CELESTE

por Jorge Ramírez Cabrera
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Reinicio

Poco antes de retirarme fui destacado a un reclusorio para mujeres, en la periferia de la ciudad, como encargado del servicio de psicología. No era un destino que me entusiasmara mucho, pero necesitaba dos años más de trabajo para acceder a la jubilación. Acudí pues sin muchas expectativas a mi primer día de labores, sin imaginar que en ese lugar viviría los momentos más intensos de mi carrera.

Como temí, la indiferencia de la población carcelaria era desalentadora, lo que me hizo presagiar dos años de pesado aburrimiento. Siempre es mejor que el paciente llegue solo, por voluntad propia, pero en los primeros treinta días solo dos reclusas acudieron a consulta. Decidí salir, acercarme y convencerlas. Entonces fue que la vi; una viejecita con el cabello cano y ralo, algo robusta, encorvada y de pausado caminar. No es común encontrar reclusas de tan avanzada edad, así que me acerqué. Una mezcla de compasión y ternura entró en mi pecho cuando vi sus ojos, había alojada en ellos una congoja seca, pertinaz, indicativa de un dolor interno muy antiguo.

—Disculpe, pero no, doctor, aún no es el momento, gracias —rechazó la invitación con voz cansada y temblorosa.

Ese último “gracias” fue dicho con tanto énfasis que sonó como un definitivo portazo; sin embargo, también dijo “aún”.

 

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—Entonces te voy a esperar —murmuré mientras se alejaba.

—Es Celeste, una “solitaria” —me dijo la directora—, no se relaciona con nadie. Inteligente; ha pasado años como ayudante de enfermería, trabajo social, cocina, en fin, en todas las áreas. Hace tiempo que solo descansa… espera, diría yo. En algún momento, contaba la directora anterior, rechazó una gracia presidencial aduciendo que no tenía a donde ir. Asiste al oficio religioso todos los domingos sin excepción; nunca comulga.

—¿Puedo ver su expediente?

—No lo tiene

—¿Cómo así?

—Bernardo… ha cumplido noventa años de edad y sesenta de recluida; no hay nadie, en todo el recinto, que la haya visto llegar. A su expediente lo pulverizó el tiempo. Eso es lo que había cuando llegué; vamos, quince años ya y contando.

—¿Visitas?

—Nunca.

—¿Sabe al menos porqué está aquí?

—Apenas tenemos lo que el personal más antiguo o las reclusas más antiguas cuentan. Hay de todo; desde inocente, condenada sin pruebas, hasta asesina serial. Solo ella lo sabe, Bernardo, y se lo llevará a la tumba.

—Vaya —dije con ironía—, me sorprende que sepamos su nombre.

—A ver… —dijo, tratando de controlar su enojo— Es una anciana solitaria y hermética, su salud es delicada. La… orden… —me miró a los ojos dejando en claro quién estaba al mando— es que la dejen en paz.

“El problema”, me dije, “es que no la tiene”

En las horas de patio me sentaba junto a la ventana de la oficina para observarla; siempre en la misma banca, apartada de las demás, con aquella expresión de tristeza en el rostro y sin novedad alguna en su salud. Al verla cada tarde, ensimismada y sola, le preguntaba en mi cabeza: ¿por qué estás aquí?

Después de robarle horas al sueño a lo largo de meses, convertido en un noctámbulo cibernauta, una madrugada comprendí que había caído en una peligrosa obsesión. Decidí dejar el asunto de lado. “Sea lo que sea que haya hecho”, me dije, “ocurrió antes de la llegada de internet; es inútil”. Esa misma mañana salí al patio en busca de pacientes como todos los días, cuando de pronto escuché su cansada voz a mis espaldas:

—Disculpe, doctor.

—¡Celeste! —dije dándome vuelta—. Buenos días —Sostenía una biblia sobre su pecho.

—¿Tiene un minuto para mí?

—Por supuesto, pero… ¿se encuentra bien? —pregunté; la noté algo agitada.

—Estoy bien. Verá, doctor, creo que ha llegado el momento, ¿sabe?; su invitación sigue en pie, ¿no es así?

—Naturalmente, Celeste, cuando usted quiera.

—¿Puede ser esta tarde?

—Después del almuerzo, en el momento que desee.

—Está bien —abrió la tapa de la biblia, extrajo un amarillento recorte de periódico y me lo alcanzó—. Tenga, en privado, por favor.

Tomé el papel con mano temblorosa, como si se fuera a deshacer a mi contacto y caminé con prisa a mi oficina. Era un pedazo de periódico con sesenta años de antigüedad, ajado y borroso, sin comienzo ni final. Esto es todo lo que pude sacar en claro: Celeste Alcántara de Sánchez, había disparado doce veces sobre Jhon Sánchez y su amante, tras encontrarlos en la cama. Miré por la ventana y la vi donde siempre solía estar, más sola y compungida que nunca, y una dolorosa compasión anegó mis ojos.

***

—Bien, Celeste —dije después de ayudarla a sentarse—. Vamos a establecer un horario. Para no cansarla, ¿podría venir tres veces por semana?, digamos…

—Oh, no, doctor, no será necesario tanto. No me queda mucho tiempo, ¿sabe? —su tono era amable— Será solo hoy, ahora.

“¿Qué estoy haciendo?”, pensé, “es una anciana, tan lúcida como cualquiera y, de hecho, no tiene tiempo”. Asentí con la cabeza.

—Verá, he tenido una visión… un recuerdo en realidad, que me ha permitido… perdonarlos. Ahora, antes de ir al encuentro del Señor, necesito perdonarme yo. Si me permite…

—Por supuesto, Celeste —respondí—; adelante, por favor.

Había puesto un asiento especial para ella; se arrellanó, pareció sentirse cómoda, puso sus acuosos ojos en la ventana, como si fuera una pantalla en la que estuviera viendo pasar su vida, y con un arrullador susurro me contó la siguiente historia:

“Jhon era todo lo que hubiera podido desear, considerando que había cumplido ya los treinta; para esos tiempos, solterona era el apelativo que me calzaba perfecto. Era alto, delgado y bastante apuesto; muy talentoso, escribía maravillosamente bien. Una noche, dos meses antes de nuestra boda, me hizo leer una descripción, en solo media página, de Fabio, el protagonista de la que hubiera sido su primera novela. Quedé fascinada; había logrado en pocas palabras una claridad física y profundidad psicológica admirables. Me abstraje tanto en esa pequeña lectura, que poco a poco se fue formando en mi mente la figura de un hombre de perturbador atractivo, como un ángel travieso, o un diablillo tierno, un ser en extremo sensual y magnético que me dejó sin aliento. Sé que hoy suena ridículo, pero hasta ese momento me había mantenido firme en mi decisión de llegar al matrimonio sin mácula; sí, hasta ese momento, porque aquella lectura diluyó por completo mis defensas y me entregué a Jhon en ese instante, sin recato alguno.

Además de la casa, contábamos con dos propiedades que heredé de mis padres, las puse en alquiler, con eso teníamos bastante para los dos. Arrendé un estudio a poco más de un kilómetro, donde él se dedicaría a escribir; una sala, comedor y cocina a la vez, y un dormitorio con baño. Dijo que necesitaba de absoluta soledad para escribir, y yo estaba dispuesta a otorgarle todo aquello que lo hiciera feliz. Lo amaba, no puedo decirle cuánto porque no sabría cómo; solo… lo amaba.

Encontré a Clarice en el mercado; sí, la bella Clarice. No la veía desde la adolescencia. Tenía el rostro más sensual que se pueda imaginar y un cuerpo bastante agraciado. Para mí… su mayor atractivo era su carácter; una mujer sosegada, apacible, sus hermosos ojos era una permanente invitación a la calma. Nos abrazamos, ella contó su vida y yo la mía; la llevé a casa, destapé un vino y hablamos sin parar. Llegó Jhon y mi felicidad fue total, congeniaron de inmediato; momentos después parecíamos tres amigos de toda la vida departiendo un domingo cualquiera. Me visitaba casi todas las tardes y hacíamos muchas cosas juntas. Llegué a quererla como a una hermana. Los problemas empezarían cuatro o cinco meses más tarde.

Antes de casarnos observé en Jhon cierta tendencia a encerrarse en sí mismo, esta actitud me incomodaba y se lo dije. Hago eso, explicó él, porque estoy escribiendo; lamento incomodarte, pero cuando llega una idea me pongo a escribir en mi cabeza, eso es todo. Acepté la explicación, aprendí a tolerarlo y no me molestó más.

Meses después de la llegada de Clarice esa abstracción se hizo muy frecuente, extensa, hermética, tanto, que me hacía sentir, incluso a su lado, abandonada y sola. En una ocasión no pude más y lo llamé a gritos sacudiéndolo por un hombro; ¡Jhon, mírame, estoy aquí, no puedes estar ausente todo el tiempo, por Dios!; me miró sorprendido, como si acabara de despertar, ¡saca esa novela de esta casa, saca a ese bendito Fabio de aquí y déjalo en el estudio, para eso está ese lugar, maldición!; al escuchar ese nombre perdió el control, su respuesta fue terrible; se puso de pie con violencia, levantó la voz, cosa que no había hecho nunca y sacudió los brazos como si quisiera expulsar algo de su interior, algo espantoso contra mí. Tuve miedo, miedo del hombre que amaba y me encerré en el dormitorio.

Al otro día, más allá de monosílabos, no nos hablábamos. Él se limitaba a limpiar la casa y yo cocinaba cuando llegó Clarice, saludó y nos fuimos al dormitorio. Habla con él, supliqué, tenemos que arreglar esto, por favor… no sé qué hacer. Ella se debatía en la indecisión, por fin me miró apenada y asintió con la cabeza. Está bien, dijo, pero antes… dime una cosa, ¿has leído lo que está escribiendo?; no, él no quiere, solo leí media página hace meses, antes de la boda, era la descripción del protagonista, ¿por qué?; ¿Fabio?, preguntó; sí, ¿lo leíste?, no entiendo… Olvídalo, me interrumpió mirando al piso, como si estuviera pensando en algo que yo no debía saber, déjalo, voy a hablar con él y te juro que me va a escuchar. Esperamos a que saliera, acostumbraba fumar en el jardín, al rato lo siguió. Corrí a la cocina y los vi por la ventana. Hablaban, con calma al principio, alternando la conversación, luego empezaron a interrumpirse, no podía escucharlos pero era evidente. Ahora gesticulaban con fuerza, con cierta violencia, hasta que él hizo un gesto terminante y gritó: ¡no, no voy a fingir más! Lo dijo tan alto que llegué a escucharlo. Clarice bajó la cabeza y sollozó. Había perdido a mi esposo, ya no quedaba duda. Volvió a la cocina y me abrazó, lloramos juntas, ella por su amiga, que sufría lo indecible, yo por Jhon… y por ella, que sufría por mí. Nunca he experimentado un sentimiento de gratitud tan grande por nadie, su consuelo me mantuvo en pie.

Quiero saber quién es, quién es esa mujer, repetía una y otra vez. No, Celeste, no hagas esto, déjalo, no te humilles más, insistía ella. ¡Tengo que saberlo!, grité. Me miró sollozando, no puedo hacer más, dijo, solo vete, tienes con qué, tienes dinero, ¡solo vete!, gritó y salió corriendo.

Cuando estuve sola miré los muebles, los adornos, los artefactos… como si alguna de esas cosas me fuera a dar una explicación de lo que estaba pasando. De pronto vi que no era el hogar de una pareja enamorada, sino la casa de una mujer sola. En ese momento tomé conciencia de lo poco que estaba conmigo en los últimos meses, solo llegaba a dormir, y bastante tarde. Me pregunté hasta qué punto lo había tenido para mí. La verdad, pensé, es que nunca lo tuve, todo fue un espejismo. Decidí hacerlo, me iría todo lo lejos que pudiera. Cogí mi bolso, no quise o no tuve fuerzas para otra cosa. Antes de cerrar la puerta miré por última vez hacia atrás, entonces vi la foto, una foto de nosotros tres, sobre una repisa; yo, en primer plano, sirviendo los tragos, y ellos en segundo, mirándose sonrientes. Mi dolor, mi desolación, ese caos emocional en el que estaba sumergida, junto a la imagen de ellos mirándose, y ese último grito: ¡solo vete!, fueron armando un caprichoso rompecabezas en mi mente, el resultado fue atroz. No puede ser, dije, ¡Dios…! tú no, Clarice… ¡tú no!

Tomé la bicicleta y pedaleé con todas mis fuerzas. ¡¿Es así cómo lo haces, Jhon?!, ¡¿así seduces a las mujeres?!, gritaba furiosa, con el rostro contra el viento, ¡¿les haces leer tu maravillosa descripción de ese maligno Fabio y las llevas a la cama?!; ¡eres malo, Jhon, eres malo! Cuando llegué al estudio esperé un rato para recuperar el aliento, sentí miedo, dudé si entrar o no, finalmente lo hice. Abrí despacio y los escuché: gemidos, jadeos y el espantoso rechinar de la cama. Me descalcé. Mi cuerpo entero temblaba, mi corazón se sacudía incontrolable, pensé que iba a morir en ese instante. Cuando llegué a la puerta del dormitorio tomé aire y asomé la cabeza; los vi…”

Aquí se detuvo y cerró los ojos. Una repentina palidez cubrió su rostro, sus labios temblaban.

—Está bien, Celeste —dije, con toda la delicadeza que pude—; será mejor que descanse, podemos continuar mañana.

Entonces volvió a mirar, se aclaró la garganta y, como si no me hubiese escuchado, continuó:

“Los vi… sobre la cama, desnudos, Jhon y… otro hombre, entrelazados en un forcejeo amatorio espeluznante… Cerré los ojos, me tapé la boca y, doblada en dos para evitar el vómito, me di vuelta. Ya en la sala, apoyada contra la pared, me deslicé al piso. Apreté los puños, contraje todos los músculos con fuerza y pegué un alarido silencioso, profundo, terrible… tan largo, que cuando abrí los ojos me había invadido una extraña laxitud, a la vez que la ira y la náusea pasaron a gobernar mi cerebro. ¿Era consciente de esto?, no sabría decirlo.

Me puse de pie, di dos pasos, despacio, y tomé de una gaveta alta la pistola de Jhon. Seguí caminando, como si flotara, dominada por esa mezcla de asco y rabia que copaba todo mi ser, llegué al dormitorio, levanté el arma y disparé, una y otra vez, con los ojos fijos en la parte trasera de la pistola, hasta que el cansancio venció mi brazo. Por fin los miré, ensangrentados y revueltos entre las sábanas, en un desorden de miembros cruzados que me produjo mareos. Regresé a la sala, me dejé caer en el sofá y hundí mis ojos en el cañón de la pistola, ese círculo negro, y dejé de pensar, de sentir… de vivir.”

Un aliviador silencio nos envolvió por unos minutos. Luego, aunque tenía muchas preguntas agolpadas en mi cabeza, dije:

—Si los ha perdonado, Celeste, no tiene que hacer nada más; ya ha sido demasiado, ¿no cree?

—Sí, los he perdonado, doctor; porque ayer, recién ayer, después de tantos años, recordé algo que, tal vez la culpa, el remordimiento, este caos que llevo dentro… no lo sé, no me permitieron recordar.

“Sí, una represión; vamos, Celeste”, la alenté en mi interior. Esperé expectante, no me atreví a interrumpir.

—Cuando los vi, entregados a la lujuria, por un instante, tuve ante mis ojos el rostro de ese hombre, lo recordé ayer. Jhon no era malo, era solo un ser que se debatía en una lucha encarnizada con su propia persona. Me quería, a su manera, pero me quería; sin embargo, no se casó conmigo por amor, sino para escapar de sí mismo, algo que es imposible, ¿verdad?, nadie puede escapar a su propia naturaleza. Ahora lo entiendo, porque el protagonista de su novela no era ficticio, doctor, era real, tan real que murió junto a él.

Fin

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