Una historia de cordura en la locura
Según Aristóteles, la mente, es el órgano prodigioso que nos distingue de las bestias, aunque a menudo, sobre todo en los últimos tiempos, nos empeñemos en demostrar lo contrario.
Parafraseando a Mark Twain, diriamos: «La locura es algo raro en los individuos, pero en los grupos, los partidos políticos, los estadios y las discotecas, es la regla». Y qué razón tenía, sobre todo al observar la historia de cómo hemos intentado sanar los quebrantos del alma.
En un pasado no tan distante, la «histeria» era el cajón de sastre de la medicina: allí se arrojaba todo lo que los médicos no comprendían. El ilustre Dr. Charcot, pilar de la neurología europea, ofrecía tratamientos que hoy provocarían muchas demandas legales. Frente a la élite médica, el doctor presionaba ovarios y estrujaba testículos como cura a la histeria, y en casos extremos, extirpaba úteros. Era como un espectáculo de magia donde nadie osaba preguntar por el truco.
Hoy, en otros escenarios, los chamanes claman entre humo y plumas de gallina: «¡Tienes un demonio!». La solución es simple: gritan «¡Fuera, espíritus del mal!» mientras agitan sus artefactos, a veces algo ebrios y drogados. Al menos, hay que reconocerlo, resulta más entretenido que ingerir psicotrópicos, aunque tan eficaz cómo pretender curar un resfriado bailando «La Macarena» desnudos bajo la luna llena.
Sin embargo, no menospreciemos tanto a los curanderos. Al fin y al cabo, ¿qué es peor? ¿El chamán con su danza ritual o el científico que pretendía localizar la locura en una lámina de microscopio?
Luego llegó el psicoanálisis, ese vendedor de «sebo de culebra» que prometía curarlo todo con la palabra mágica: inconsciente. No pocos estudiosos lo han criticado. Uno afirmó: «El psicoanálisis es la enfermedad de la que pretende ser la cura».
Freud, con sus teorías que rozaban la ciencia ficción, dominó la psiquiatría durante décadas. Su célebre Complejo de Edipo sugirió que los niños deseaban matar a su padre y casarse con su madre, mientras que las niñas, según él, sufrían de envidia del pene. Imaginemos presentar estas ideas hoy en un congreso médico.
Freud veía el sexo en todo: en sueños con trenes, serpientes o paraguas. Hasta ideó etapas psicosexuales que, según él, definían la personalidad adulta. Mientras él tejía estas elucubraciones, el cerebro real esperaba pacientemente a ser explorado con ciencia auténtica. Alguien lo resumió así: «Freud era como quien intenta entender un smartphone estudiando los emojis sin mirar el hardware».
En los años 60, surgieron románticos que afirmaban que los trastornos mentales eran invenciones del sistema. Entretanto, la industria farmacéutica emergía como el moderno alquimista: prometía felicidad en píldoras. Si el gato arañó al perro, ahí estaba Feliprex®. Si la euforia por la victoria deportiva te desbordaba, Deportix® te regulaba. Y no olvidemos las píldoras para la tristeza post-Netflix.
Este hedonismo farmacológico busca convertir la felicidad en cápsulas, como si la vida pudiera comprimirse en miligramos.
En este viaje de los chamanes a los neurotransmisores, hemos aprendido que el cerebro es tan insondable como el universo. La psiquiatría moderna reconoció que los trastornos mentales son enfermedades del cerebro, pero también entendió que necesitamos tanto de la ciencia como de la humanidad.
Al final, una pastilla jamás sustituirá al amor, al trabajo significativo o a la conexión humana. La verdadera salud mental es un delicado equilibrio entre la biología y la biografía, entre la química y la conversación, entre la ciencia y la comprensión.