Tenía diez años de edad, cuando salí de Lambrama, para terminar la primaria en la Gran Unidad Escolar Miguel Grau, de Abancay. Mis hermanos mayores, ya establecidos desde antes, vivían en la avenida Prado, en una casa alquilada, frente a la capilla del Señor de la Caída.
La casa, hasta donde se ingresaba por un enorme portón compartido, tenía un dormitorio grande, una sala-comedor y una cocina separada por un pequeño jardín con árboles de granadas e higos. Nos cobijó por tres años, donde compartimos el calor de hogar, a pesar de la ausencia de mamá Dora, fallecida años antes; y papá que nos visitaba dos a tres veces al mes, para cumplir sus compromisos de pagos, alquileres y alimento de sus hijos.
Contábamos con el apoyo de una empleada de hogar, una buenamoza lambramina, muy joven y pizpireta que, de vez en cuando, nos castigaba con comidas mal cocidas, pues le ganaba la prisa de salir a la calle al encuentro de su enamorado de ocasión.
Allí, en la casa de la capilla, alegramos nuestros años escolares con la amistad de los hijos del dueño de la residencia, un hombre serio, severo, extremadamente disciplinado que, por su talento artístico, era un personaje muy conocido en Abancay, en el colegio Miguel Grau. Su señora, una dama muy activa, atenta y querendona, destacaba en la crianza amorosa de sus hijos. Una familia alegre y bulliciosa.
Don Ángel, rodeando a la Orquesta Villar (1953). Fotocomposición creada con material del Piki, Luis Aguilar Serrano.
La artesanía en madera, la pintura, la música profesional, la pesca y caza artesanales a la que se dedicaban la mayoría de nuestros vecinos, nos comprometía en algunas ocasiones. Los menores –hijos y nietos- accedían con natural facilidad a los instrumentos musicales, cosa imposible para nosotros.
Los juegos infantiles generalmente centrados en la explanada de la capilla o en los huertos del interior, ocupaban nuestros tiempos de manera privilegiada. La huerta ofrecía frutos variados, a los que teníamos acceso restringido y controlado. Hasta el techo de la cocina caía un ramal de una higuera que en época de fructificación se cargaba del dulce manjar, al que dábamos rienda suelta sin límites, sin horarios, sin control. Había higos hasta el cansancio.
Algunos fines de semana, en patota con los vecinos, hacíamos caminatas hasta más allá de El Arco, con dirección al Ampay, para disfrutar de la frescura de naranjas, duraznos, higos, caña, chirimoyas, luego de ayudar en las labores de limpieza de un fundo prodigioso. Una bella época que ha impregnado un sello imborrable en nuestra memoria.
Ese hombre serio, personaje de esta semblanza era don Angelino Villar Retamozo, don Ángel, el maestro de música, el profesor y director de la banda de música del Miguel Grau, el director de la Orquesta Villar, la primera en su género que hizo historia en Abancay y cuya vigencia permanece hoy en la responsabilidad de sus hijos y nietos. Una familia de grandes músicos.
Es muy grato recordar a don Ángel, evocando su lento y firme caminar, escuchando su prolongada silbatina para llamar a sus hijos, su serenidad a la hora de los ensayos que cubría de notas de una orquesta multifacética toda la cuadra, la manzana de la residencia.
Miro imaginariamente los patios del colegio y lo veo apresurado con sus alumnos de todos los niveles, tocando marchas militares, huainos, carnavales; donde trompetas, saxos, clarinetes, tarolas, tambores, bombos, platillos, triángulos sumaban notas cada una en su preciso momento, hasta la creación de una pieza que ganaba aplausos. Otro, otro, otro…
Los desfiles escolares en la avenida Arenas, plaza de Armas, con sus músicos ataviados de guantes y escarpines blancos; las fiestas del fútbol macho de la Copa Perú en el estadio El Olivo, alentando a Unión Grauina, 8 de Octubre, DEA, Bancario o ENMA la Salle, tenían su marca especial con la alegría armada por la batuta musical de Ángel Villar.
Estaba en las reuniones sociales en el Club Unión, en la Sociedad de Artesanos, en las kermeses y serenatas de aniversario de Abancay, de los distritos y de instituciones públicas y privadas; en el cementerio despidiendo en carnavales, a quienes adelantaron. Sin duda, un gran promotor de la abanquinidad, esa condición social y geográfica de la que nos enorgullecemos aquí y allá.
Lo recuerdo compartiendo en su acogedora cocina, generosas porciones de asado de venado que su yerno, el desaparecido Roberto Sauñe -amigo y yunta de mi entrañable tío, Adrián “Maki” Pereyra-, cazaba en las afueras de la ciudad. También como muchos miles de pikis, que hemos sabido gozar de sus trompos de lloque y guarango que eran bien buscados y hacían quedar en ridículo a los coloridos mochancos que se vendían en los bazares del centro de la ciudad.
Mi afecto al recuerdo de don Ángel, a quien le pedimos “música, maestro”, en el abrazo virtual a sus hijos Miguel, Saúl, Vilma, Olga (+), Nilton; su señora Celsa (+) y familiares y amistades que, al leer esta crónica, sonreirán al son de sus memorables sinfonías.