Faltan veinte minutos para las once de la noche, hora en que las diestras manos del tío Mario Gamarra, bajarán el interruptor que carga energía desde Plantawasi, iluminando calles y casas del pueblo. El viento serrano, frío y constante, silba con fuerza sacudiendo las ramas del viejo layan que custodia el gran patio de la casa de Tomacucho.
Al costado, dentro de la huerta familiar, eucaliptos y nogales participan del baile impulsado por la naturaleza, en un vaivén rítmico interminable de sus frondosas copas. El cielo encrespado amenaza con soltar sus lágrimas, convertidas en chaparrón de lluvia, mientras la correntada cristalina de las aguas del río Lambrama, entona huainos y jarawis, con fondo del “tarán tarán” de las piedras y rocas que son arrastradas desde siempre. Al frente, desde su majestuosidad, el Apu Chipito, enchalinado con nubes oscuras, vigila a su pueblo.
En el Llantawasi, cuarto grande que guarda los leños de la vida y custodia gallinas y patos enjaulados, las ponedoras cacarean alborotadas advirtiendo que en breve les cubrirá la oscuridad.
Entre tanto, aprovechando la visibilidad que les permite los focos amarillentos de la Despensa, habitación grande donde se guardan herramientas y cahuitos de papa, maíz y cereales, los hermanitos Alfredo, Rafael y Efraín, con ayuda de Agapito ultiman, en secreto, detalles para una aventura que los convertirá en “millonarios”.
Dos picos, una pala, y una barreta, porsiacaso, están a la mano, al igual que una alforja con velas, incienso, hojas de coca, cañazo y cigarrillos Inca. Un chakuallqo, desarraigado de sus propietarios, vecinos de Chacapata, se solaza comiendo pedazos de pan, sin imaginar lo que se viene, lo que se le viene.
Rafael, de doce años, es el más entusiasta. Asegura haber visto, noches atrás, una flama ardiente en un lugar específico del camino cerca al roquedal de Ukuiri, en donde dejó un par de piedras, como señal que permitirá llegar sin tropiezos a la carga de oro y plata, que arde de color rojiamarillo, en las noches de luna llena.
La jornada nocturna de los hermanos está programada a buscar un gran tapado, esa alegoría a la riqueza que los paisanos sueñan encontrar para cambiar el nivel de sus vidas, para volverse millonarios, “como muchos del pueblo ya lo han hecho”.
Enfundados en ponchos nogal de vistoso tejido, los hermanos salen de la casa de Tomacucho en silencio, evitando pisar guijarros o piedras pequeñas que los delataría ante su padre, don Laureano, que ya duerme en su cuarto de los Altos.
Agapito, joven servicial y amical con los menores, también contagiado por el entusiasmo de los “futuros millonarios”, carga los picos y se pone la alforja sobre los hombros. Se dirigen río abajo por un camino de herradura que les evitará cruzar las calles y la plaza del pueblo, que aún se ilumina con las últimas luces de Plantawasi.
En menos de quince minutos ya están sobre la vera del camino cerca de Ukuiri, que esconde la riqueza milenaria, enterrada por los gentiles, por los Incas, hace muchísimos años, en cofres de barro, también milenarios.
En silencio, conversando con miradas y señas, alumbrados por una pequeña linterna de luz blanquecina, buscan las piedras y apenas las encuentran, activan picos y pala, horadando la base de una enorme piedra que esconde el oro y la plata de los sueños. Antes, Agapito ensaya, ceremonioso, algunos rezos en quechua y encendiendo las velas quema el incienso y hojas de coca, y lanza una bocanada de cañazo sobre las piedras, como ofrenda o pago a la tierra.
Los pikis, se envalentonan y para darse fuerza y valor, engullen de un trago, sorbos de cañazo curado, extraído de las reservas de Laureano. Los cigarrillos se encienden, pero son arrojados a la primera pitada, ganados por una tos seca que amenaza con asfixiarlos.
El hueco ya supera el medio metro de profundidad y es hora de entregar un cuerpo vivo a la Pachamama que custodia el oro de los sueños. El chakuallqo, es enterrado vivo y tapiado con piedras y tierra. Curiosamente ni un solo ladrido, pareciera que sabe no tener alternativa.
Los picos van y vienen sobre la tierra. El hoyo sigue creciendo. No hay llamaradas, no hay visos de la riqueza. No hay vasijas. No hay oro ni plata. Solo sudor y ansiedad en los menores. El tapado soñado sigue siendo un sueño. Derrotados en sus afanes de riqueza, se rinden luego de casi dos horas y regresan al pueblo, sin pena ni gloria. Se animan con ir otra noche a Qaraqara, a Utawi, donde hay restos preincas y “seguro habrá tapados”.
Llegan a casa y cada uno a su cama, siempre en silencio. Derrotados, pero extasiados por la aventura, proyectan averiguar cuál es el mecanismo que permita llegar hasta un tapado. Un tapado de riquezas que los convertirá en millonarios.
En la mañana, sorprendidos se cruzan con el chakuallqo, en la misma puerta de la Despensa. Había escapado sano y salvo del hueco donde fue enterrado. Siempre leal, el perrito miró a sus verdugos sacudiendo la cola, en señal de amistad perruna.
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