BAJO LA SOMBRA DEL AMPAY

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Reinicio

A pie, subo hacia Abancay por la antigua carretera de San Gabriel. A mis espaldas queda el valle. En su hondura, el Pachachaca golpea la tierra para recordarle que aún está viva. Más arriba, el Ampay duerme envuelto en sus sábanas de nubes. Se oculta como huyera de sí mismo.

El valle parece cansado, gastado por demasiados soles, soportando a los humanos. Sobre la pista, los hombres se apresuran en sus carros, obligando al tiempo a correr o a detenerse. Todo está lleno de urgentes carreras.

Mientras avanzo, descubro que aquello que miro es el reflejo de mis propios vaivenes. Me pregunto si existe algo firme, aquello que no se deshace con el tiempo ni se diluya con las prisas. ¿Existe un claro secreto en el que la vida se vuelva quietud? ¿Un trozo de cielo reservado para la serenidad?

Las bellezas que tocan los sentidos pasan como neblinas: se dejan ver y, enseguida, se evaporan. En cambio, lo que capta la inteligencia —la verdad, el bien, los principios que sostienen el mundo— permanece intacto, porque no es criatura del tiempo sino del orden silencioso y eterno.

 

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A veces siento que mi existencia es como esas nubes que enrojecen al atardecer: hermosas, sí, pero condenadas a desaparecer sin dejar huella. Mi aliento, mis silencios, mis gritos… se van consumiendo como las brasas del fogón, para dejar paso a la noche oscura. ¿Es la vida un soplo extraviado en la inmensidad? Frente a la eternidad, apenas alcanzo a ser un destello.

Y, sin embargo, cuando el Amor aviva mi luz interior, hasta lo pequeño se vuelve noble, bonito y el mundo se hace respirable, amable, sagrado.

Cuando viene la oscuridad, cuando el odio o la pesadumbre gobiernan, la vida se llena de precipicios como los abismos de Karkatera: de vértigos que no llevan a ninguna parte.

Me pregunto qué hago en el mundo. Cumplo un rol, sí; interpreto un papel en un teatro que no he escrito. Llevo máscaras tejidas por mis títulos y mis triunfos, como si el parecer fuera capaz de sostener al ser. “¿Eres o te haces?”, me dijeron una vez. Callé, porque la pregunta ya contenía la respuesta que más temía.

En las grandes ciudades —y también en Abancay cuando llega la hora punta— los hombres fluyen como los ríos. No se reconocen entre sí. Corren sin verse. Yo también corro, y en esa carrera voy perdiendo mis raíces, mis motivos, mi autenticidad. La velocidad arranca los pensamientos; las prisas desfiguran la reflexión… De todos modos, el activismo frenético no es un motor: es un enemigo antiguo que acecha la paz del espíritu.

Me cubro con capas para ocultar mis temores; mis máscaras son neblinas que esconden mi Ampay interior. He callado cuando era tiempo de hablar, y esas palabras mudas duermen como piedras ocultas bajo la arena. También he hablado sin medida, y mis frases —duras como cantos rodados— han herido desde la altura de mi torpeza. A veces pienso que mi esencia se ha quedado atrapada en aquello que nunca dije. Tal vez deba aprender a escuchar el silencio que me habita. ¡Dicen que el silencio es la voz de Dios!

Pero la realidad duele cuando, rodeado de multitudes, uno descubre que está solo. Los rostros tensos —también el mío—, que me cruzan, cargan dolores invisibles. También yo guardo zonas oscuras donde la razón no llega. Balbuceo lo indecible, como quien intenta nombrar un secreto que no pertenece al lenguaje… ¿No es cierto que gran parte del ser y de la existencia se nos escapa y permanece sin ser conocida?

Veo rostros que respiran lo absurdo y me pregunto: ¿hacia dónde acelero yo? Y siento tan cerca la tentación de adelantar mi encuentro con Él.

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