DE CINE Y RECUERDOS

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Una vida entre butacas, celuloide y corazones palpitantes

Por alguna razón que nunca he logrado explicar del todo, hay aromas y sonidos que tienen el poder de devolvernos años atrás, como si el tiempo se pudiera meter en una botella y destaparse con un solo respiro. Para mí, uno de esos olores es el del celuloide (que a veces se siente al abrir algunos empaques) o el que emiten los artefactos eléctricos que se recalientan, similar al de los tubos calientes y las lámparas de carbón y tungsteno, que se usaban en los proyectores. Ese era el aroma a película en plena proyección.

A veces también me recuerdan esos días de cine el olor a Pop Corn  o el sonido de las butacas  crujientes. 

Entonces evoco esa penumbra herida por un rayo de luz que se desparrama en la pantalla, mezclado con las voces de fondo de los personajes y los golpecitos nerviosos del proyector, es parte del tejido de mi infancia.

 

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Los soundtracks, ya no se diga,  siempre son máquinas del tiempo para mí, sobre todos los antiguos, esos que acompañaban las películas del «Lejano Oeste», me transportan inmediatamente a esos bellos tiempos de cine.

Y no es para menos: nací entre salas de cine. No como actor, aunque con mis dramatismos de niño algo de eso había, sino como hijo de dos valientes soñadores que decidieron abrir el Cine Santiago en la ciudad imperial del Cusco, poco después de que yo llegara al mundo. ¿Coincidencia? Lo dudo. El cine y yo estábamos predestinados.

Esa historia de amor entre mis padres y el séptimo arte no terminó ahí. ¡Para nada! 

Algunos años después, se mudaron a Abancay, cambiando los frígidos aires cusqueños por los cálidos del eterno valle primaveral.

Aquí abrieron el Cine Municipal. Una buena porción de años después, compraron el local donde funcionaba el Cine Julmar, que entonces renació con el nombre de Cine Abancay, con butacas y equipos renovados. Como si no fuera suficiente, más adelante arrendaron el Cine Nilo, que también administraron por varios años.

Para mí y para mis hermanos, fue como vivir dentro de un set de filmación continuo. Mis días comenzaban entre afiches gigantes de estrenos, rollos de película en lata (que pesaban como si contuvieran oro), y sonidos que, si uno se quedaba quieto, parecían susurrar secretos de otros mundos. Y sí, cuando digo que lo viví, lo digo literalmente. Hubo algunas noches que hasta dormí dentro del cine. Así que si alguien me pregunta de dónde viene mi amor por las historias, solo tengo que señalar el proyector.

La infancia tiene ese extraño don de permitir que todo conviva en armonía. Para mí, no era raro estar jugando con carritos, o «tincando» chapitas en la entrada del cine mientras sonaba la banda sonora de alguna película de guerra. Mi vida se dividía en dos partes igual de mágicas: la de carne y hueso, con tareas del colegio, amigos del barrio y pan con queso; y la otra, la que vivía desde las butacas o incluso, en algunas ocasiones, desde detrás del ecran.

Sí, así era, cuando las películas no eran «aptas para todos», es decir, cuando venían con ese suspenso delicioso de «mayores de 14», «mayores de 18» o —¡las bravas!— «mayores de 21 años», yo me las ingeniaba para verlas escondido tras la pantalla, generalmente en compañía de algunos amigos. Ahí, en la penumbra, nos convertíamos casi en personajes de la trama del cine prohibido. Y aunque hoy suene travieso, en esos años se respetaba la clasificación con una seriedad casi religiosa. A uno no lo dejaban pasar así nomás, y punto.

Eso sí, no piensen mal. En aquellos tiempos, el cine erótico era lo más subido de tono que se podía encontrar, y la pornografía como tal aún no asomaba sus narices en la cartelera. Pero vamos, que uno no necesitaba ver carne para sentir escalofríos. Lo  que nos gustaba ver eran las películas de acción, los dramas fuertes, las policiales, las épicas historicas y las películas de terror, que siempre eran para mayores

Bastaba una buena película y una escena bien hecha, para quedarse con los ojos como platos y con el alma extasiada.

El cine caló hondo en muchos aspectos de mi vida. 

El cine me ayudaba hasta con el colegio. Más de un profesor, cuando tenía una mala nota, se mostraba benigno y preguntaba: —Oye Casitas, ¿qué película están dando hoy…?

En casa, hasta nuestras mascotas llevaban nombres cinematográficos. No estoy exagerando. Recuerdo mucho a mis hermosos amigos peludos (algunos ladraban y otros maullaban) con los nombres de Llanero, Ringo, Sabata, Trinity, Sartana, Django (sí, esos del spaghetti western) otros eran Tarzán, Maciste, Hércules, Goliat, Godzilla, Tintorera. Viéndolo en retrospectiva, parece que tuve una jauría. Era una especie de zoológico fílmico. 

Ahora, no todo era pantalla e imagenes. Desde pequeño, aprendí a admirar a los que estaban detrás, algo que pocos hacían, cómo es, leer los créditos finales de las películas.

Así aprendí a conocer a directores y actores. Me fascinaba imaginar a  Hitchcock diseñando un crimen sin mostrar una sola gota de sangre, o a Sergio Leone sacando poesía del polvo del desierto. Y ni hablar de los soundtracks. ¿Qué sería de «Psicosis» sin los violines chillones? ¿O de «El Padrino» sin las notas melancólicas de Nino Rota?

El cine era una maquinaria compleja, casi mágica. Cada engranaje contaba. Cada luz, cada sombra, cada silencio tenía intención. 

Una vez escuché una frase que se me quedó grabada: “El cine no es un pedazo de vida, sino un pedazo de pastel”, de Alfred Hitchcock. Y sí, eso era para mí. Un pastel de capas infinitas, lleno de sabor, de azúcar, de colores y de emociones que uno no se podía terminar nunca.

No puedo dejar de mencionar las películas qué más me gustaron y quizás me influyeron. Recuerdo «Los diez mandamientos», «Ben Hur», «Terremoto», «Incendio en la torre»,«La aventura del Poseidón», «El padrino» en sus dos partes, «Un violinista en el tejado», «Operación Dragón», «El día del Chacal», «Papillon», «Star Wars», «Superman». Luego llegó «Encuentros Cercanos del Tercer Tipo» y «Allien» que me influenciaron tanto que no había noche que no observara los cielos. Me aterraron «El Exorcista», «Dracula», «Nosferatu el Vampiro», «El bebé de Rosemary» y «La Profecía». «Tiburón», me hizo pensar dos veces antes de meterme  a nadar en el Mariño. 

El cine tenía ese poder de meterse en tu cabeza y cambiar la manera en que veías el mundo.

Cómo olvidar las películas de artes marciales, los dramas hindus, las comedias musicales, de Palito Ortega, Sandro, Elio Roca,  Rocío Dúrcal, y luego «Saturday night fever» y «Grease». Y si sigo no paro, son tantas y tantas.

Muchas nos llenaban de adrenalina, otras nos hacían reír y otras nos hacían llorar sin pudor ni verguenza.

En casa, más de una discusión familiar se resolvía con una frase de película. Era como tener un guionista invisible metiendo mano en el guion de nuestra vida cotidiana.

Hay algo melancólico en el recuerdo del cine. Porque también está asociado a personas que ya no están. 

Mi padre en primer lugar, con quién no solo disfruté muchas películas sino acompañe a programar películas en las distribuidoras limeñas de esas épocas. 

A los proyeccionistas con manos curtidas que premunidos de tijeras y acetona, empalmaban películas como si hicieran cirugía.  Al personal de los cines, a los amigos de infancia con los que compartí emociones. 

Uno nunca olvida esas primeras películas. No porque fueran obras maestras, sino porque uno estaba allí, presente, con todos los sentidos abiertos. Como dice el gran Gabriel García Márquez: “Lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre”.

Hoy el cine ha cambiado. Las salas oscuras han sido reemplazadas por pantallas de celular, y los proyectores ruidosos por streamings silenciosos. No digo que esté mal. Solo digo que es distinto. 

Uno de mis mayores placeres, aún sigue siendo, escuchar los soundtracks de grandes películas, a oscuras o con los ojos cerrados, y milagrosamente la mente se llena de imágenes. 

Ahora uno puede ver tres películas mientras lava la ropa y responde mensajes. Antes, ir al cine era un ritual, de atención completa, casi como ir a misa.  Uno se bañaba, se perfumaba, se preparaba mentalmente. Era una cita, no una distracción.

Pero aun así, cuando aparece una buena película, de esas que sacuden el alma y hacen latir más fuerte el corazón, todo vuelve. La emoción, la risa, el suspenso, el deseo de contarle a alguien: «¡Tienes que verla!». Y ahí me doy cuenta de que, aunque todo cambie, el cine sigue siendo ese viejo amigo con el que crecí. Un cómplice que me regaló miles de vidas y me enseñó que las historias importan. Que nos salvan, nos consuelan y a veces, incluso, nos enseñan a vivir.

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