CUANDO LAS NOCHES SE TIÑEN DE ROJO

La luna, alta y solitaria, derramaba su pálida luz sobre la ciudad, bañando las calles en un resplandor de ensueño. Las farolas, algunas titilantes, se erguían como centinelas silenciosos, testigos de secretos y despedidas

Santiago caminaba sin rumbo fijo, con las manos hundidas en los bolsillos y el alma enredada en pensamientos que danzaban como hojas al viento. Desde que conoció a Valeria, su vida había adquirido una vibración distinta, un color nuevo. Su risa, ligera como el viento, se había convertido en la melodía que iluminaba sus días grises. Pero su timidez, siempre traicionera, le impedía acercarse a ella más allá de un saludo torpe y una sonrisa nerviosa.

Esa noche de sábado, por fin libre de exámenes y asignaciones, decidió salir a caminar para despejar su mente inquieta.

Sin proponérselo, sus pasos lo llevaron hasta una calle bulliciosa en el centro de la ciudad, dónde, mientras consumía un sándwich en un puesto ambulante, su mirada se clavó en una escena que lo dejó helado.

A pocos metros de distancia, en una de las mesas exteriores de un conocido local, estaba Valeria. Pero no estaba sola.

Un hombre de apariencia engreída, con un reloj ostentoso que resplandecía en su muñeca y una cadena gruesa en el cuello como símbolo de vanidad, la acompañaba. Sus gestos eran seguros, casi posesivos, mientras hablaba con ella.

Valeria bajaba la vista, evidentemente incómoda ante la pedantería de aquel sujeto, aunque parecía a la vez fascinada por su aparente poder adquisitivo. Su risa sonaba hueca, desprovista de la naturalidad que Santiago conocía; su sonrisa, una máscara forzada.

Él sintió un nudo en el estómago. No era un amigo ni un compañero. Las intenciones de ese tipo eran transparentes como el cristal roto.

Desde detrás de un árbol, observó con creciente inquietud cómo aquel hombre le ofrecía copa tras copa, y aunque Valeria intentaba rechazarlas, él insistía con halagos vacíos y promesas de aire.

Al cabo de un rato, el hombre se levantó y la tomó de la mano. Ella vaciló un instante, pero luego, como hipnotizada por un hechizo invisible, lo siguió.

Al incorporarse, era evidente que el alcohol había nublado su juicio. Su andar, antes grácil como el de una bailarina, se había vuelto errático y vulnerable.

Santiago no lo pensó. No iba a dejarla sola con ese depredador urbano. 

Los siguió a una discoteca donde siguieron bebiendo y bailaron por un buen rato antes de volver a salir. 

Santiago atento, salió tras ellos y los siguió a través de las calles hasta un callejón donde el brillo de las farolas apenas arañaba la oscuridad.

—Vamos, preciosa, no seas tímida —escuchó decir al hombre mientras la arrinconaba contra una pared.

—Déjame, ya me quiero ir —respondió Valeria, tratando de apartarse.

—No te hagas la difícil… Después de todo lo que he gastado esta noche, ¿no piensas corresponderme? — insistió el tipo intentando tocarla por debajo de la ropa. 

Valeria intentó zafarse, pero él la sujetó con más fuerza.

—¡Te dije que me sueltes! —su voz tembló, pero no se quebró. 

El hombre soltó una carcajada seca.

—No te hagas la ofendida, muñeca. — dijo mientras la aplastaba con su cuerpo contra la pared— Si saliste conmigo, sabías cómo debe acabar la noche.

Santiago, por fin tomó valor. Sintió que la sangre le hervía.

—¡Ella dijo que la sueltes!

El hombre giró la cabeza, sorprendido al verlo. Luego sonrió con burla.

—¿Y tú quién eres, el príncipito azul?

Valeria, con los ojos humedecidos, intentó apartarse de su agresor.

—Santiago, vete… —susurró, angustiada.

Pero Santiago no se movió.

—¡Déjala ir!

El hombre chasqueó la lengua con fastidio y, sin previo aviso, lanzó un puñetazo. Santiago lo esquivó por poco y respondió con un golpe en la mandíbula que hizo tambalear a su oponente.

Valeria aprovechó el momento para soltarse, y ponerse detrás de Santiago, pero el hombre, furioso, sacó una navaja, como por arte de magia apareció en su mano derecha y brilló bajo la tenue luz del callejón.

—Te lo advertí, conch… —insultó, dando un salto hacia él.

Dos o tres veces pudo esquivar Santiago, las arremetidas del sujeto, pero luego sintio una desgarradora sensación cuando el filoso instrumento se hundió en su abdomen. El dolor fue un relámpago que lo paralizó. Luego, sintió otro más en la espalda. 

Algunos peatones morbosos, impávidos y cobardes miraban la escena, sin atreverse a intervenir. 

Santiago cayó de rodillas, con las manos temblorosas presionaba sus heridas, sintiendo la sangre cálida entre sus dedos. El mundo se volvió borroso y las fuerzas lo abandonaron.

Valeria gritó desgarradoramente mientras el hombre, sin inmutarse, guardaba la navaja y echaba a correr, desapareciendo en la negrura de la ciudad.

Ella se arrodilló junto a Santiago, sujetándolo entre sus brazos.

—No… no… ¡Aguanta! ¡Te van a ayudar!

Él la miró, con la vida escapando de sus ojos.

—¿Estás… bien? —susurró con lo que creía su último aliento.

El sonido de las sirenas llegó aun a tiempo. Unos minutos más y Santiago hubiera sido historia.


Esta es solo una historia ficticia, pero es a la vez, un grito de advertencia que resuena en las calles de nuestras ciudades.

En el laberinto de nuestras noches urbanas, donde las luces artificiales intentan ocultar las sombras del alma, late una verdad dolorosa: jóvenes que, en su búsqueda desesperada de alegría, tropiezan con el abismo del dolor y la exaltación de la violencia.

Sus puños cerrados son gritos mudos de auxilio, sus afanes de violencia esconden jardines marchitos de autoestima. Sus historias se deslizan silenciosas por el asfalto mojado, mientras el alcohol y las drogas tejen una red de falsas promesas, transformando sus alas de mariposa en cadenas de plomo.

Y la mayoria de nosotros, testigos mudos tras las ventanas de la indiferencia, seguimos ignorando estos ecos de socorro que resuenan en cada esquina de la noche

¿Cuántas sonrisas se han apagado bajo las luces de neón? Los espejismos de diversión, como sirenas modernas, seducen con promesas de felicidad instantánea, mientras que en las sombras acechan quienes comercian con la inocencia.

Mientras tanto, ¿dónde están los guardianes de nuestra juventud?

Las autoridades parecen haberse perdido en el laberinto de la conveniencia, dejando que el lucro prevalezca sobre la seguridad, que su anhelo desesperado de brillar los arrastre hacia rituales de autodestrucción, donde el alcohol se convierte en falsa moneda de aceptación social.

Es hora de tejer una red de protección con hilos de amor y conciencia.

Jóvén: Tus sueños valen más que una noche de falso brillo. El peligro rara vez se presenta con advertencias; a menudo llega vestido de amistad, escondido en una copa o en palabras dulces que enmascaran intenciones oscuras.

La vida es un lienzo en blanco que no necesita el falso color del alcohol ni las drogas para brillar.

Más allá de las luces de neón y las promesas vacías, existe un mundo vibrante esperando ser descubierto: el latido del corazón después de una carrera al amanecer, la adrenalina del deporte que desafía tus límites, el aplauso que corona tu actuación en un escenario, la satisfacción de una obra de arte creada por tus manos, el suspiro tras una buena lectura o la alegría de ayudar a otros.

Tu valor no se mide en copas ni en seguidores, sino en la huella que dejas en el mundo.

Elige vivir, no sobrevivir.

Elige brillar con luz propia.

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