AVALANCHA

por Herberth Castro Infantas
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Reinicio

Mis vacaciones en Huancarama habían terminado y mi abuela Ana decidió llevarme de regreso a Abancay. Nunca me dejaba solo por temor a que me meta en algún problema porque, según ella, no había un niño más movido que yo.

Uno de mis mayores placeres era montar a caballo con mis primos Diómedes y Julio Peña por los bellos parajes de Pichuipata y Masingará, donde los caminos de herradura parecían más para cabras que para acémilas. Por eso su temor.

Mi abuela vivía sobresaltada y, según la empleada que la acompañaba, no podía dormir tranquila pensando en lo malo que pudiera sucederme. Nunca lo dijo, pero yo estaba seguro que mi retorno, poniendo fin a mis vacaciones, la dejaría más tranquila y a la vez muy apenada porque me quería mucho. Ese mismo sentimiento albergaba mi corazón.

En la caseta del camión íbamos mi abuela y yo, además del conductor. En la tolva viajaban el ayudante y dos empleados fortachones acostumbrados a cargar y descargar mercadería pesada. El camión transportaba gran parte de la cosecha de granos y tubérculos que producían sus extensas tierras en la zona de Pichuypata.,

Al llegar a La Cabaña, una pequeña fonda ubicada a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, punto intermedio entre Abancay y Andahuaylas, tuvimos que parar para tomar al menos un café de “cartucho” acompañado de panes de harina de trigo molido al batán

De alguna manera había que distraer el estómago porque el viaje a Abancay duraba varias horas y hacía un frío de los mil diablos que calaba hasta los huesos. Hambrientos y fastidiados por la polvareda de la carretera sin asfaltar, ahora ya lo está, entramos a la fonda ubicada estratégicamente en medio de esa desolada puna, donde un viento helado proveniente de la cordillera peinaba el ichu que crecía en las lomadas de los cerros.

Luego de estirar las piernas y sacudirnos del polvo que lo teníamos metido en las pestañas y las orejas, nos sentamos alrededor de una mesa rústica, esperando que nos traigan el pedido.

Mi abuela, aprovechando la demora me contó que fue en ese lugar donde mi padre había sufrido un infarto al corazón cuando se dirigía a Andahuaylas para realizar una inspección como funcionario del Ministerio de Agricultura, por lo que tuvo que ser evacuado de emergencia a Abancay.

Yo, la escuchaba con mucha atención y a la vez con tristeza, mientras mi mirada se perdía en aquellas frías montañas cubiertas de soledad y paja brava.

Preferí mantenerme callado porque estaba muy afligido como para decir algo. Sonreí solo al observar que dos vizcachas cruzaban la carretera de un lado al otro haciéndole quites a los carros que pasaban. Y así, en un abrir y cerrar de ojos llegamos a Alfapata, una pequeña meseta desde donde se podía contemplar la belleza del río Pachachaca y el bello puente construido de calicanto.

El chofer buscó la sombra de un molle para estacionar el vehículo mientras mi abuela y yo salimos para admirar el paisaje y de paso mojarnos la cabeza en un chorro de agua cristalina que caía al costado de la carretera. Fue cuando vimos a unos pobladores que transitaban cabizbajos, muy apenados, con sus rostros sudorosos y orando en quechua, pidiendo al Señor de Illanya, no sé qué. Había que ser adivino para saber el rosario de sus peticiones.

– Mamay ¿Por qué tanta tristeza? – Le preguntó mi abuela en un perfecto quechua a una de las mujeres que lloraba desconsoladamente.

–Una avalancha ha arrasado gran parte de Abancay. Nos acaban de informar que hay cientos de heridos, decenas de muertos y casas desplomadas-Le respondió la mujer, también en quechua.

– ¡No puede ser! – Exclamó.

–Sería mejor que se queden aquí o se regresen a Huancarama, porque la entrada a la ciudad está interrumpida- Nos recomendaron.

Para colmo de males, no había forma de comunicarse con Abancay.

En ese momento llegaron unos arrieros de paso a Cabira (Andahuaylas) y nos contaron que una de las lagunas del Ampay se había desbordado, otros decían que un volcán que había permanecido dormido por muchos años, erupcionó. En realidad nadie sabía la verdadera causa de la avalancha.

– ¡Dios mío! Si pudiéramos contar con un telégrafo o un radio – Exclamó mi abuela.

–Señora, hay un radio en la vivienda del hacendado, pero parece que está malogrado – Además, el único que lo maneja es el dueño, pero él está de viaje.

–Esta es una emergencia. Tenemos que hacer algo. Hay que pedirle permiso al guardián.

–Lo lamento señores – Respondió el fiel servidor del hacendado al escuchar que lo habían mencionado – No tengo autorización y, si así la tuviera, no podríamos hacer nada porque el aparato está malogrado. Y yo tampoco sé manejarlo.

–Abuela, dile que yo podría hacerlo funcionar – Le sugerí.

–Y, tú ¿De dónde sabes manejar estos aparatos?

–Los conozco porque los he visto muchas veces en la Prefectura de Abancay y en la oficina del Ministerio de Agricultura donde trabajó mi papá. Allí observé cómo funcionan. Yo sé cómo manejarlos. Abuela, todos los radios son iguales.

Los pobladores al escucharme sonrieron, como diciendo “qué atrevido y exagerado había sido este niño”. Pero, al notar mi aplomo, se agruparon en las cercanías de la oficina y con su sola presencia obligaron al cuidante a abrir las puertas. Todos tenían sus ojos puestos en mí, claro, sin ocultar sus dudas, por mi corta edad. Hasta mi abuela no estaba del todo convencida. Al principio, ni yo mismo sabía qué diablos hacer con el bendito aparato. Sin embargo, confiando en lo que había visto, empecé a manipular todos los dispositivos, pero el radio ni siquiera encendía.

No hay ninguna descripción de la foto disponible.

–Ah, ya sé, le falta energía. Abuela suplícale al chofer que traiga la batería del carro.

El chofer me miró de pies a cabeza y se quedó por unos segundos pensativo, para luego mascullar…

–Este niño debe estar loco. Si nos quedamos sin batería, no podremos continuar viaje.

–Eso no importa, si se baja la carga empujaremos el camión hasta que arranque el motor del carro, tal como hace Pablo con la camioneta del Ministerio de Agricultura. Le respondí.

–No hay nada que hacer, este niño se la sabe todas. Pero si no la achunta nos tendremos que ir a llorar al Pachachaca. Bueno pues, hagámoslo. Nada se pierde probando.

No obstante de mis denodados esfuerzos, el aparato seguía enmudecido. Hasta que me di cuenta que no era solo por falta de energía sino también porque uno de los tubos, no calentaba. El cuidante me miraba asustado pensando que en cualquier momento podía hacer su aparición el dueño de la hacienda.

Afuera, los pobladores esperaban impacientes. Algunos ya comenzaban a dar muestras de fastidio.

–No creo que este niño pueda repararlo. A mí me parece que está en la luna. Además, el dueño dijo que hacía mucho tiempo que no lo podía hacer funcionar porque la falla no tenía remedio – Advirtió uno de ellos.

– ¡Cállate, por favor! Yo tampoco estoy muy segura de la habilidad del niño pero hay que darle una oportunidad, es mejor que lo intente a quedarse con los brazos cruzados – Escuché que le gritaba su mujer.

Una vez más le pedí al vigilante que me ayude a conseguir un tubo en buen estado, pero este se resistió porque esos repuestos estaban en el interior de la vivienda y la puerta estaba más asegurada que una caja de caudales.

Y después de mirar por todos los lados grité:

– ¡Entremos por la ventana!

–Ni lo pienses, muchacho. Si el dueño se da cuenta que entramos por allí, no solo me saca del puesto sino que me mete preso.

–Esta es una emergencia, necesitamos de todas maneras el tubo de repuesto para que funcione el radio.

El cuidante salió a consultar con los moradores, quienes ya estaban hartos por la espera. Apenas les planteó el problema dijeron que mientras sea una emergencia no tenía por qué preocuparse.

–Muy bien, voy a abrir la ventana pero con una condición, que prometas y jures ante Dios que guardarás el secreto.

–Está bien, lo prometo ¡Pero date prisa!

Inmediatamente busqué el repuesto entre los pertrechos que tenía el hacendado y, apenas hallé el tubo, lo reemplacé. Al principio, por las malas condiciones del tiempo no podía contactar con ningún otro radioaficionado, hasta que entró una señal, pero, lamentablemente en otro idioma que no era el español. Seguí cambiando de frecuencia y logré captar una voz muy débil.

–OAX5C llamando urgente. Cambio.

–Aquí le responde OBR7B. Cambio.

–Esta es una transmisión de emergencia desde la Prefectura de Abancay. No podemos comunicarnos con Lima por una avería en la antena. Quien nos escuche favor retransmitir nuestro mensaje a Lima. Cambio.

–Aquí en Alfapata los escuchamos bien. ¿Cuál es el mensaje? Cambio.

–Favor comunicar a las autoridades que hemos sufrido una avalancha de lodo y piedras. Hay numerosos muertos, centenares de heridos y la destrucción de muchas viviendas. Cambio.

–Entendido, cambio.

–Aquí OBR7B llamando a Lima, urgente. Cambio.

Luego de varios minutos de insistir, logramos comunicarnos con un radioaficionado.

–Contesta OBRZ9 desde Lima. Lo escuchamos, cambio.

–Hay una emergencia en Abancay. Favor comunicar a las autoridades que una avalancha ha afectado gran parte de la ciudad, se necesita ayuda urgente. Cambio.

–Oiga niño, esto no es un juego. Los niños no pueden jugar con estos aparatos ¿Acaso tu padre no te ha informado que hacer bromas por radio es un grave delito? Por esta travesura tu papá puede ir a la cárcel. Cambio y fuera.

Seguí llamando, por si acaso. Todos los que me escuchaban pensaban lo mismo, que se trataba de un niño travieso jugando con el radio de su padre. Probé nuevamente, pero, esta vez le pedí al cuidante de la hacienda que sea él quien hable. No fue fácil convencerlo hasta que accedió y se lanzó el mensaje.

–Entendido, en este momento comunicaremos a toda la red de radioaficionados del país, para que se haga un puente con Abancay. Manténgase en contacto por favor. Cambio.

–Si señor, quisiéramos que…

Lamentablemente, el l radio dejó de funcionar porque la batería se había agotado completamente. Y como ya se había cumplido con enviar los mensajes, resolvimos seguir viaje. Luego de darle un empujón al camión arrancó. Todos lanzaron hurras como si hubiéramos logrado un triunfo.

Mientras íbamos me acordaba de mi madre y mis hermanos. El solo hecho de imaginar que algo grave les pudiera haber ocurrido a pocos meses del fallecimiento mi padre, me tenía con los nervios en punta y una angustia que me apretaba el corazón.

Y, no obstante que faltaba muy poco para llegar a Abancay, el viaje desde Alfapata me pareció interminable. El chofer ni yo queríamos hablar para no interrumpir las oraciones de mi abuela quien, con el rosario entre sus manos, se encomendaba a todos los santos. El chofer, que parecía una cotorra cuando manejaba, ahora estaba mudo y con los ojos clavados en la carretera, pensando también en su familia.

Llovía a cántaros y la carretera estaba muy resbaladiza.

A la entrada a Abancay el cuadro era dantesco. Damnificados que pedían auxilio, padres que buscaban a sus hijos, brigadas de hombres que trataban de tender un puente para que la gente pueda pasar de un lado a otro, cadáveres cubiertos de barro en la orilla y animales muertos que eran arrastrados por las aguas. Todo era un caos.

A duras penas logramos pasar por un puente de palos que los brigadistas habían tendido para facilitar el paso de los damnificados. Para evitar que nos resbalemos y seamos arrastrados por el lodo tuvieron que atarnos con una cuerda a la cintura. Y apenas logramos salvar la riada apreté el paso para ir en busca de mi madre y mis hermanos. El chofer hizo lo mismo yéndose por su lado para indagar por su familia, mientras mi abuela, por su avanzada edad, cruzó caminando lentamente la ciudad, desde El Olivo hasta la casa de mi madre.

A lo lejos se escuchaba las rogativas de las campanas de la catedral, que muy pocas veces se tocaban. La última vez que se escuchó en la ciudad ese lastimero sonido había sido después de un temblor muy fuerte que sacudió la ciudad.

Sorteando los riachuelos que se desplazaban por las calles, por la torrencial lluvia, llegué a la casa de mi familia y comencé a llamar a gritos a mi madre, pero nadie me respondió. Al ver que las puertas estaban cerradas me senté bajo una palmera para descansar y me eché a llorar imaginando lo peor. A los pocos minutos llegó mi abuela. Un vecino que corría alcanzó a decirnos que a lo mejor mis abuelos se hallaban en uno de los campamentos que se habían instalado en la parte alta de la ciudad. Uno estaba en Condebamba, cerca del cementerio y el otro en las faldas del Quisapata. Sin pérdida de tiempo nos dirigimos a esos lugares, pero tampoco pudimos hallarlos.

Se hacía de noche y la lluvia seguía cayendo. No nos quedó otra cosa que buscar un lugar dónde pernoctar porque en los campamentos ya no cabía ni un alma. Fue cuando alguien sugirió que vayamos por sí acaso al hospital y a la morgue. Al escucharlo casi me da un infarto. En ese momento un policía premunido de un altavoz decía que nadie podía volver a la ciudad y quienes no habían logrado ubicarse en los campamentos se vayan a buscar albergue en las casas de algún familiar o un amigo.

En medio de mi desesperación me acordé que cerca de la casa de mis abuelos, se hallaba la vivienda de don Valentín Reynoso, amigo de mi familia.

¡Don Valentín! ¿Me oye? ¡Soy el nieto de la señora Adelina!

Nadie me respondió. Insistí una vez más.

Don Valentín. ¡Por favor, conteste!

La casa estaba a oscuras, sin embargo logré observar que alguien se acercaba a una de las ventanas del segundo piso alumbrándose con una vela.

– ¡Mamá!

–Hijito, esto es un milagro. Dios ha oído mis oraciones.

Ambos nos estrechamos en un abrazo en medio de un mar de lágrimas, mientras mis hermanos, tíos y otros familiares que habían despertado por el ruido, salieron apurados portando cada uno sus propias farolas para iluminarse.

Aquel aluvión, ocurrido el 5 de febrero de 1952 fue una de las peores tragedias que le pudo ocurrir a Abancay. Aunque en verdad, más fue el susto que las pérdidas materiales. Por esa razón, a los pocos días, sus habitantes empezaron a restañar sus heridas y a reconstruir sus viviendas.

Antes del 28 de abril, fecha del Aniversario de Abancay, autoridades y pueblo en general, decidieron voltear definitivamente aquella página oscura, con una gran conmemoración.

La llegada del circo puso el toque de alegría que le faltaba a la ciudad porque con solo observar la instalación de la carpa y ver, aunque sea de lejos, a los leones y otros animales, los niños cambiamos nuestras penas por sonrisas.

Aumentó nuestra alegría al ver a los trapecistas, payasos y bellas muchachas desfilando por las principales calles con sus trajes de luces para hacerle propaganda al estreno. Sin embargo, para los empresarios, al parecer, esto no fue suficiente porque también mandaron empapelar las paredes de las casas con afiches multicolores, además de repartir volantes con las fotos de las chicas, vestidas brevemente con trajes de luces.

Con semejante publicidad era casi imposible dejar de asistir a una de las funciones, aunque sea a las de gancho, que generalmente se programaban para los últimos días.

Para estas fiestas, también llegaron equipos de fútbol de Ayacucho, Cusco y Andahuaylas con el objeto de participar en un cuadrangular con el Miguel Grau, oncena ligada a uno de los más antiguos y prestigiados colegios de la Ciudad. Con este motivo, durante una semana el estadio El Olivo fue escenario de los más emocionantes encuentros, asegurándose una buena recaudación..

En las fiestas de Aniversario tampoco faltarpn los desfiles cívicos y las corridas de toros. Por esa razón ya no había un solo sitio dónde colocar carteles de publicidad porque, además de estos anuncios, en las fachadas de las casas también se pegaba la propaganda de las tómbolas y las kermeses.

Por disposición municipal, ese año la ceremonia central se llevó a cabo en la plaza de Armas, donde el Alcalde premió con diplomas de honor a quienes habían tenido una destacada participación cívica después del aluvión. Y entre ellos, de manera sorpresiva fue invitado a subir al estrado el dueño de la hacienda, para entregarle un diploma de honor “por haber hecho el enlace radial que permitió la ayuda a los damnificados”.

El hacendado, que hasta ese momento creía que lo habían invitado a la ceremonia en su condición de vecino notable, al escuchar que estaba en la lista de los homenajeados no salía de su asombro.

Pero los más sorprendidos fueron el cuidante de la hacienda y los trabajadores. Lamentablemente ninguno de ellos podía protestar, por temor a las represalias del hacendado. Tampoco yo, había prometido al cuidante mantener en secreto todo lo ocurrido. Al final, terminamos dándonos un abrazo y nos despedimos.

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