Hubo un tiempo en el que a los cuatro años de edad, podías salir a jugar a la calle y volver a tu casa para el almuerzo. Claro, probablemente un hermano mayor te cuidaba, pero tenías otros amigos de tu edad o algo mayores con los que compartías los juegos. Era el segundo lustro de los años setenta y vivía en la primera cuadra de la calle Mariscal Gamarra, esa que sube hasta El Olivo y continúa en la calle Seoane para llegar hasta el colegio Grau.
Las calles de tierra eran perfectas, podíamos hacer carreteras y túneles, con lagos naturales producto de los charcos que se formaban luego de la lluvia, donde buscábamos esos pequeños animalitos a los que llamábamos “chanchitos”. Las cajitas de fósforo vacías servían de barquitos imaginarios y las pelotas de los juegos de fútbol de esos años iniciales, las hacíamos con medias y retazos de tela que pateábamos en la calle y que forrábamos con bolsas cuando llovía. La vida no era tan perfecta como cuando el mundo era Patibamba.
Mi casa pertenecía a Pueblo Libre, pero sólo a media cuadra entrábamos al mundo mágico de los amigos de la avenida Abancay, los Acuña: Wilfredo, Wander y Wanderlay, los Aedo: Enrique, Ermer y el Lepa, y más abajo, en la calle que ahora llega al terminal de nuestra ciudad, estaban los otros amigos de infancia, los Ballón: Fredo y Fernando, los Herrera: Guido, Smith, Mario y Kebechín, al frente Erasmo Marquina y frente a él los Hermoza: Orlando y Rubén, que tenían una casa grande y era toda una aventura llegar a la azotea en el último piso para mirar la calle y lanzar paracaídas hechas para los soldaditos pequeños de juguete, luego de subir por una escalera de madera sostenida casi en el aire y que a los cuatro años la trepaba con el corazón acelerado de la emoción y el susto.
En ese barrio de mi infancia, donde hasta ahora puedo encontrar a los amigos de esos tiempos, aprendimos los juegos heredados de la tradición abanquina: plic – plac (donde nos dejaban ser “pri” a los más chiquitos), pacanqui, la berlina, los siete pecados, san miguel, matagente, chancalalata y hasta pis-pis, para competir con las niñas chuzando y luego haciendo los malabares de “leyvis con palmis”.
En las tardes, los más grandes iban a la pampa frente al colegio César Vallejo a jugar fútbol de verdad. Íbamos a la puerta de los Hermoza a esperar que saquen su pelota con motivos del mundial Argentina 78 y veíamos cómo nuestros hermanos mayores competían con los que venían del otro lado de la calle Abancay liderados por los hermanos Sánchez: Luchín, Chemi y el pequeño Genarín. Más tarde y hasta que caiga la noche, jugábamos en guerritas emulando las series de televisión entre las chincanas y la torre de la antigua hacienda que después fue el Industrial y el Vallejo.
Ese lado de Abancay era nuestro mundo. Mi mundo hasta los siete años cuando mi familia se trasladó a a la calle Unión. En esa etapa inolvidable, asistía al jardín de Pueblo Libre, que en su modestia era lo más espectacular que recuerdo, los juegos armando torres con maderitas cúbicas y la paciencia de la señorita Gloria Ascue, la esposa del viejo Vargas.
Frente al jardín había un parque con juegos para niños: sillas voladoras, rodadores y columpios, aunque nuestra adrenalina era entrar a una casa con un largo callejón, donde vivía el roto Escobar, un señor que tenía una cadena amarrada a su correa y que se perdía en su bolsillo. Nuestra travesura terminaba escapando cuando él salía y gritábamos con la irreverencia inocente de los niños: “el roto Escobar!!!”.
No hubo infancia más ingeniosa e inolvidable, las tardes de lagartijas y escapando de las abejas, y las apuestas en tejo en casa de Erasmo Marquina, donde el que ganaba invitaba los caramelos de limón sueltos, que nos vendía el viejito Triveño en la tienda del barrio y nos regalaba si faltaba para alguien. Cada día fue inolvidable, con los amigos como el chino Wanderlay, con quien podías declararte a malas en la mañana y a buenitas en la tarde enlazando los dedos meñiques. A buenitas como hasta ahora, que vuelven esos años con el mejor recuerdo.