DE LA ENVIDIA, LA  GENEROSIDAD Y EL ALMA HUMANA

por Carlos Antonio Casas
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Una conversación ligera sobre cosas pesadas

Hay sentimientos que se disfrazan con mucha habilidad. Se visten de crítica constructiva, de comentario inocente o incluso de noble preocupación. 

Uno de ellos, sin duda, es la envidia. No hay quien la reconozca en sí mismo sin antes haber pasado por una buena sacudida del alma o, por lo menos, una confesión en confianza. 

Es ese cosquilleo incómodo que uno siente cuando ve al vecino estrenar auto, al compañero de trabajo ascender, al familiar con un deslumbrante celular nuevo o a la amiga de mirada altanera compartir en redes fotos de su quinto viaje a Europa, mientras uno solo aspira a darse una vuelta por Yaca, el fin de semana.

Marco Aurelio Denegri, con su lucidez tan filosa como elegante, nos dice:

 

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«La envidia está íntimamente relacionada con el sentimiento de inferioridad. El elemento comparativo es esencial; no puedes concebir la envidia si no comparas, y finalmente comparas a las personas que están cerca y que te son afines por más de un concepto…

Las mujeres son básicamente envidiosas, no por maldad, sino porque históricamente han sido más sometidas a esquemas comparativos de apariencia, afecto y validación social. Pero la envidia, en rigor, no tiene género: es universal, transversal y cotidiana. Nadie está del todo libre de ella, aunque pocos la reconocen en sí mismos…»

Denegri nos recuerda que la envidia nace de la comparación. 

No de cualquier comparación, sino de la más venenosa: la que uno hace con sus pares. Uno no envidia al millonario inalcanzable, ni a la estrella del fútbol, ni al astronauta de la NASA que juega con la gravedad. No. Uno envidia al compañero de oficina que tiene la misma formación, el mismo sueldo base, y que de pronto aparece con un  celular que solo le falta volar. Es ahí donde arde. Porque, en el fondo, ese éxito cercano nos recuerda que nosotros también podríamos… pero no lo hicimos.

La envidia es una emoción tímida y vergonzosa. Rara vez se presenta con nombre propio. Más bien se esconde tras frases como «¿Y a qué hora trabajará con tanto viajecito?», o «Le irá bien, pero todos sabemos con quién se junta…». Es una emoción parasitaria. No construye, no crea, no propone. Solo roe.

Y sin embargo, no estamos condenados a ella. Porque si bien la envidia es universal, también lo es su antídoto: la generosidad. Y aquí se pone interesante el tema.

Porque la generosidad no es la simple acción de dar, sino una forma de mirar el mundo.

Es ver al otro progresar y sentir alegría. No porque uno se conforme con poco, sino porque se reconoce que el bien ajeno no disminuye el propio.

En varias sociedades, como las  del norte de Europa, Japón y ciertos círculos anglosajones, el progreso del otro suele verse como una fuente de inspiración colectiva.

Si un vecino logra algo significativo los demás se alegra. Si alguien abre un negocio y le va bien, el comentario común es: «¡Qué bueno! Lo merece por su esfuerzo», o por su entereza su conocimiento. Se convierte en un motivo de orgullo para la comunidad.

En cambio, en nuestra sociedad —y esto lo confirman estudios de percepción social y análisis comparativos de cultura latinoamericana—, sucede exactamente lo contrario: el éxito del otro se vive con sospecha o incomodidad. Se murmura, se minimiza, se atribuye a favores oscuros o palancas invisibles.

En vez de motivarnos, nos amarga. Como si el triunfo de otro nos dejara a nosotros más pobres, más lentos o más tontos.

En el mejor de los casos, se dice:

«Si él pudo, yo también» y surge el negocio clon. Se celebra el avance ajeno como prueba de que «sí se puede».

El progreso ajeno se vuelve un espejo que no queremos mirar, porque nos enfrenta con lo que no hicimos, con lo que postergamos, con lo que no nos atrevimos.

Esa actitud, que nace de una percepción interna de escasez, nos condena a una especie de tristeza colectiva. Porque cuando no se puede celebrar al otro, se termina por sabotearlo. Y eso nos empobrece a todos, no solo al envidiado. Nos deja sin referentes, sin modelos positivos, sin alegría compartida.

«¡Qué se creerá ese!» dicen.

Por eso es tan urgente recuperar el valor de la generosidad. Porque esta es luminosa, expansiva, contagiosa. Nos permite ser felices con los logros de los demás, incluso si aún no alcanzamos los propios.

Es como ser público en una obra de teatro o en el circo: no estás en el escenario, pero tu aplauso también construye el espectáculo. Mientras que la envidia se atrinchera, la generosidad se abre. Es una diferencia de formación espiritual.

Algunas veces confundimos la generosidad con el sacrificio, como si dar fuera siempre doloroso. Pero no. También se da con alegría, con gusto, con picardía incluso. ¿O acaso no has visto la cara de satisfacción de la mamá (a veces privandose ella misma), que comparte su comida diciendo «prueba, está buenazo»?

El generoso disfruta el acto de dar porque sabe que al compartir no pierde, sino que gana afecto, vínculos, sentido, el cielo.

Por su parte, el altruismo —ese hermano mayor y sabio de la generosidad— va un paso más allá. No solo se alegra por el bien ajeno, sino que lo procura activamente, incluso cuando no hay retribución. Es un movimiento hacia fuera que nace desde adentro. El altruista no pregunta cuánto va a recibir, sino cómo puede servir. Y aunque pueda sonar heroico o exagerado, lo cierto es que todos hemos conocido —o tal vez sido— alguna vez un altruista sin darnos cuenta: el amigo que se queda hasta tarde ayudando sin que nadie lo pida, el desconocido que  ayuda a un caído sin esperar siquiera un «gracias», la vecina que comparte sus plantas o sus guisos sin más motivo que darte una alegría.

La gran diferencia es esta: mientras la envidia necesita que el otro pierda para que uno gane (o al menos lo sienta así), la generosidad y el altruismo permiten que ambos ganen al mismo tiempo.

En la lógica del envidioso, el pastel es pequeño y no alcanza para todos. En la lógica del generoso, el pastel se puede partir en más porciones… o mejor aún: se puede hornear otro.

Y sin embargo, hay que tener cuidado. Porque la envidia es astuta. Se disfraza, se esconde, se cuela en las conversaciones más inofensivas. En el fondo, lo que busca no es justicia, sino derribar. No quiere subir, sino que el otro baje.

Es como aquel que, al ver que el vecino tiene un árbol con frutos, en vez de plantar uno propio, lanza piedras o frutos enfermos para infectarlo. Triste. Estéril. Pero común.

Por eso, es importante cultivar en nosotros una mirada más benévola y festiva hacia los logros ajenos. Aprender a aplaudir sin ironía. A celebrar sin cálculo. A reconocer que el éxito del otro no nos disminuye, sino que nos puede inspirar. 

Al fin y al cabo, ¿no estamos todos tratando de llegar al mismo lugar? ¿Por qué no ir acompañados?

Claro que no todo lo que brilla es virtud. Y aquí cabe una distinción crucial: hay quienes progresan a fuerza de talento, estudio, constancia y una pizca de suerte… y hay quienes «progresan» gracias al dinero sucio. 

En nuestros barrios y ciudades abundan ejemplos de personajes que ostentan riqueza de la noche a la mañana: autos de lujo, viajes, fiestas fastuosas, negocios que nunca cierran y nunca venden ni tienen clientes. Y todos sabemos —aunque nadie diga nada— que ese supuesto éxito está empapado del narcotráfico, del lavado de activos, de la corrupción más vulgar. En esos casos, la envidia sería un doble error: porque ni es progreso legítimo, ni hay honor en desear lo que ha sido robado.

Y sin embargo, hasta esas figuras provocan comentarios admirativos en algunos. Es el síntoma de una sociedad que ha confundido valor con precio, y éxito con impunidad. Por eso, es urgente recuperar referentes reales, admirables por lo que construyen y no por lo que aparentan. En vez de mirar con resentimiento al que trabaja honradamente, tal vez deberíamos empezar a mirar con desdén —y con leyes más eficaces— a quienes maquillan el delito con brillo. 

La verdadera generosidad también exige sentido crítico: no todo ascenso merece aplauso, ni toda fortuna es motivo de inspiración.

En ese sentido, la generosidad es revolucionaria. Rompe la lógica mezquina del «solo yo», para proponer el «hay para todos, todos podemos». Y esto no es poesía barata, es filosofía práctica. 

Porque el mundo mejora cuando dejamos de sabotear y empezamos a sostener. Cuando dejamos de medirnos y empezamos a compartirnos.

La envidia, como bien decía Emil Ludwig, es el único pecado que no fructifica. Porque ni siquiera tiene dirección. No te lleva a construir, solo a criticar. No te impulsa a cambiar, solo a murmurar. Es un mal silencioso, que corroe por dentro mientras se maquilla por fuera. Y lo peor: se cansa uno mismo, de tanto mirar al otro.

Hasta el odio es mejor, puede empujar a una persona a crear, a vengarse con obras o a superarse por competencia. La envidia, no. No crea, no edifica, no transforma: sólo corroe

Así que, si alguna vez la envidia toca tu puerta —porque lo hará, todos la hemos sentido, en algún momento, en alguna medida—, no le abras con solemnidad. Mejor invítala a pasar y cuestiónate en voz alta: «¿Y tú qué haces aquí?». Y cuando te responda con una mueca de amargura, dale la espalda y busca un motivo para aplaudir a alguien. Porque ese pequeño gesto te vuelve más grande.

Al final, la vida es demasiado corta para contar logros ajenos con resentimiento. Más vale contar amigos, sumar alegrías, y multiplicar los momentos en los que dimos sin esperar, y nos alegramos sin tener. Porque la generosidad no es una virtud elitista, ni un lujo de santos: es un estilo de vida. Uno que, curiosamente, nos protege de ese óxido silencioso que es la envidia.

Y si algún día sientes que otro te eclipsa… no te apagues. Al contrario: brilla también. Que el sol, cuando sale, sale para todos.

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