Jueves Santo: entre lavatorios, traiciones… y azotes redentores.
El Jueves Santo no es un día cualquiera en el calendario católico: es una fecha de honda resonancia espiritual, donde se entrelazan la devoción, el misterio y, cómo no, la traición.
Se conmemora la Última Cena, aquel momento íntimo y dramático en el que Jesús compartió el pan y el vino con sus discípulos, transformándolos en cuerpo y sangre.
Una cena que más que cena, fue preludio de tormenta. Allí no solo se instituyó la Eucaristía, sino también el amor como mandamiento supremo.
Y mientras el Maestro lavaba los pies de sus discípulos –aquellos mismos que horas después lo abandonarían como si nunca lo hubieran conocido–, nos daba una lección que seguimos sin aprender: que el poder está en el servicio, y la grandeza en la humildad.
Jesús, ese hombre que habló con parábolas, perdonó a prostitutas y reprendió a fariseos, terminó aquella noche orando en el huerto de Getsemaní, sudando sangre y sintiendo el peso del mundo en su alma.
Fue ahí donde lo atraparon, vendido por un beso frío, similar a esos de traición política qué ahora abundan en el congreso.
Y hablando de traiciones y tradiciones, hay una costumbre que hoy suena a cuento de abuelas con cinturón: la del chicotazo piadoso. Sí, en muchos hogares, al amanecer del Viernes Santo, los padres nos despertaban a los hijos con suaves azotes simbólicos, en memoria del sufrimiento de Cristo. Era como decir: “Buenos días, hijo. Hoy recordamos que Jesús sufrió por nosotros… Y ¡Zas!, a rascarse la colita”.
Es que, algunas mamás castigaban de veras, pues aprovechaban para ajustar cuentas con los más bandidos, esos que estaban siempre en «modo travesura».
Un tío mío –con más mañas que Judas– una vez evitó los azotes acostandose desnudo. Su buena madre, al descubrirlo, soltó un grito y se tapó los ojos, y él salió volando por la ventana, como alma que lleva el diablo. Pero al año siguiente, la buena señora, ya curtida en guerras santas: lo ató de un tobillo a la cama mientras dormía. El intento de escape fue frustrado, y mi tío recibió la soberbia paliza que merecía, que lo hizo meditar hasta Pentecostés.
Hoy, esa tradición ha quedado en el olvido. Tal vez para bien. Pero no deberíamos olvidar el fondo del mensaje: entender con el cuerpo, el alma y la conciencia el dolor ajeno, y caminar por la vida con algo más de empatía y mucha menos soberbia.
Porque seamos claros: más que rituales pasados, lo que nos urge es una fe viva, comprometida, coherente.
Un cristiano que va a misa pero soborna al funcionario, o esas que rezan el rosario y luego envenenan a la vecina con chismes, son peor que Judas con megáfono.
En un mundo donde la corrupción se pasea impune por los palacios del poder, donde las promesas se venden por contratos y las conciencias se alquilan al mejor postor, el verdadero acto de fe es vivir con decencia, hablar con la verdad, y actuar con justicia.
Que no se nos llene la boca de Dios mientras las manos se nos ensucian con sobornos.
Jueves Santo nos recuerda que Jesús lavó pies, no se los besó al poder. Que repartió el pan, no los contratos. Y que fue traicionado por una moneda, como tantos pueblos lo son hoy por quienes juraron servirlos.
Vivamos la semana santa como verdaderos católicos, con reflexión y recogimiento, eso es Semana Santa, más que las tradiciones y costumbres culturales.
Comer 12 platos en Jueves Santo, más que tradición, es gula. Esa costumbre proviene de ofrendar un plato por cada uno de los apóstoles, como una forma simbólica de acompañar a Jesús en su pasión. Los platos suelen ser a base de vegetales, legumbres, pescados y postres, evitando carnes rojas en señal de penitencia y respeto. Aquí, los complementamos con muchos y deliciosos postres. ¿Pero eso es penitencia, es fe, o solo una celebración cultural?.
Más que palabras bonitas, necesitamos actos valientes. Más que comilonas necesitamos ayuno. Más que rezos largos, necesitamos manos limpias. Y más que azotes simbólicos, urge una buena sacudida moral.
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