CACALLAU MI HIJITO

por Ibo Urbiola
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Reinicio

A nosotros nos contaron que en los amaneceres del viernes santo, nuestros abuelos despertaban a nuestros padres con algún latigazo para compartir el dolor de Cristo por nuestros pecados. El “resacuy” de la antigua costumbre, continuó -medio en broma y medio en serio- en nuestra generación. Era la oportunidad de darle un par de correazos correctivos al hijo que se estaba portando mal, arropados en la inmunidad le daba a nuestros padres la costumbre heredada de la antigua Semana Santa de nuestros ancestros.

“Vamos a Illanya?”. Ya siendo adolescentes y jóvenes la inquietud era ir a la Capilla del Señor de Illanya, a las afueras de la ciudad de Abancay, en un recorrido por un camino estrecho. Obviamente, la sana costumbre de la oración y la reflexión, se distorsionaba a partir del sorbo de trago para el frío, y los latigazos que eran reemplazados en la chacota de los desadaptados jóvenes, por palos de huarango y hasta por la temida ortiga, que en contacto con la piel producía escozor y granos rojizos e incómodos.

La Semana Santa eran días especiales. En Abancay de los años ochenta, las procesiones pasaban por la casa donde vivía con mi familia en la calle Unión. Vuelve en el recuerdo de esas noches, la singular voz del padre Miguel para decir “Nos detenemos para la oración…” o para iniciar las canciones, que todos habíamos aprendido, incluso en quechua cuando entonábamos en coro “Apu Yaya Jesucristo…”. Sólo el miércoles de esa semana, salían dos procesiones, una desde la Capilla del Señor de la Caída y la otra desde la Catedral, para producir “el encuentro” entre Jesucristo y la Virgen María.

Abancay seguía siendo una ciudad de costumbres especiales. Los doce platos del viernes santo, adornaban las mesas familiares con la infaltable “sopa viernes” y los postres con sabor abanquino como la mazamorra de harina de costal que las mesas opulentas y también las pobres, tenían indistintamente.

Al igual que en los colegios, en los barrios hubo una época en que no había distinciones y todos éramos amigos. A veces llegaban nuevos vecinos, como la doña Justina y su hijo Rubén, que habían llegado de una comunidad cercana a Curahuasi, el distrito de Abancay en el camino hacia el Cusco. “El Rubico”, como lo conocíamos, era adolescente como nosotros y aprendió a ser travieso y callejero. Siempre ponía en aprietos y de mal humor a su mamá, que salía a la calle con el látigo para esperar su regreso, cuando iba a la tienda por algún mandado y se le encontraba jugando a tiros en “la prevo”, la escuela cercana que en los días que no había clases y en vacaciones era el lugar de nuestros juegos.

La doña Justina venía de la costumbre de los latigazos en la madrugada del viernes santo. Y ante el testimonio de nuestro amigo, Carlos, que era también vecino le pidió que le acompañara a su chacra a las cuatro de la mañana, para escapar del “resacuy” de su mamá. Esa mañana, mientras jugábamos en la calle, veíamos de rato en rato salir a la doña Justina con algún objeto contundente en la mano preguntando por su hijo: “Han visto al Rubicucha?”, nos decía, y ante nuestra respuesta negativa, la escuchábamos al regresar a su casa, profiriendo alguna nueva amenaza: “Cuando vuelva le voy a pisar la lengua!!!”, decía furiosa.

Debió ser cerca del mediodía, cuando la nueva salida de la doña Justina, coincidió con la aparición de su hijo por la esquina. Ella sostenía un palo de leña en sus manos y nuestro amigo Rubico, sostenía dos calabazas grandes en sus hombros, el regalo de Carlos por haberle acompañado a la chacra. Toda la furia de la doña Justina cedió el espacio a la frase maternal más compasiva: “Cacallau mi hijito, por qué has salido sin tomar desayuno?, ven a comer papito que ya está el almuerzo”.

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