CANTO A LA MADRE

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Desde los rincones más silenciosos de los valles andinos hasta el centro tumultuoso de las grandes ciudades, se alza un canto sin nombre y sin partituras, un canto maravilloso que nace del alma colectiva de la humanidad: el canto a la madre.

En el Perú, se festeja el segundo domingo de mayo, pero en realidad no es un evento con fecha señalada. Algunos comerciantes le asignaron ese día para impulsar sus ventas, pero la verdad es que merece celebrarse a diario, en cada amanecer y cada ocaso, pues ellas, guardianas eternas del amor, lo merecen en cada respiro del tiempo.

Es el susurro que todos llevamos dentro, la melodía primigenia que acompaña el paso de nuestros días y sostiene el ritmo de nuestros corazones.

La madre representa lo más sublime, lo más noble, lo más hermoso que existe bajo el manto del cielo. Como la Virgen María, que en su silencio sagrado sostuvo con ternura infinita al Hijo de Dios, cada madre del mundo sostiene entre sus brazos su propio milagro, su cruz y su esperanza, tejiendo con hilos invisibles el destino de la humanidad.

 

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La madre maestra que se acicala cada mañana para dictar sus clases con entusiasmo infinito o viaja hacinada en precarios vehículos, monta a caballo o camina kilómetros entre cerros escarpados para llegar a su escuela de adobe, donde enseña con el alma encendida. Aunque el sueldo le llegue tarde y muchas veces recortado, sigue sembrando futuro en las mentes más jóvenes.

La madre médica o enfermera, que tras velar por extraños y mitigar sus dolores, regresa a casa con los pies hinchados y los párpados pesados, pero siempre encuentra en las profundidades de su corazón las fuerzas para animar a sus hijos, atender sus necesidades y preparar con esmero sus alimentos como quien elabora pócimas de amor.

La madre campesina que con las manos agrietadas por el duro trabajo de la tierra, amasa el pan de la mañana mientras canta huaynitos al maíz que desgrana con paciencia. Sabia y callada, no necesita leer pergaminos para enseñar sabiduría. Su universidad son las lunas cambiantes, sus libros el cielo estrellado y la tierra fecunda que conoce como las líneas de su propia palma.

La madre joven que lucha contra los prejuicios con la fiereza de una leona, que madruga para estudiar envuelta en sueños, trabaja horas interminables y aún así sonríe con inquebrantable dignidad. Y aunque todo falte en su hogar humilde, el amor siempre abunda como manantial inagotable.

La madre migrante, que desde un cuarto alquilado en una ciudad lejana, envía abrazos invisibles que cruzan fronteras y remesas que sostienen los sueños de los hijos que dejó atrás, guardando sus lágrimas para que no mojen las cartas que escribe cada domingo.

La madre oficinista, que cumple con destreza su jornada entre papeles y decisiones, equilibra el mundo con la elegancia de quien sabe amar y responder. Sus manos, tejedoras de informes y danzarinas sobre el teclado durante el día, al anochecer se transforman: acarician frentes infantiles, arropan sueños y bordan constelaciones en la penumbra. Porque sus hijos, con ojos encendidos de esperanza, la esperaron como se espera el sol tras una larga noche.

La madre comerciante, que se alza con el alba cuando el mundo aún duerme, lleva en sus manos la esperanza envuelta en humildes mercancías; y en cada venta deposita un sueño, porque su faena no es por riqueza, sino por amor: el pan de sus hijos y el abrigo de su hogar.

La madre barrendera, invisible para los ojos distraídos, pero heroína silenciosa de cada amanecer urbano, que limpia el mundo para que otros caminen sin ver sus huellas.

La madre anciana, cuyos cabellos plateados guardan canciones de cuna y secretos de generaciones, cuyas arrugas son las huellas de los sufrimientos que enfrentó calladamente, cuyos ojos, ya cansados por el paso inclemente de los años, siguen vigilando con un amor que trasciende el tiempo y el espacio.

Cada una, desde su particular universo, forma parte de este canto inmenso que no conoce idioma ni frontera. Un canto que no se escucha con los oídos mortales, sino con las fibras más sensibles del alma.

Porque madre no es solo quien da la vida en un instante glorioso, sino quien la entrega gota a gota, día tras día. Quien ama sin medida ni condición. Quien enseña sin necesidad de palabras. Quien se priva del pan en su boca para ponerlo en la de sus hijos, Quien espera sin exigir retribución alguna.

Y es que el amor de madre no necesita ser comprendido en su inmensidad, basta con sentirlo como se siente la luz del sol sobre la piel.

Es el reflejo más puro del amor divino, hecho carne palpitante en brazos que cargan pesares ajenos, ojos que consuelan con una mirada, labios que rezan en silencio y manos que acarician convirtiendo el dolor en sosiego.

Hoy, desde este pueblo andino, donde el aire aun lleva aromas de eucalipto y pan recién horneado en hornos de barro, se eleva como plegaria este canto por todas y cada una de las madres del mundo. Por las que están entre nosotros y las que ya partieron dejando su huella indeleble, por las que luchan cada día contra la adversidad, por las que callan su propio dolor, por las que lloran en la soledad de la noche y por las que ríen iluminando la comunidad entera.

Este es el canto eterno a la madre:
Eterno como el ciclo de las estaciones.
Invisible como el aire que nos da vida.
Invencible como la esperanza que renace cada mañana.
Como el amor infinito que lo inspira.

Desde la casa editora de Peruanísima, elevamos nuestro homenaje más sentido y profundo para todas las madres que sostienen el mundo con sus manos incansables.

¡Que la gracia divina las bendiga por siempre y las cobije bajo su manto protector!

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