CARTA DE AMOR A UNA CIUDAD QUE NO SE RINDE

Hay ciudades que nacen con vocación de postal turística, todas emperifolladas y listas para el flash de la cámara, esperando que el turista las admire y se marche rápido. Hay otras, las nostálgicas, hechas de piedra y memoria, que son hermosas sin proponérselo, con calles que huelen a historia y a domingo eterno, donde las tardes se quedan conversando en las esquinas como viejas comadres que no tienen prisa porque el tiempo allí camina descalzo. Están también las modernas, llenas de amplias avenidas que no llevan a ninguna parte, llenas de gente apresurada, bien vestida aunque a veces mal comida, y edificios de cristal donde la gente trabaja sin saber muy bien para qué. Y luego están las otras, esas que huelen a pan recién horneado y a tradición, rodeadas de bucólicos paisajes y adornadas por sonrisas, que sobreviven a todo —al olvido gubernamental, al caos administrativo y a los malos gobernantes que prometen el oro y el moro pero apenas entregan el cobre y el burro— con una dignidad que no cabe en ninguna postal porque su verdadera belleza está en la gente que aún sonríe evitando ver las grietas del pavimento.

Estas últimas nacieron para resistir, para quedarse ahí plantadas como un queñual en la ladera, desafiando al viento que arranca promesas electorales, a la historia que suele escribirse en Lima mirando de reojo a las provincias, y a quien se le ocurra dudar de su terquedad andina. Abancay pertenece a este último grupo, y lo hacemos con una dignidad que ya quisieran para sí muchas capitales que presumen de rascacielos pero carecen de columna vertebral, de esas que tienen metro pero no tienen alma, que tienen centros comerciales pero han perdido el centro.

Porque resulta que nuestra ciudad, que celebra un aniversario más con la misma parsimonia con que un campesino celebra la cosecha —sin aspavientos pero con satisfacción profunda—, lleva en sus venas una historia que haría palidecer de envidia a cualquier novelista que se precie.

Las evidencias arqueológicas ubican los primeros asentamientos humanos en la zona hace más de 9,000 años. Nueve mil años de historia registrada contemplan estos valles, nueve mil años en los que el ser humano decidió que este pedazo de tierra entre montañas era buen sitio para quedarse, para sembrar, para pastorear, para pintar en las rocas esas historias que ahora los arqueólogos descifran con más entusiasmo que nosotros desciframos las facturas del agua y de la luz. Y es que aquellos primeros abanquinos, que ni siquiera sabían que algún día su terruño llevaría ese nombre musical que suena a canto de agua entre piedras, ya intuían lo que nosotros confirmamos cada mañana al despertar: que hay lugares en el mundo donde la vida se empeña en florecer contra todo pronóstico.

Vinieron después los Yanas, los Pocras, los Soras, toda esa procesión de culturas que dejaron su huella en nuestro valle como quien deja su firma en el libro de visitas de una casa que sabe acoger. Cada uno aportó lo suyo: una técnica de cultivo, una forma de rezar, un modo de entender el mundo que no cabía en los estrechos moldes de la simple supervivencia. Y luego llegaron los incas, claro está, con su genio organizador y su manía de convertir el caos en cosmos, de transformar aldeas dispersas en engranajes de un imperio que se extendía como la sombra del cóndor al mediodía. Abancay se integró en esa maquinaria con la flexibilidad del sauce que se dobla pero no se quiebra, conservando su esencia mientras aprendía las lecciones de los nuevos tiempos.

La llegada de los españoles trajo, como era de esperarse, más ruido que cordura. Aquí se mataron entre ellos los seguidores de Almagro y Pizarro, en una de esas disputas fratricidas que caracterizan a quienes conquistan tierras ajenas y luego no saben cómo repartirse el botín sin acabar degollándose mutuamente.

Uno imagina a nuestros antepasados observando el espectáculo con ese estoicismo andino que sabe que las tormentas pasan pero las montañas permanecen. Y permanecieron, en efecto, hasta que el 18 de enero de 1572 alguien decidió que aquel asentamiento merecía un nombre pomposo —Villa Santiago de los Reyes de Abancay, nada menos— y el reconocimiento oficial de una corona que estaba demasiado lejos para entender realmente qué significaba vivir en estos parajes donde el aire es delgado y las decisiones tienen consecuencias inmediatas.

La colonia dejó sus genes y su catedral, por supuesto, porque los españoles no sabían conquistar un lugar sin dejar antes una iglesia que atestiguara su paso y su fe. La Catedral de la Virgen del Rosario se levantó en 1645, y ahí sigue, testigo silencioso de bodas y funerales, de procesiones y de esas misas del domingo que reconfortan el alma como un caldo caliente en madrugada helada. Muchos años después, otro español la modificaría, sin que eso haya restado un ápice la religiosidad de un pueblo que ama a Dios. Es curioso cómo los edificios acaban teniendo más memoria que nosotros, cómo sus piedras guardan el eco de oraciones susurradas hace siglos por gentes que tenían nuestras mismas dudas aunque las expresaran con palabras diferentes.

Y entonces, como un trueno en medio de la modorra colonial, llegó 1781 y con él la figura luminosa y terrible de Micaela Bastidas. Imagínense ustedes a esta brava mujer tamburquina, criada en estos valles, conocedora de cada sendero y cada quebrada, decidiendo que ya bastaba de agachar la cabeza, que había llegado el momento de mirar de frente a los opresores y decirles que no, que hasta aquí nomás habían llegado.

Micaela Bastidas fue una mujer instruida como pocas en su tiempo. En una época en que el saber leer y escribir era privilegio de unos cuantos hombres, ella dominaba la palabra con firmeza y claridad. Su pluma no era adorno, sino arma de mando: escribía órdenes, trazaba estrategias, reclamaba justicia. En cada línea dejaba ver una mente lúcida y decidida, una mujer que comprendía el poder de la palabra escrita para sostener una causa y dirigir un ejército. Allí donde muchos veían solo una esposa rebelde, brillaba una líder que pensaba, escribía y actuaba con la autoridad que nace del conocimiento.

Junto a su marido, Túpac Amaru II, organizó una rebelión que hizo temblar los cimientos del virreinato, y aunque la empresa terminó en tragedia —como suelen terminar las empresas de los justos cuando se enfrentan a imperios—, dejó sembrada una semilla que germinaría décadas después en la independencia. Micaela Bastidas es de esas figuras históricas que merecen más que una estatua en la plaza: merecen que recordemos su coraje cada vez que nos tienta la cobardía, su determinación cada vez que flaquea nuestra voluntad.

Los siglos fueron pasando y Abancay seguía ahí, en su papel discreto pero vital de ciudad de tránsito entre la costa y la sierra, facilitando ese intercambio de mercancías y personas que es el verdadero pegamento de las naciones. Porque una cosa es declarar la independencia con discursos altisonantes y otra muy distinta es construir un país real, con caminos reales, por los que circulen arrieros reales llevando mercancías reales. Y Abancay entendió desde siempre que nuestra vocación no era brillar en el centro del escenario sino hacer posible que el espectáculo continuara, conectando mundos que de otro modo se ignorarían mutuamente.

En ese empeño destacó David Samanez Ocampo, otro hijo de esta tierra que en 1931, cuando el Perú atravesaba una de esas crisis políticas que parecen endémicas en nuestra historia, asumió la presidencia interina con la misma naturalidad con que un bombero entra en un edificio en llamas: sin preguntarse si es prudente, simplemente porque alguien tiene que hacerlo. Convocó a elecciones, estableció un nuevo Estatuto Electoral y devolvió al país algo parecido a la cordura, todo ello con la discreción del que cumple con su deber sin esperar medallas. Los abanquinos lo recordamos con ese orgullo tranquilo de quien sabe que su pueblo ha dado hombres de bien cuando el país los necesitaba.

Pero si hay algo que nos define en tiempos recientes es nuestra comprensión de que sin caminos no hay futuro. La carretera Nazca-Cusco de 1940 fue el primer paso firme hacia la modernidad, pero han sido los proyectos más recientes —el asfaltado de las vías— los que han transformado realmente nuestra vida. Porque una carretera no es solo asfalto y señalización: es la posibilidad de que un campesino lleve sus productos al mercado sin que se le pudran en el camino, es la esperanza de que un estudiante pueda ir a la universidad sin tardar días en el trayecto, es la certeza de que en caso de emergencia la ambulancia llegará a tiempo. Las carreteras son hilos invisibles que cosen el país, y hemos entendido que invertir en ellas es invertir en el futuro de nuestros hijos.

Hoy, cuando Abancay celebra un año más de existencia oficial —aunque en realidad celebramos nueve milenios de terquedad humana—, no podemos sino sentir una mezcla de admiración y esperanza. Admiración por todo lo que hemos sobrevivido: imperios que vinieron y se fueron, guerras civiles, crisis políticas, el olvido sistemático de los gobiernos centrales que siempre miran más a Lima que a las provincias. Y esperanza porque, a pesar de todo, seguimos en pie, seguimos creciendo, seguimos apostando por el futuro con la obstinación del que sabe que rendirse no es opción.

Las ciudades, como las personas, tienen carácter. Y nuestro carácter se forjó en la resistencia, en la capacidad de adaptarnos sin perder la esencia, en el arte de mirar hacia adelante sin olvidar de dónde venimos. Cargamos sobre los hombros el legado de Micaela Bastidas y David Samanez Ocampo, pero no como una carga pesada sino como un manto protector que nos recuerda de qué madera estamos hechos. Y cuando nos asomamos por la ventana y vemos esas carreteras nuevas serpenteando entre los cerros, comprendemos que el progreso no es traición a las raíces sino la manera de asegurar que esas raíces sigan alimentando el árbol.

Y es que el verdadero progreso —el que de verdad importa— no está solo en el asfalto ni en los edificios nuevos, sino en esa transformación interna que cuesta más que cualquier obra pública. Estamos aprendiendo, lentamente pero con firmeza, a sacudirnos de viejas y malas costumbres que nos han pesado como piedras en los bolsillos: a sacudirnos de esa mentalidad conservadora y resistencia al cambio que a veces no nos deja avanzar; del individualismo y la desconfianza mutua que rompen nuestros lazos más elementales; de nuestra deficiente cultura y del desinterés por cultivarla; de la endogamia social que no favorece nuestra integración con el mundo; de la fuga de talento que nos deja sin futuro; del urbanismo desordenado y la falta de visión que nos condenan al caos; de esa expectativa constante de que «el gobierno haga algo», que impide el empoderamiento real de las comunidades; de la codicia excesiva que quiebra valores y nos impide disfrutar de lo conseguido porque siempre estamos mirando con envidia lo que tiene el vecino; y, sobre todo, de ese exceso de festejo que confunde celebración con desenfreno, del gusto excesivo por los brindis y la celebración vacía que nos adormece el espíritu, que es un enemigo silencioso que destruye familias y futuro. Porque mientras convertimos cada mínima ocasión en motivo de fiesta, dejamos pasar las oportunidades verdaderas de cambiar; nos quedamos riendo, pero sin avanzar, satisfechos de poco y resignados a lo mismo.

No es fácil mirarse al espejo y reconocer los defectos propios, pero los abanquinos estamos aprendiendo a hacerlo con la misma valentía con que Micaela Bastidas se enfrentó al virrey. Porque una ciudad no crece solo con cemento y acero, sino con la determinación de sus habitantes de ser mejores cada día, de construir no solo calles sino caracteres, de pavimentar no solo caminos sino voluntades. Y en ese empeño silencioso, en esa batalla diaria contra nuestros propios demonios, es donde se juega el verdadero destino de Abancay.

Porque al final, queridos abanquinos, de eso se trata: de seguir adelante sin perder el alma, de modernizarnos sin convertirnos en una mala copia de otras ciudades, de abrirnos al mundo sin olvidar el valle que nos vio nacer. Nosotros llevamos nueve mil años haciéndolo bien, así que no hay razón para pensar que no seguiremos por el mismo camino. Quizás la esencia del carácter que nos legó Micaela Bastidas se haya dormido, pero en algún momento despertará, y entonces, entonces ya se verá de lo que es capaz un pueblo unido.

Las montañas que rodean nuestra ciudad son altas, es cierto, pero hemos demostrado una y otra vez que sabemos escalarlas. Y cuando lleguemos a la cima —que llegaremos, no lo duden— recordaremos que lo importante no era solo alcanzar la cumbre sino todo lo que aprendimos en el ascenso.

¡Feliz aniversario, Abancay!

Que sigas siendo esa ciudad que no se rinde, que no se vende, que no se olvida de quién es.

Que tus hijos sigan mirando al futuro con la misma determinación con que tus ancestros miraban al horizonte.

Y que cuando dentro de otros nueve mil años los arqueólogos del futuro estudien tus ruinas —si es que para entonces queda alguien que se dedique a esas cosas— encuentren las huellas de una ciudad que supo vivir con dignidad, que honró a sus muertos y cuidó a sus vivos, que construyó caminos y sembró esperanza.

No se puede pedir más a una ciudad. Ni a una vida.

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4 com.

Hermógenes Rojas Sullca 06/11/2025 - 5:54 pm
"Sauce que se dobla pero no se quiebra". Buena figura, querido amigo. Celebremos y fortalezcamos nuestra abanquinidad.
Carlos Antonio Casas 09/11/2025 - 6:38 pm
Gracias por comentar mi querido maestro. Fuerte abrazo
Tany Pinto Sotelo 01/11/2025 - 4:40 pm
Es historia con mucha enjundia de identidad y esperanza. Mi latido de abanquinidad es terquedad reflejada en tus palabras pero, en mi compromiso cotidiano que quiere esparcir aroma con su diario sentir y decir. Es también responsabilidad de crecer en conocimiento, dignidad y responsabilidad con nuestro pueblo y en sus venas con todo el suelo patrio Que tu voz se expanda querido Carlos ojalá a todas las esquinas estudiantiles . Abrazos de mutua felicitación por quienes somos y por Abancay- nuestro arrullo en cuna.
Carlos Antonio Casas 01/11/2025 - 5:15 pm
Gracias por tu comentario, y gracias por tu permanente apoyo mamá Tany. ¡Que viva nuestro Abancay!
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