CARTA PARA ROSALÍA

por Jorge Ramírez Cabrera
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Reinicio

Rosalía:

Casi puedo ver el estupor que debe causarte mi forma de comenzar esta carta, tu desconcierto por la falta del “querida” debe ser grande. Te preguntarás, intrigada, por qué no comienzo con el acostumbrado “Esperando que te encuentres bien…” Te sorprende por supuesto que te escriba, pues apenas te fuiste hoy y deberías estar aquí mañana. Bueno, todo ello tiene una razón, Ros, y esa razón es trágica.

Esta mañana salí de la oficina a las ocho, hora en que despegaba tu avión; es decir, resignado a no verte, a no despedirte como hubiese querido; con ese desasosiego en el alma que me hunde en la desolación más atroz cada vez que te alejas. “¡Hasta el lunes!”, te dije exhalando con fuerza para darme ánimo. Como bien sabes, este patibulario turno nocturno me deja siempre en el mismo estado: el cuerpo entumecido, los ojos cansados y doloridos, la cabeza pesada y aterido de frío a pesar del luminoso sol que parece hacer felices a cuantos pasan a mi lado. Todo ello sumado a la idea de llegar y no encontrarte estuvo a punto de doblegarme, así que tomé el teléfono y llamé a Pedro; sí, el urólogo. Me has dicho muchas veces que no te gusta por la cefalea que te produce su insoportable cháchara, pero es lo que preciso en estos casos, Ros; tenía dos días libres por delante y no quería pasarlos agonizando, de modo que lo invite a tomar un trago en casa para después del almuerzo. 

Pedro es Pedro, ¿verdad?, ya lo conoces; diez a que esto, diez a que aquello; siempre apostándole a todo por la razón más estúpida que uno se pueda imaginar, un maníaco completo; habla, gesticula, hace aspavientos, ríe y se carcajea por cualquier cosa. Es ruidoso como él solo, pero distrae, Ros.

Después del primer trago, entre bromas, chistes obscenos y anécdotas poco creíbles, fui a levantarme para servir el segundo, pero él me retuvo con un ademan imperioso como suelen ser sus ademanes, “yo sirvo”, dijo, y pasó a la cocina.

Puso los vasos sobre la mesa; sí, sobre nuestra mesa de la cocina, Ros; sobre esta mesa en la que escribo y que nos conoce tanto, que nos ha sentido vivir y morir; que ha sido testigo, afortunada, de tus sensuales y sinuosas danzas para provocar mis desaforaos y frenéticos embates; sobre esta mesa que ha escuchado, complacida, tus melodiosos hays y entrecortados suspiros provocados por mis espasmos y descontrolados temblores.

Miró los vasos, iba a verter el trago en ellos pero hizo una pausa, ladeó un poco la cabeza para ver más allá, más abajo aún, y me miró abriendo en extremo los ojos. Señalándome con el índice como si me hubiera descubierto en falta, el condenado sabe de mis manías con la limpieza, “ven acá”, me dijo; me acerqué esperando alguna de sus tonterías y cuando estuve a su lado señaló el piso; sí, nuestro piso de la cocina, Ros; este piso que ha degustado nuestros sudores y exudaciones, que te ha cobijado de espaldas, de bruces, de costado, de pie y de la forma que mis ansias lo demandaran, este adorado piso sobre el que hemos reptado atormentados hasta lo sublime por las locuras del amor, y en el que hemos retozado plácidos y complacidos hasta el último temblor de nuestros cuerpos; sí, este piso que, ¡anoche no más!, he limpiado, desinfectado y aromatizado centímetro a centímetro antes de salir, para que tus adoradas plantas huellen, sin macularse, los cientos de besos que para ellas he dejado en él.

Miré a nuestro piso, al lugar que me señalaba y, efectivamente, había algo raro; me agache un poco, a estas alturas bastante intrigado ya, me puse los lentes, y ahí estaban, ¡tres gotas!, ¡tres malditas gotas en nuestro piso, Ros! Afortunadamente no eran manchas, una pátina transparente mostraba que aún tenían materia fresca bajo ella, así que solo eran gotas en proceso de ser manchas. Más necesitado que convencido me impuse este raciocinio creyendo que me pondría a salvo de las alteraciones que suelo sufrir por las manchas, alteraciones que tú conoces bien, Ros. Di un salto al instante y cogí el papel toalla para desaparecerlas antes de que fuera tarde, pero él se interpuso con las piernas abiertas y los brazos extendidos; “diez a que es leche”, Pedro siendo Pedro por supuesto. Quise decirle que sí y ya está, a los tragos; pero no, recordé al segundo que no la toleras y a mí me gusta poco; “no hay leche en esta casa”, dije tajante, “diez a que sí”, “no”, “sí”. Sentí rabia, impotencia o algo por el estilo; ¿cómo podía no creerme?, yo vivo aquí, ¡es mi casa! Procurando calmarme y seguir el juego me pregunte cómo iba a determinarlo, pasaría la lengua por el piso o qué. Una visión fugaz en HD, de apenas unos segundos, pasó por mi cabeza:

 “Alta, delgada y esbelta, semidesnuda y descalza, por delicadas transparencias cubierta; te paseas por la casa embadurnando tu belleza con variados ungüentos de exquisito aroma, salpicando por doquier. Rendido, extasiado, abrumado y lascivo; voy tras tuyo con mi paquete de pañitos húmedos bajo el brazo; secando por aquí, limpiando por allá, pescando al vuelo, por acullá, las salpicaduras divinas de mi diosa de almíbar…” 

Tuve que sacudir la cabeza, “está bien”, dije, recuperando la compostura, “diez a que es crema para manos; y ahora, ¿cómo vas a saberlo?” “Ta ta ta taaaaaa”, dijo con ademanes de mago de circo; cogió su maletín, lo puso sobre la mesa, lo abrió y sacó una caja más bien chata y del tamaño de una hoja A-4, de esta retiró con cuidado un microscopio plegable; lo desplegó, lo montó, lo encasquetó y lo tuvo listo en un santiamén; cogió una lámina de vidrio y una espátula, se puso de rodillas y tomó la muestra, todo en un instante; puso el vidrio en su lugar y pegó un ojo al aparato. “¿Listo con tus diez, mano?”, dijo, sonriendo feliz. Mirándolo hacia abajo, de rodillas y encorvado, “¿cuántos años tienes?”, le preguntaba en mi cabeza, “¿doce?”, “¿trece?”. De pronto la sonrisa desapareció, lo vi fruncir el ceño, su boca formó un circulo y soltó un apagado ¡oh!; “listo”, le dije sin mucho entusiasmo para no herirlo, “gané los diez, a los tragos mano”; pero no se movía, esperé un poco más, me resultaba tan infantil que sentí lástima por él. Apartó el ojo del microscopio y me miró con el otro todavía cerrado, como si me estuviera haciendo un guiño burlón, o siniestro, o ambos, y dijo, “es…”. Un escalofrío, de súbito, recorrió mi espalda provocándome un furioso temblor. 

Las gotas, Ros, es lo que pasaba, ¡las gotas pronto serían manchas! Sentí una sudoración helada que descendía de mis axilas incomodándome sobremanera; y en seguida la inclinación del piso, imaginaria como sabes, me trajo un vértigo de espanto que me obligó a buscar apoyo en una de las botellas que cogí con fuerza por el pico. El buen Pedro, el maldito Pedro me miró sin mover un músculo y con el otro ojo todavía cerrado ve tú a saber por qué; observó mi mano sobre la botella y pude percibir cierto atisbo de miedo en su pupila, cosa que consideré ridícula por supuesto; me escandalizó que le diera cabida a la posibilidad de una agresión por mi parte. Sin embargo, comencé a alterarme; aquellas gotas terminarían por secarse y el cretino estaba ahí, entre ellas y yo, ¡como si no pasara nada! Las cosas a mi alrededor comenzaron a distorsionarse, el mismo Pedro se me hacía más chico, más grande, más flaco, más gordo. Con gran esfuerzo puse a mi voz un tono sereno y le dije, “bueno, ¿qué fue mano?”, “es…” dijo otra vez el desgraciado, “carajo”, pensé, “esto está más jodido que un parto”, y apreté con más fuerza mi mano como si con ello fuera a descargar en la botella toda mi exasperación. Ahí fue que tomé conciencia del ribete psicótico que estaba tomando el asunto, porque la botella empezó a elevarse por los aires llevando consigo mi mano, mi brazo, mi voluntad y la pupila asustada de Pedro. No era una orden de mi cerebro, ¡te lo juro, Ros! Entonces el buen Pedro, el pobre Pedro, inexplicablemente, en lugar de abrir el ojo cerrado cerró el abierto, y quedó así, ciego, tenso y de rodillas, como un mártir esperando el golpe mortal que cegará su vida para inmolarse por una causa noble; así que inspiré profundamente y espire despacio, poco a poco, como me enseñaste, Ros. “¿Qué?”, pregunté con el último rescoldo de cordura que me quedaba, “es…”, volvió a decir apretando más los párpados, “es… ¡semen!”

Hasta nunca, Rosalía.

Luis.

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