el día y la hora; recuerdo la vez en que después de coordinar nuestras hermanas menores e incluso mayores se enteraron y querían que les llevemos porque también querían experimentar como era subir al Ampay a lo cual por supuesto nos negamos ya que conocíamos la rudeza de la ruta que exigía caminar y entonces ellas se quedaron en casa con las ganas. Pero bien recuerdo la siguiente época navideña, ya teníamos todo planificado para salir a las 4 de la mañana, con la experiencia de expediciones pasadas no mencionamos nada a nadie, era un secreto que sólo conocíamos entre amigos con la salvedad de nuestros padres quienes sabían el día y la hora de partir.

Oh! sorpresa la nuestra, al salir a la esquina y ya reunidos a la hora acordada estábamos a punto de partir cuando repentinamente aparecieron cual bandada de aves todas nuestras hermanas, amigas y vecinas quienes estaban reunidas desde las 3 y media de la madrugada aguardando nuestra presencia para luego en coro sentenciar: “mis papás han dicho que nos lleven y punto, y como mayores o varones se responsabilizan por nosotras”.

No había marcha atrás, a esas horas no podías despertar a tus papás para reclamarles o protestarles, así que caballeros para adelante, a empezar a caminar. Apenas habían recorrido 3 cuadras, otras niñas pasando la Capilla del Señor de la Caída ya manifestaban querer descanzar, llegando al arco la emoción y valentía que todas tenían en la partida se esfumaba para luego jadear y sentarse e implorar que se les esperen. Esto ralentizaba nuestro andar y extendía la hora de llegada, por lo cual finalmente con mucha empatía también tuvimos que cargar sus mochilas para así agilizar el paso.

En el trayecto, camino arriba, veías otros grupos y los ubicabas por las antorchas que usaban y lo primero que nos preguntábamos era: ¿ a qué hora habrán salido o partido?; y lo segundo era: ¿de que barrio y quienes serán?; y lo tercero que se te venía en mente era: “ vamos a alcanzarles para ser los primeros en llegar”. Tanto planeamiento e intenciones para terminar aterrizando a la realidad tus deseos de ganar puesto que por la distancia a la cual visualizabas las antorchas te hacía deducir que nos llevaban minutos u horas, pero sobretodo regresabas a la realidad por el peso, según sea el caso, del pollo a la brasa, sandwich de queso, pan común con mantequilla, lomo saltado, etc., que la variedad de fiambres nos prodigaban nuestras madres acompañados de la gaseosa que por su peso te desalentaba a seguir subiendo y al contrario te conminaba a querer comerlo y beberlo ya apenas en el “Arco” para así aminorar el sacrificio.

Así transcurría la travesía, entre paradas y caminatas saliendo las preguntas con frecuencia: ¿cuánto falta para llegar?, ¿podemos descansar?, todo esto entre cuentos y charlas amenas, entre amigos y sus bromas, bromas que se hacían a los menores: ante la lentitud y demora te adelantabas y metros arriba te escondías entre los arbustos del bosque para hacerles pensar que les habías dejado, luego de ello empezaban a llamarte por tu nombre y entre los más pequeños incluso a querer llorar, jajaja. No era bulling, era formarlos en carácter para despertar su instinto de supervivencia.

Caminabas con una sola estrategia (hoy es el mensaje para nuestros hijos): “siempre para arriba”, literalmente buscabas llegar a la zona más boscosa antes que los rayos del astro rey se levanten y duplique tu cansancio y triplique tu esfuerzo. Ya a medio camino y con cierta frecuencia retornabas la mirada hacia el Quisapata que imponente seguía vigilando tu trayecto, para luego alguien comentar: “Miren Abancay está allá abajo, cada vez se ve pequeño” y era así pequeño pero hermoso, arropado cual chalina con una tenue neblina, enjoyado con el crepúsculo matutino y amamantado por el trinar de las aves.

Pero después de tanto ahínco, de tanto denuedo, de tanto empeño y sudor venía la primera recompensa cuando escuchabas decir: “ya estamos cerca a la laguna chica”, y te dabas cuenta que sí era cierto, porque empezaba el camino casi horizontal o bajada que parecía un casi túnel de arboles cuyas ramas entrelazadas cubrían el acceso peatonal; para luego tener la segunda recompensa: “ver abrirse a tu mirada la laguna chica más hermosa y verde que reflejaba en sus aguas y en sus casi 360° las siluetas de los árboles de íntimpas cuyos relieves prodigaban y hospedaban a los árboles del sol.

Ahí te olvidabas del cansancio, del hambre, del arrepentimiento; te olvidabas del tiempo solo después de saber a que hora habías tenido la oportunidad de conocer el Santuario Nacional, y pasabas al éxtasis, a la camaradería, a las felicitaciones a los menores por haberlo logrado, pasabas a cruzar por un costado al otro lado de la laguna para buscar el mejor lugar para descansar y pasabas a gritar de la euforia de haber conseguido el objetivo: caminar más de 3 o 4 horas cuesta arriba, para conocer el AMPAY, la reserva natural de intimpas más sublime, prístina y elegante que Dios nos dió a los abanquinos para recordar a su hijo en el aniversario de su nacimiento.

Después de comer y beber los alimentos cargados, rápidamente saludabas a los otros grupos de amigos que habían arribado, era hermoso ver tanta gente, algunos osados optaban por bañarse y nadar compitiendo con los renacuajos. Era la época de los minicomponentes a pilas, entonces veías grupos con sus equipos haciendo música, escuchando a los Hombres G, veías a las chicas que te gustaban pero que temeroso o tímido no abordabas, querías tal vez invitarle una inkacola para iniciarle conversación, pero cuando estabas a punto de hacerlo te dabas cuenta que era la gaseosa que a tu hermana le habías cargado, pues la tuya para entonces ya se había agotado.

Entonces, privado de conocer al amor de tu vida, que seguramente con tanto esfuerzo también había llegado a ese lugar romántico, solo te quedaba acompañarla a adentrarse llevándole de la mano al bosque encantado, donde las lianas te servían de transporte cual Tarzán cargándola en tus brazos para besarla entre las ramas de las Intimpas o al pie de los troncos de los árboles más longevos, y cuándo estabas por concretar ese momento sublime de probar los labios de tu dulcinea, alguien con una patada te despertaba de la pequeña siesta y alucinada que dabas después de comer y descanzar de tremendo esfuerzo físico realizado: “Vamos a buscar nuestro árbol (cortar con hacha o machete la rama más simétrica)”, así empezabas a recorrer ese mágico lugar, mientras unos recogían los mejores “musgos”, otros cogían unas plantas en forma de florero (no recuerdo su nombre) que crecían en las ramas altas, y con todo el ello se procedía a cortar lo que sería el árbol de navidad más valorado por tus padres, tal vez no por el tamaño, sino por el significado que traía consigo que era el haber logrado llegar y regresar sano y salvo de la aventura más esperada de fin de año.

Ya con tu árbol asegurado, tu saco de musgo, tus plantas, tus flores, alguna Achanjayra hermosa, regresabas a las orillas de la laguna pequeña, a reunirse con las personas encargadas de cuidar las cosas (usualmente los de edad intermedia o que antes ya habían subido al Ampay), regresabas muchas veces con las menores que experimentaban el recoger estos trofeos. Verles la cara de felicidad al arribar a la laguna y luego escucharles comentar: “mira el musgo que he recogido” significaba una alegría y un premio mayor para ellas y mucha satisfacción para nosotros. Simplemente ellas estaban experimentando aquella felicidad y logros que nosotros tuvimos la primera vez que adornamos nuestro arbolito pero que se mantenía durante todo el tiempo que el nacimiento estaba armado y que el olor característico a musgo se sentía disfrutar y nos hacía remembrar.

Los más experimentados decidían subir hasta la laguna grande (dejando a los menores al resguardo de las cosas) como evidencia de su mayor heroísmo y verse recompensado con aquellas incomparables vistas. Si la laguna chica llena de tupídos bosques verdes, con suelos y árboles cuyo troncos bañados en musgos, mantienen la humedad del ambiente y que permite soñar que estás dentro de una selva frígida que filtra los rayos solares como haz de luz pluridireccional, con una laguna mediterránea que te crea la ilusión de ser el espejo más bello que refleja su plenitud al medio día, si este lugar es un regalo de Dios, la laguna grande es igual de hermosa y el nevado ni que decir, son simplemente incomparables.

Así regresamos a casa con el peso del árbol y el musgo sobre nuestros hombros, el camino de regreso estaba conformado por jovenes, niños y niñas de todas las edades que caminaban cual arrieros con las mochilas vacías de alimentos pero llenas de alegrías. Por un lado visualizabas Abancay, por otro, volteabas la mirada y querías saber si tu musa la chica de tus sueños, tu amor platónico seguía en la laguna o ya se había adelantado, y así llegabas hasta la parada obligatoria: el reservorio de agua donde tomabas un descanso obligatorio.

Finalmente llegabas al “Arco”, ahí muchas veces te despedías de los amigos de otros grupos, con quienes te acompañabas de regreso. Si en esa época hubiesen habido celulares, seguramente tendríamos las mejores fotos del recuerdo, fotos grupales donde algunos estarían con sus árbolitos de navidad, otros con sus bolsas de musgos y todos saldrían con el rostro de emoción de haberlo logrado y querer regresar el siguiente año; en mi caso hubiese salido con la cara de ilusión de regresar acompañado de mi amor platónico y con toda seguridad nuestras hermanas menores hubiesen salido con la cara y pensamiento de: “ a estos, por no querer traernos al Ampay el año pasado les hicimos cargar nuestras mochilas esta vez y más como venganza por privarnos de tanta maravilla, hasta la próxima Navidad”.

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