DIGNIDAD SIN FRONTERAS: CRÓNICA DE UNA DEPORTACIÓN

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Las sombras de la injusticia a menudo se proyectan sobre quienes buscan una vida mejor lejos de su tierra natal. Esta historia, aunque narrada a través de los personajes ficticios de Ernesto y Luis, refleja la cruda realidad que miles de inmigrantes enfrentan cada día en los Estados Unidos. Sus voces, aunque imaginadas, hacen eco de testimonios reales: personas que tras décadas de trabajo honesto, de construir familias y comunidades, se ven súbitamente arrancadas de la vida que construyeron. La arbitrariedad de las detenciones, la pérdida de bienes duramente ganados, la separación familiar y el trato deshumanizante en los centros de detención no son producto de la ficción, sino un espejo de acontecimientos que se repiten día tras día en la vida real. A través de estos personajes, nos adentramos en una realidad que muchos prefieren ignorar, pero que exige ser contada.


La cárcel era fría, como lo son siempre los lugares donde la humanidad se desvanece.

Las paredes grises, el olor a desinfectante barato y el sonido metálico de las puertas que se abren y cierran marcaban el ritmo de aquel infierno temporal. 

Allí, en una celda compartida, dos hombres esperaban su deportación. Uno era un señor latinoamericano de más de 70 años, con el rostro surcado por las arrugas del tiempo y la nostalgia. Se llamaba Ernesto. El otro, un joven hispano de unos 25 años, de mirada inquieta y manos temblorosas, se hacía llamar Luis. Ambos estaban esposados, con los pies engrilletados, y compartían el mismo destino: ser expulsados de un país que, para uno, había sido hogar durante más de cuatro décadas, y para el otro, una promesa truncada.

Ernesto había llegado a Estados Unidos en los años 70, con una maleta de cartón y un corazón lleno de sueños. Trabajó muy duro y aún lo seguía haciendo pese a estar jubilado. 

Laboró en los campos agrícolas, en construcciones y en fábricas, limpió oficinas, cuidó jardines y, finalmente, consiguió la ciudadanía americana y la Green Card, que le había permitido conseguir mejores trabajos sobre todo, mejor remunerados. Así, logró llevar a su familia que había dejado en su país batal.

Había pagado impuestos, criado a sus hijos y vivido con la dignidad de quien sabe que su esfuerzo vale más que cualquier papel. 

La mayor parte de sus hijos, eran profesionales, bien establecidos y miembros relevantes en sus respectivas comunidades. Buenas personas de nombre y corazón, que asistían puntualmente a los servicios religiosos y hacían todo el bien que podían, como él les enseñó desde pequeños. ¡Estaba muy orgulloso de ellos!

Pero todo se derrumbó en un instante.

Ese día, mientras esperaba en el auto a su esposa que estaba terminando de hacer las compras en el supermercado, vio a una mujer mayor y bien vestida, que cargaba en su coche las cosas que compró en el supermercado. Ella descuidó su bolso, dejándolo a un costado, el mismo que fue tomado por un hombre joven rubio y mal vestido, que lo escondió entre sus ropas rápidamente, y sin ni siquiera apresurarse, se fue caminando tranquilamente. 

Ernesto, sentado frente al timón de su vehículo tuvo que controlarse para no intervenir. 

En casa, en estos últimos días, habían estado hablando de evitarse problemas, de evitar llamar la atención, pues sabían que las autoridades estaban deteniendo a cualquier latino, con cualquier pretexto, muchas veces, de manera arbitraria y abusiva, y a veces, sin siquiera escucharlos, despojándolos de su dignidad y de los bienes adquiridos con tanto esfuerzo en su estadía en ese país, los deportaban con una mano adelante y la otra atrás.

Con enojo, golpeó el timón, indignado por verse obligado a no intervenir para evitar llamar la atención de las autoridades. 

Cuando la anciana mujer se puso a gritar, dos hombres de seguridad del supermercado se acercaron a ella y luego se pusieron a buscar, caminando y mirando en varias direcciones, escrutando a todos con mirada Insolente. Sin razón alguna, ni siquiera la más leve sospecha, solamente por el hecho de ser latino, cogieron a un muchacho que salía del supermercado con una pequeña bolsa.

Ernesto, con la certeza de haber visto al verdadero ladrón, sintió indignación en su pecho. Quiso ir a defenderlo, a aclarar la situación, pero no lo hizo por prudencia.

Poco después llegó un patrullero y entonces, Ernesto decidió intervenir para evitar una injusticia. Sin pensarlo otra vez, bajó de su vehículo y corrió hacia ellos para explicarles que cometían una equivocación.

—¡Él no fue! —clamó—, ¡yo lo vi todo!

—Y si lo vio… ¿porque no intervino? — le dijo uno de los policías.

—Trate de llamar la atencion de la señora, pero ella me miró y me ignoró —explicó.

—Surely this old man was his a complice! (Seguramente este viejo es su complice) —asevero la señora, incriminandolo, en vez de agradecer.

—¡Oiga, que le pasa! —exclamó Ernesto, cuando uno de los policias, un gigantesco afroamericano lo empujó contra el coche.

Pero las palabras de un hombre moreno, de acento extranjero, no tenían peso frente al prejuicio de quienes lo rodeaban.

—Les digo que yo vi al ladron, es un muchacho desgarbado y rubio, probablemente un vagabundo…

No le hicieron caso, ambos fueron detenidos, acusados de complicidad para el hurto.

De nada sirvieron las explicaciones de Ernesto ni los llantos y súplicas de su esposa que llegó poco después y se sorprendió al ver a su esposo detenido. 

—No hagas escándalo mujer —le pidió Ernesto—. Estos son capaces de detenerte a ti también. Avisa a los chicos y busquen un buen abogado. 

Poco después llegaron las autoridades de migración y ahora esperaban su deportación. En la celda, el silencio era pesado. El muchacho rompió el hielo con una voz temblorosa:

—¿Por qué lo hizo, señor? Usted no me conoce. Podría haberse quedado callado. ¡Mire usted el problema en que se metió por defenderme!

Ernesto lo miró con una mezcla de tristeza y serenidad.

—Porque sé lo que es ser juzgado sin pruebas, hijo. Porque sé lo que es ser invisible. Porque siempre debemos hacer lo que nos corresponde, así no nos guste o nos dé miedo. Por todo eso. Y porque, aunque este país me ha dado mucho, también me ha quitado cosas que no se pueden medir. ¿Cómo te llamas?. 

—Luis, señor. Luis Ortiz, ¿y usted? 

—Yo soy Ernesto Guevara. 

—¡Como el guerrillero argentino! 

Ernesto asintío, sonriendo con tristeza.  Luis bajó la mirada, avergonzado, sintiendo que había dicho una impertinencia. 

—¡Yo solo quería una oportunidad! Vine aquí para trabajar, para ayudar a mi familia. Pero parece que nunca es suficiente. Las cosas se complicaron con este nuevo presidente.

Ernesto asintió, recordando sus propios años de lucha.

—Este país tiene dos caras, Luis. Una te recibe con los brazos abiertos, te da trabajo, te permite soñar. La otra te golpea cuando menos lo esperas, te recuerda que nunca serás uno de ellos. Pero hay algunos que se creen superiores, simplemente por el color de su piel y de sus cabellos. Por ello, son a veces, déspotas y abusivos. ¡Se veia venir! Y pensar, que hay latinos como nosotros que votaron por este señor. ¡Cómo se equivocaron! Y ahora, con todo este odio que se ha desatado, es aún peor.

Luis lo miró, confundido.

—¿Odio, señor?

Ernesto suspiró y, con voz pausada le contó de un texto que había leído hacía muy poco. Era una reflexión mordaz de un hombre inglés sobre el hombre que había asumido la presidencia de los Estados Unidos, sembrando división y desprecio. Ernesto recitó pausadamente y con amargura, las frases que iba recordando

—Trump carece de ciertas cualidades que los británicos tradicionalmente estiman. Por ejemplo, no tiene clase, ni encanto, ni frescura, ni credibilidad, ni compasión, ni ingenio, ni calidez, ni sabiduría, ni sutileza, ni sensibilidad, ni autoconciencia, ni humildad, ni honor, ni gracia…

Luis escuchaba atentamente, mientras Ernesto continuaba:

—Es un troll. Y como todos los trolls, nunca es gracioso y nunca se ríe; solo canta victoria o se burla. Y aterradoramente, no solo habla con insultos crudos y sin ingenio, realmente piensa de esa manera. Su mente es un simple algoritmo de prejuicios mezquinos y maldad automática.

El joven asintió, recordando las noticias que había visto, los discursos llenos de ira y desprecio hacia los inmigrantes.

—Es como si estuvieramos en guerra y nos hubieran convertido en sus enemigos —dijo Luis—. ¡Como si no fuéramos personas! 

Ernesto lo miró con compasión.

—Sí, hijo. Por culpa de unos cuantos perversos, asumen que todos somos malos. Pero no podemos dejar que eso nos defina. Nosotros sabemos quiénes somos. Sabemos que vinimos aquí con buenas intenciones, que trabajamos duro, que amamos a nuestras familias. Eso es lo que importa.

Los dos guardaron silencio por un momento, reflexionando sobre las palabras compartidas. Luego, Luis preguntó:

—¿Y ahora qué, señor? ¿Qué haremos cuando nos deporten?

Ernesto sonrió con tristeza.

—Volveremos a empezar. Es lo único que sabemos hacer. Tú eres joven, Luis. Tienes toda una vida por delante. No dejes que este golpe te detenga. Sigue adelante, con la cabeza en alto.

Luis asintió, pero su voz tembló al hablar:

—Pero duele, señor. Duele saber que no importa cuánto lo intentemos, siempre habrá alguien que nos vea como menos.

Ernesto lo miró fijamente, con una determinación que solo los años pueden dar.

—El dolor es parte de la vida, hijo. Pero no podemos dejar que nos consuma. Tenemos que seguir luchando, no solo por nosotros, sino por los que vienen detrás. Por nuestros hijos, por nuestros nietos. Para que ellos no tengan que pasar por lo mismo.

Los dos hombres se reclinaron contra la pared fría, compartiendo un silencio que hablaba más que mil palabras.

—¿Y qué pasará con mis cosas, con mis ahorros? 

—¿Tenías mucho…? 

—No mucho, algunos ahorros más lo básico para vivir. Recién compré un coche. La mayor parte de lo que ganaba, lo enviaba a mi familia. 

—Supongo que lo perderás todo, ellos se lo quedarán. Me contaron que incluso se apropian de los beneficios sociales de quienes han trabajado aquí toda su vida.

—¡Es un abuso, señor!

—Lo es. Por donde lo mires, es un abuso. 

—¡Nos tratan como delincuentes!

—¡Así es! Por culpa de unos cuantos malditos, ahora pagamos todos. 

Finalmente, llegó el momento de partir. Los guardias los llevaron esposados y engrilletados hacia unos barracones, donde los separaban por nacionalidades. De allí irían a los aviones que los devolverían a sus países de origen.

Ernesto miró por última vez el cielo de Estados Unidos, un cielo que había sido testigo de sus sueños y sus luchas. Sintió una punzada de dolor, pero también una extraña sensación de liberación.

En el avión, lo sentaron junto a dos muchachas que lloraban amargamente. Una de ellas, le preguntó:

—¿Cree que algún día las cosas cambiarán, señor? ¿Podremos volver? 

Ernesto la miró y sonrió.

—Sí, hija. Las cosas siempre cambian. Pero el cambio no viene de arriba, viene de nosotros. De nuestra capacidad para mantenernos firmes, para no perder la esperanza, para seguir creyendo en la bondad de las personas. Ese es el verdadero triunfo. ¡El mundo entero tendrá que protestar por este atropello! Trump está resultando peor que Hitler. 

El avión despegó, llevándose consigo las historias de cientos de hombres que, a pesar de todo, seguían creyendo en la posibilidad de un mañana mejor. Y mientras las nubes envolvían la aeronave, Ernesto recordó las palabras de un poeta de su patria: «El hombre es fuerte cuando se levanta después de caer, cuando sigue caminando a pesar de las heridas».


La vida nos pone frente a desafíos que, a veces, parecen insuperables. Nos enfrenta a la injusticia, al prejuicio, al dolor. Pero en medio de la oscuridad, siempre hay una luz: la luz de nuestra humanidad, de nuestra capacidad para levantarnos y seguir adelante.

Esta es una historia ficticia, aunque muchas historias similares están sucediendo en este momento en los Estados Unidos.

A pesar de ello, no debemos olvidar que aunque el mundo pueda ser cruel, nuestra fuerza interior es más poderosa que cualquier obstáculo.

No permitamos que el odio nos defina. Sigamos luchando, con amor, con esperanza, con la certeza de que, al final, la bondad siempre triunfará.

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