Vivimos en una época rarísima: nunca hubo tanto acceso a conocimiento, comunicación y posibilidades, y al mismo tiempo nunca estuvimos tan vacíos. La tecnología y los placeres inmediatos han silenciado la voz interior y debilitado la vida espiritual, como una tierra seca que no entiende su propia sed.
La decadencia moral de nuestra época se refleja en la codicia y la corrupción, síntomas de un olvido más profundo: hemos perdido de vista nuestra sed de infinito. En la era de la inmediatez hemos dejado atrás el arte del silencio, ese espacio donde brota la verdadera sabiduría. Así, el consumismo nos convierte en productos, el individualismo nos aísla y el relativismo nos deja huérfanos de una verdad firme.
Como un manantial oculto en el desierto, la espiritualidad sigue brotando en quienes conservan la capacidad de asombro. La religión, expresión humana y comunitaria de la búsqueda de Dios, ofrece lo que ninguna ideología alcanza: un horizonte más allá de lo inmediato, una fraternidad con raíces hondas y una respuesta al clamor del alma. En sus comunidades, la fe se convierte en oasis donde la vida recupera dignidad y sentido, dejando de ser simple existencia para volverse vocación y misión. No es opio que adormece, sino agua viva que reaviva el espíritu reseco.
En nuestro Perú, la fe católica sigue siendo el corazón de millones de peruanos. Desde los pueblitos perdidos en la sierra hasta las barriadas de Lima, pasando por la selva profunda, la devoción mariana y la misa dominical siguen siendo refugio del alma popular.
Pero acá, como en todas partes, hay un drama que duele en silencio: la gente tiene hambre y sed de Dios, pero faltan pastores. «La mies es mucha y los obreros pocos», como decía Jesús hace más de dos mil años.
En la diócesis de Abancay, tierra bendecida por la Virgen de Cocharcas, esta realidad se siente fuerte: es una diócesis inmensa, comunidades desperdigadas en cerros y quebradas, almas sedientas esperando una palabra que salve.
Justo en este panorama medio desalentador pasó uno de los milagros más bonitos de la Iglesia peruana: nació el Seminario Mayor Nuestra Señora de Cocharcas. Su lema confirma eso del Salmo 103: «Inter medium montium pertransibunt aquae» — «Por entre los montes las aguas pasarán».
Todo empezó en 1970, cuando Monseñor Enrique Pelach y Feliu se aventó con una idea que parecía loca. Cuando seminarios de siglos cerraban por montones, cuando estaba de moda atacar a los curas—, este vasco tenaz decidió formar sacerdotes en una de las diócesis más pobres del Perú atendida casi en exclusiva por sacerdotes extranjeros. Era remar contra la corriente brava, sembrar en tierra que lucía estéril.
Los primeros años fueron duros. La «Academia Nuestra Señora de Cocharcas» arrancó con dos alumnos nomás. Instalaciones precarias, ambiente hostil, todo indicaba que el proyecto era pura ilusión. Pero había algo que las estadísticas no podían medir: la oración constante de toda una diócesis, la intercesión de la Virgen de Cocharcas, la confianza ciega en que Dios tenía sus planes.
El verdadero despegue llegó en abril de 1977, cuando el seminario comenzó formalmente con seis alumnos y el P. Miguel Ángel Domínguez como primer rector. Él lo resumió así: «La idea fundamental que tengo de aquel año es que el obispo, los sacerdotes, religiosos, las religiosas y toda la diócesis dieron lo mejor que tenían por el Seminario y los seminaristas. El resto lo puso Dios».
En 1974 había pasado algo clave. San Josemaría Escrivá visitó el Perú, y Monseñor Pelach le consultó si no sería mejor mandar a los pocos alumnos a otro seminario. La respuesta del santo fue categórica: «Sigan rezando y dentro de poco tendrán muchas vocaciones». Al año siguiente, San Josemaría se fue al cielo, y las vocaciones comenzaron a llegar a raudales. Tanto, que tuvieron que crear también un Seminario Menor.
Hoy, cuarenta y ocho años después de su inicio formal, el Seminario Nuestra Señora de Cocharcas es testimonio viviente de que Dios no abandona a su pueblo. Por sus aulas han pasado más de ciento cincuenta sacerdotes que sirven no solo en Abancay, sino por todo el Perú y el extranjero. La profecía de San Josemaría se cumplió al pie de la letra: «habrá sacerdotes para mi diócesis y para otras».
A lo largo de su historia, el seminario ha tenido formadores de lujo: Mons. Gilberto Gómez, Mons. Isidro Sala, el P. Miguel Ángel Domínguez, P. Jesús Alonso, P. Miguel Guitart, P. Calixto Cobo, P. Tomás García, P. José Cascan, P. José Antonio Olarte, P. Jesús López, P. Miguel Pedrós, entre otros que entregaron su vida a esta tarea.
Hoy la obra continúa con fuerza renovada. El P. Isidro Sala, veterano formador con décadas de entrega, sigue ahí con esa sabiduría que solo dan los años de acompañar vocaciones. A su lado trabajan el padre Juan Carlos Barazorda y el actual director, el padre Santos Doroteo Borda López —ambos hijos espirituales de esta misma casa—. Es conmovedor verlo: la semilla que se convirtió en árbol frondoso y ahora da nuevas semillas. Los discípulos que se vuelven maestros, la obra que se perpetúa con sus propios hijos.
Carlos Antonio Casas, director de Peruanísima con Mons. Santos Doroteo borda López
Actualmente, ocho seminaristas y dos diáconos llenan de vida los pasillos del seminario. No son muchos, pero como decía la Madre Teresa: «No se trata de números, se trata de amor». Cada uno representa una historia de llamada, una respuesta generosa, una esperanza para la Iglesia.
En estos tiempos de sequía espiritual, el Seminario de Abancay nos grita que Dios sigue llamando, que su Iglesia sigue siendo fecunda.
Pero ojo: esta esperanza no es para quedarnos con los brazos cruzados. Cada cristiano tiene que ser promotor de vocaciones con su ejemplo, su oración, su generosidad.
Por eso, lancemos nuestras súplicas al Señor de la mies:
Oremos por los sacerdotes que hoy batallan en medio de tantas dificultades, para que encuentren en la oración la fuerza para seguir siendo sal de la tierra y luz del mundo.
Oremos por los seminaristas que se forman en Abancay y en todo el mundo, para que respondan con generosidad y lleguen a ser pastores según el corazón de Cristo.
Oremos especialmente por nuevas vocaciones, para que jóvenes valientes se animen a decir «sí» a Dios en una época que les ofrece puros «no» al compromiso definitivo.
Que Nuestra Señora de Cocharcas interceda por nosotros. Que San Josemaría nos ayude a confiar siempre en la Providencia. Y que el Espíritu Santo siga despertando en la Iglesia esos pastores que el mundo necesita para salir de su sequía espiritual.
Como decía Teresa de Calcuta: «No todos podemos hacer grandes cosas, pero sí podemos hacer pequeñas cosas con gran amor».
En tiempos de crisis, los santos han sido siempre la respuesta de Dios. Hoy, los sacerdotes santos son el agua que el mundo espera.
Por eso, no paremos de orar: «Señor, envía obreros a tu mies.»