“Voy a descansar un rato”, dijo Antonia; se veía agotada.
“Está bien”, respondió su esposo que la tenía abrazada por la espalda, “estaré afuera, te alcanzo en un momento, ¿sí?”.
“Sí”, suspiró, y subió a su habitación. Se acercó a la ventana que daba al jardín y miró el horizonte. Era una tarde extraña, con un cielo extraño, poblado por innumerables nubes pequeñas, como si un millar de ovejas se hubiese diseminado por el infinito. Tras ellas, brillantes, el azul era intenso y vívido. En contraste, su jardín aparecía desolado y frío, sin un rayo de sol. Apretó con fuerza el frasco de pastillas que llevaba en el bolsillo de la bata y miró hacia abajo; su marido no salía aún, pero ahí estaba el pasillo, otra vez ese pasillo de hospital; ella y su esposo esperando al médico… Sacudió la cabeza, parpadeó.
“No”, se dijo, “no otra vez”. Sus visiones se habían hecho más frecuentes y escapaban por completo a su voluntad. Luego de algunos segundos salió el doctor.
“No podemos hacer nada”, dijo.
“¡Por Dios!”, gritó su marido, “¡estamos en el siglo veintiuno, ¿cómo que no podemos hacer nada? ¡Tiene seis años!”. Sin embargo, Antonia no llegó a escuchar eso, se derrumbó, se había dejado caer en el hondo foso que se abrió bajo sus pies.
Sacudió la cabeza una vez más; su marido, que había salido ya, iba de un lado al otro como buscando algo. Antonia apoyó el hombro en el borde de la ventana mirando el frasco de pastillas; su dedo pulgar recorría las letras negras de la etiqueta. Una súbita resolana llamó su atención; el sol había dejado atrás la nube que lo cubría y ahora iluminaba con intensidad el césped, las margaritas que lo rodeaban, el jacarandá, la cuerda, el asiento atado a ella y a su niña, que se balanceaba riendo y mirando al cielo. Al ir hacia atrás, doblaba sus piernecitas hasta tocar el asiento con los talones, y al ir hacia delante las estiraba con fuerza, provocando un balanceo mayor. Antonia estiró la mano como si con ello pudiera frenar aquel endiablado vaivén; en el momento que tocó el vidrio, se ocultó el sol y la visión se fue.
Su marido había traspasado el límite de las margaritas, caminaba por la ladera contigua al jardín, que había vuelto a verse desolado y triste. Lo vio detenerse titubeante. “¿Qué busca?”, se preguntó. “No hay nada que buscar porque no hay nada que encontrar, amor”, le dijo con tristeza, mirándolo a lo lejos, agachado sobre unos arbustos.
“Tú puedes, eres fuerte, pero yo no, no doy más. Lo siento tanto”, seguía diciéndole. Posó la palma de su mano sobre la tapa del frasco, la hizo girar, la levantó y miró las pastillas en el interior. Caminó hasta su velador, tomó una botella con agua y volvió a la ventana. Su esposo estaba ahora casi oculto por los arbustos; apenas podía ver su cabeza, parecía bastante afanado en algo que ella no lograba descifrar. El sol salió otra vez, fuerte, enceguecedor. Como en un cuadro de bordes difuminados, vio a su pequeña balanceándose, empujada por su padre que, disfrazado de Peppa Pig, simulaba una caída aparatosa, provocando la risa incontenible de la niña; una carcajada que le salía del alma, una risa feliz. La luz se volvió a ir.
“¿Cómo lo hacías?”, pensó Antonia mirando a su esposo, que parecía estar haciendo jardinería en el lugar equivocado. “Estabas tan quebrado, tan deshecho, tan muerto como yo”, dijo susurrando. “¿De dónde sacabas el valor?”, sollozó.
Un viento frío recorrió el exterior, levantando las hojas secas que había en el césped. Sintió ese frío recorrer su cuerpo, vació el frasco en la palma de su mano y miró las pastillas. El sol no salía, pero la nube que lo ocultaba era tan blanca que produjo una resolana amarillenta que avivó el jardín con un efecto ámbar que lo hizo más bien acogedor. No pudo evitarlo y miró una vez más hacia abajo; en medio del césped vio la cama del hospital con su niña recostada de espaldas, y ella y su esposo a ambos lados tomándole una mano cada uno.
“Papi, tengo sueño”, dijo la pequeña; su voz era apenas audible.
“Está bien, amor, duerme, estaremos aquí contigo”, contestó él con serenidad y calma, amoroso. “¿Y sabes qué va a pasar cuando te quedes dormida?”, continuó poniendo a su voz un tono divertido, “pues nos vas a pasar a mami y a papi una descarga eléctrica que nos va a dejar como dos espantapájaros despeinados por el viento”. La niña esbozó una sonrisa, entreabrió la boca y emitió una risa queda, muy queda. Su débil cuerpecito se sacudió un poco, cerró los ojos y dejó de respirar.
Antonia se llevó las pastillas a la boca y bebió largos tragos de la botella hasta pasarlas todas; el esfuerzo le dejó la garganta dolorida. Siguió sollozando: “¿Cómo podías hablar así, por Dios, cómo te daba el alma para tanto?”. Puso las manos contra el vidrio y gritó, sacudida por el llanto: “¡¿De dónde, maldita sea, de dónde sacabas el valor?!”. Necesitaba aire, abrió la ventana; no podía ver a su esposo, pero los arbustos se sacudían a lo lejos, debía estar tras ellos. Necesitaba verlo una vez más. “Perdóname, amor”, susurró, buscándolo. Esta vez el sol salió del todo, pero no llegaba a iluminar el jardín; era como un reflector que formaba un chorro de luz sobre la ladera donde se hallaba él. Lo vio salir de detrás de los arbustos con un ramo de flores silvestres en la mano. Él la miró algo extrañado y comenzó a caminar hacia la casa; el sol se ocultó tras otra nube, pero esta se retiró al instante, haciendo que la intensidad solar lo invadiera todo. Entonces la vio con claridad, con nitidez, y supo de inmediato que el mundo se desmoronaba del todo ya; y corrió, corrió hacia ella, corrió para no caer en el hondo foso que también se abría bajo sus pies.
No podía oírlo, pero tenía claro que gritaba: “¡No!”. En su loca carrera soltó las flores y estas volaron por los aires, como si llovieran a su alrededor. El sol le daba de lleno en el rostro que mostraba con claridad un terrible miedo en sus ojos, un miedo atroz que atravesó el espacio, entró por la ventana y remeció a la mujer hasta sus entrañas. “No viene solo por mí, viene también por él”, se dijo Antonia.
Al ver aquel miedo en sus ojos, comprendió por fin que era ella la fuente de aquella fuerza que lo sustentaba, que de ella había tomado el valor que le permitió hacer reír a su niña aún en el instante mismo de su muerte, a pesar de tener el alma destrozada por el dolor. Y ella, que era el respirador que lo conservaba vivo, el delgado y débil hilo que lo tenía asido a la vida, el único motivo por el que estaba en pie ese hombre que fuera un ángel para su hija; ella, con un egoísmo supino, se desconectaba, le soltaba la mano, lo dejaba caer.
“¡No!”, gritó con un temblor en la voz que la sacudió hasta el alma; se llevó la mano a la boca y se introdujo dos dedos en la garganta, y corrió también, corrió hacia él, corrió encorvada y rociando pastillas a medio disolver por el suelo de la habitación.
FIN
1 com.
Bellísimo y muy sentido