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De un tiempo a esta parte se ha puesto de moda decir «estimado». Una palabra que nació para expresar aprecio y terminó convertida en muletilla de oficina y de mercado.
La vemos en correos electrónicos, en mensajes fríos, en anuncios impersonales: «Estimado cliente», «Estimado usuario», «Estimado amigo»… Y aunque gramaticalmente esté bien usada como adjetivo, uno ya sabe que detrás no hay afecto, sino trámite.
Pero la cosa empeora cuando la palabra se usa sola, convertida en sustantivo: «Disculpe, estimado…», «Pregunte, estimado…» o «Gracias, estimado». Entonces suena hueco, suena a farsa, como si alguien quisiera aparentar amabilidad sin tomarse la molestia de mirar a los ojos.
Lo usa, generalmente, gente que quiere sonar educada o sofisticada… y logra exactamente lo contrario. Porque «estimado» sin contexto ni destinatario real no suena cortés: suena impersonal, descortés y hasta vulgar.
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Las palabras, cuando pierden alma, se vuelven ruido con modales. Suenan bien en teoría, pero no tocan a nadie. Y es que la verdadera educación no está en las fórmulas prefabricadas, sino en la sinceridad del gesto.
Valdría la pena hablar con más verdad y menos adorno. Recuperar el gusto por llamar a la gente por su nombre. Porque, al final, nada suena más bonito que nuestro nombre cuando es dicho con estima verdadera.
Si no sabemos el nombre, digamos simplemente señor, señora, joven o señorita. Más vale eso que el «estimado» vacío, que no estima a nadie.
Y si alguien se ofende por esta reflexión, que me disculpe, estimado.
Pero esta vez, dicho con cariño y mirando a los ojos.
