Imagen recreada por IA
Llegó a Tomacucho cuando los hermanos Gómez Pereira, éramos niños. Llegó jovencito, apenas saliendo de la adolescencia, con su ropa raída, talones cuarteados y apretados en un par de ojotas castigadas por el largo uso. Un sombrero artesanal “loqosto” hecho con lana de oveja en forma de cono escondía una cabellera grasosa y abundante.
Laureano, mi señor padre, lo había contactado en las inmediaciones de la hermosa laguna lambramina de Taccata, en una ocasión de wacamarkay. El jovenzuelo, se mostraba atrevido para hacer frente a los caballos de la tropa de chúcaros que eran “marcados” con la LG, iniciales de Laureano Gómez, lo que convenció al próspero ganadero de Lambrama.
Antonio Chicclla “Antuco”, rostro cetrino y pómulos enrojecidos, quechua hablante hijo de llamichos de la localidad de Queuña, en Chalhuachacho, aceptó la propuesta de trabajar en Lambrama, pueblo que conocía de oídas. “Ari papay”, habrían sido sus primeras palabras que lo vincularon de por vida a la familia Gómez Pereira, de Tomacucho.
Con una habilidad natural para muchos quehaceres enlazaba caballos y toros con destreza envidiable. Sabía pescar truchas en las albuferas de la puna, soltando champas de tierra negra que espantaba los cardúmenes que caían en costales o ponchos de lana. Cazaba ranas o kairas en los riachuelos altoandinos y las disecaba para preparar caldos que ponían fin a las bronconeumonías y prevenía la tuberculosis.
Tejía cinchones, correas, chalinas, huaracas y sogas con lana de oveja y con la crin de caballos que cortaba en sus afanes diarios y las custodiaba como riqueza. Herramientas, aparejos y caronas de uso común estaban bajo su responsabilidad. Se aseguraba siempre que esos elementos no estén dañados y los reparaba con habilidad empleando cuchillas, puntillas de madera, agujas de arriero sentado sobre un poyo de piedra ubicado en la puerta de la gran cocina.
Jugaba con los hermanos siempre vigilante. Recuerdo mi primer instrumento musical hecho por sus curtidas manos: un tautaco de palito delgado doblado de murmuskuy que, al contacto con la boca, la respiración y el punteo del hilo tejido con pakpahuato que lo arqueaba, nos regalaba un sonido particular. Huainos llorones, sobre todo. Su cuarto que tenía una tarima y una mini cocina o tullpa, era nuestro escondite favorito, con el secreto del propio Antuco.
En algunas ocasiones lo acompañamos en su responsabilidad de acarrear leño para la cocina. Su lugar favorito era Tanccama, hermoso valle natural donde reverdecía un apretado bosque de uncas, tastas, lambras y queuñas las que talaba con antelación escondiendo los troncos para una próxima visita. Así, cada vez que buscaba leñas ya sabía dónde estaba el insumo para las chektadas correspondientes. Nunca faltaba leña en casa.
Un alazán criollo “Alaco” pequeño y siempre gordito presto para el ensillado, era su caballo favorito, que lo hermanaba con un mulo negro de carga “Añaco”. Ambos cuadrúpedos se entendían con original afinidad con Antuco, pues nunca se rechazaron. Bien ajustado el cinchón del aparejo y cargado de leño seco casi bamboleando en el camino, Añaco enfilaba la cuadrilla de animales cargados de leña, papa, maíz u olluco y con cada paso que daba expelía unos sonoros pedos, causando el comentario de un Antuco creyente. “Alamerda, yana mula supirukun, allin suerte caraju”.
Una mañana de verano, los pequeños hermanos lloramos la abrupta ausencia de Antuco, cuando soldados del Ejército se lo llevaron a la fuerza a Abancay para encuartelarlo en el marco de una campaña denominada “leva”, que captaba jóvenes en zonas rurales para el Servicio Militar Obligatorio. A los tres días regresó Antuco con la cabeza bien rapada. Había descalificado por “pie plano”. Celebramos con inusitada algarabía ese retorno.
En las labores agrícolas disponía las tareas de chacra, asumiendo él mismo la capitanía de las tutapas, cutipas, deshierbes, cosechas y otras afines. A su merienda de campo entregada por mamá Dora y Victoria, cada una en su momento, nunca le faltaba uchucuta o un rocoto, que lo devoraba como si fuese una manzana. Con pepas, venas y todo. Los ojos rojizos y el sudor de su rostro evidenciaban un gusto muy personal por ese manjar andino.
Mantuvo un matrimonio fugaz con Guillermina, que también trabajaba en casa. La chola buenamoza, colorada y grandota y con una hija ya adolescente, lo abandonó y se fue a Lima. Antuco no sufrió la soledad. “Huaylaca warmi karan”, se consolaba.
Muchos mistis pudientes de Lambrama y otras localidades buscaron llevárselo con la oferta de una buena paga. “Manan. Ya tengo mi familia, mi casa” rechazaba. Dora lo quería mucho, Laureano lo trataba como a un hijo, y nosotros como a un hermano. Era nuestro hermano. Lo recuerdo silbando de madrugada al ensillar Chilingano, el caballo de montura de papá Laureano; haciendo dupla con Aquilino Gómez o Vidal Zanabria, para arrear toros hasta Abancay, en jornadas que duraban más de un día.
Con los años la casa de Tomacucho se fue despoblando. Los hermanos salimos a Abancay y Lima y Antuco, fiel a papá Laulico, aferrado a la soledad, a su eterna soledad. Siguió acompañando a Laureano, cuando este también opta por irse a Abancay. No quiso acompañarlo a la ciudad donde estaría perdido. Cada vez que yo llegaba a Lambrama, que era una vez al año, llevaba ropa para Antuco, pantalones jean, casacas y zapatos, y una propina previo abrazo aromatizado por una cerveza. Murió de viejo, en la selva de Madre de Dios a donde había ido a buscar fortuna.
Siempre que los hermanos nos juntamos para un reencuentro, una celebración o una visita informal, recordamos a Antuco y sus afectos, su veloz forma de hablar, de alimentar a los cuyes con cáscara de mote o papaqara, de perfilar algunos términos en español que le enseñábamos con el apoyo de una pizarrita escondida en la despensa. “Hirbi hirbi ollita” (hierbe hierbe, ollita) alentada a la olla de mote puesta en su tullpa rascándola, esperando la cocción del maíz que endulzaba paladares.
¿Cómo estás Antuco? “Jodido nomás, papá” y soltaba una contagiosa y prolongada carcajada que le sacudía todo el cuerpo. Así te recuerdo, Antuco. Con tu risa alegrona, tu mirada inquisidora a pesar de esa tristeza que como condena acompañó tu soledad.