Una mañana con sol de abril, cargando huiros picados por el tancayllo -que son más dulces y codiciados por los pikis-, recogidos en el potrero de Occopata, en Lambrama, tropecé con una patakiska tirada que había caído del cerco empujada por un kuchi que merodeaba en busca de pasto, choclos y “delicias” dejadas por niños lugareños.
“Ayayau, caraju” exclamé alarmando a Genaro, el mayor de los hermanos Gómez, que comandaba la ‘operación cosecha de huiros’. La espina de la patakiska, acerada, filosa y dura, a pesar de su delgadez, había atravesado con facilidad la lona de la zapatilla que llevaba puestas. Una cabeza del cactus, como una bola pequeña con sus espinas direccionadas hacia todos lados, estaba incrustada en mi pie derecho causando un dolor insoportable.
Mi primera reacción fue tirar patadas al aire, buscando que el intruso se desprenda. Mala idea. La kiska se aferró aún más a la zapatilla y sentí cómo un aguijón inmisericorde se clavaba en mis pies pequeños. Me senté en el pasto, esperando el apoyo de Genaro.
Con extremo cuidado retiró la penca de la zapatilla y en el jalonazo sentí un ligero crack, señal que la espina se había quebrado. Sentí calor y frío al mismo tiempo. La punta de la kiska horadaba mi pie. Mi imaginación volaba. “Alamerda, caraju, voy a quedar wistu (cojo)”, pensé recordando otros percances.
Patakiska, utilizado como cerco en Lambrama.
Con ayuda de mi hermano retiré la zapatilla y medias. Una puntita de la espina asomaba en el centro de un punto rojo que comenzaba a inflamarse. Cojeando y con un pie descalzo apuramos el paso hacia la residencia de Tomacucho. La bajada a trancos por las escaleras de Chucchumpi parecía un suplicio. Cortamos camino por Yarccapata, por la vivienda del tío Goyo. A pesar del dolor, los huiros seguían en mis brazos.
La abuela Higidia, delgada y espigada, con su eterno mantón de dos colores y su sombrero, también eterno, estaba en casa. Me miró preocupada y al ver mi drama, se afanó en buscar un hilo canuto negro. No había o no se acordaba dónde lo tenía. Entonces, miró hacia el patio donde estaban los caballos y mulos retozando, a la espera de sus caronas para la cosecha de choclos en el prodigioso maizal de Itunez.
Pidió a Genaro arrancar un par de pelos o crines de la cola del Chilingano, un caballo alto, dócil y de porte, que era el engreído para las ensilladas de Laureano, mi señor padre. Yo sentado en la puerta de la cocina, en un pellón de lana, ubicado sobre una piedra liza empotrada en el piso, miraba con atención la cara preocupada de la abuela.
Me gustaba observar con detalle su rostro, que dibujaba puntos y cicatrices uniformes, por la secuela del sarampión. Su cabello largo y ondulado en trenzas permanentes, su caminar pausado, jalachaki; su hablar ligero, casi entonando las palabras en quechua dulce y tierno, me atraían, al igual que sus lawas sazonadas con asnapas de su propia huerta. Ahí tenía a la abuela, pegada a mi adolorido cuerpo, recurriendo a las mañas de los antiguos para extraer la patakiska de mi pie.
“Ama wajankichu, ñiñucha” me dijo acariciando con manos sedosas mi rostro húmedo por las lágrimas y el sudor. “Va a doler un poco, pero es mejor retirarlo, antes que la espina avance hacia tus huesos”, me advirtió siempre en quechua, elevando la alarma.
Y es que la espina de patakiska no es cualquier espina. No es como la del tankar que se quiebra al primer contacto, o de la tuna que es fácil de retirar, tampoco de la siraka, que apenas raspa y hace heridas superficiales. La patakiska es un sable sin funda que al contacto con la piel ingresa como un dardo o una sierra, y avanza como si tuviera vida propia. Se dice que, en una a dos semanas, si es que no es extraída a tiempo, traspasa el pie dejando un forado con heridas y supuraciones que pueden ser riesgosas. Es una espina que exige respeto.
La abuela ya tiene dos cerdas de caballo, uno a uno las va frotando con suavidad y a falta de alcohol en un botiquín inexistente, acude al kreso que Laureano tiene para curar las ‘matas’ o heridas de sus caballos, con el que embadurna el hilo sanitario. Es un desinfectante casero de extrema confianza.
Las manos de la abuela se convierten en pinzas que enlazan el pelo y, formando una cuerda con nudo corredizo, busca al tacto, la odiosa espina para capturarla ensartándola. Uno, dos, tres intentos y nada. La escucho murmurar pidiendo a Dios, a los Apus, que guíen sus manos.
Sus ojos pardos bien abiertos, no pestañean. Están fijos sobre mi pie. Sus manos no cesan de frotar el pelo de Chilingano. De pronto, siento un aguijón y temblar mi pie. Mis manos empuñadas se aferran a la pollera de Higidia. “Gracias, taitay” exclama la abuela y me muestra un ridículo pedazo de patakiska atado a la soguilla de pelo ensangrentado. Un poco de kreso sobre la herida y listo.
Realmente una experiencia dolorosa y traumática, por lo que en adelante patakiska que veía en el camino a las chacras, en los cercos de las huertas, en las paredes de las viviendas del pueblo, era patakiska que debía rodear o mirarlo apenas de reojo. Achachau, que miedo.