ECOS LASALIANOS EN EL ALMA

Esta crónica la escribí hace algunos años, pero viendo la fragilidad de la vida, me animé a publicarla ahora, porque no se vería tan bonita si fuera una nota póstuma, ¿o sí?

El sol cusqueño derramaba su luz dorada sobre los antiguos muros del colegio La Salle, como si quisiera bendecirlos antes de que la modernidad los arrancara del paisaje.

Ya no era el mismo edificio en el que yo estudié, pero aún conservaba un aire familiar, como un viejo amigo que ha cambiado, pero no tanto como para dejar de reconocerse. Las aulas seguían ahí, más o menos en el mismo lugar, igual que el patio y la cancha de fútbol, aunque con la compañía de algunas construcciones nuevas que parecían susurrar: «Todo cambia».

Mientras mis ojos recorrían aquellas paredes cargadas de historias, vinieron a mi mente las palabras de Mario Vargas Llosa: «La memoria es un punto de partida para la fantasía, para la invención, para los sueños». Quizá por eso, sentado en una de las miles de sillas que estaban acomodando para el multitudinario almuerzo de despedida del viejo local, me abandoné al flujo de los recuerdos, que bajaron por mi mente con la fuerza de las aguas de la avenida Tullumayo en época de lluvias.

Unos recuerdos alborotados, caóticos y con la insolencia de las travesuras que cometimos en aquellas aulas, como si quisieran recordarme que, al final, la nostalgia también sabe reír.

Pero yo fui un estudiante tranquilo y observador en La Salle del Cusco de los años 80, cuando el tiempo parecía avanzar con menos prisa y los días tenían ese sabor único que solo la juventud puede dar. El viejo edificio donde estudié, que se erguía como un guardián silencioso en la esquina de Tullumayo y Garcilaso de la Vega, había sucumbido al capricho de un terremoto y fue reconstruido en el mismo lugar.

Allí regresé en varias ocasiones, como quien visita a un pariente querido que no deja de cambiar con los años. Pero esta vez, lo sabía, sería la última. El nuevo colegio, moderno y reluciente, se alzaba en un amplio terreno en las afueras de la ciudad, equipado con los últimos adelantos tecnológicos y pedagógicos. Y el viejo edificio, cargado de historias, risas, triunfos y exámenes olvidados, estaba sentenciado a desaparecer.

Decían que en su lugar construirían un mall, como si el ruido de los recuerdos pudiera ser reemplazado por el bullicio de las tiendas y el resplandor de los escaparates. Me quedé ahí un rato, contemplando el edificio con la nostalgia que solo se siente por los lugares que guardaron nuestras pequeñas epopeyas. Y no pude evitar sonreír al imaginar a los muros cuchicheando entre sí, indignados ante su destino: «¿Un mall? ¡Nosotros enseñamos lenguaje, historia y álgebra, no cómo encontrar la mejor oferta!». Ah, pero así es el progreso, siempre un poco olvidadizo con la memoria de los muros.

Habían transcurrido cuarenta años desde que dejé el colegio, pero ahí estaba yo, frente a esos pasillos que aún susurraban las aventuras de mi adolescencia, como si quisieran recordarme que alguna vez fui joven, rebelde y, casi siempre, pésimo en matemáticas y ciencias.

El tiempo, ese artista caprichoso, ha pasado sin pausa, dejando su huella en los muros y en mis cabellos y bigotes, ahora poblados de canas. Sin embargo, hay cosas que desafían su poder, pequeños tesoros que permanecen intactos en la memoria, como fotografías guardadas en un álbum que nunca se abre pero siempre está ahí, esperando su momento.

Caminé por el lugar y, aunque todo parecía más pequeño que en mis recuerdos, no pude evitar sonreír al pensar que quizá no eran los pasillos los que habían encogido, sino yo quien había crecido demasiado… al menos en barriga.

El año 1980 brilla con una luz especial en mi memoria, como un capítulo marcado con tinta dorada. Cursaba cuarto de secundaria, un año que me gustó tanto, que lo hice dos veces. Llegué a regañadientes, después de haber repetido, a un salón de muchachos más jóvenes, que antes había mirado con cierto desdén por ser mayor que ellos. Pero, curiosamente, terminó siendo uno de los más entrañables de mi vida. En aquel salón me recibió un grupo humano extraordinario, un mosaico de personalidades que, sin planificarlo, me ofreció un lugar donde las risas, las complicidades y la amistad florecieron.

Éramos un grupo peculiar, una banda de espíritus libres que vivía entre las travesuras y los sueños. Entre ellos, recuerdo con especial cariño a Víctor «Teto» Tello, Carlitos el «Mono» Moncayo, Jesús «el Cuchi» Castillo, Víctor el «Mozito» Boluarte, que fue alcalde del Cusco, Jorgito el «Chato» Casaverde, Luchito la «Mosca» Moya, el «Lorito» Fredy Loayza†, el «Lobito» Beto Yáñez, Paco Salazar el «Cerebrito», Javier el «Pulpo» Guevara, el más chancón e inteligente de toda la promoción, al que solo le hacía sombra Mina, una bella chica de la A. Micky «Rana René» Corrales, el deportista estrella del colegio; Carlos «Adobe» Carbajal, Javier el «Shaggy» Lambarry, Oswaldo Macedo, Felipe «el Loco» Chacón, Manuel Dávila, Lucho «el Tornillo» Valdivia. También estaban Larrio «Chatarrita» Álvarez, Arturo Ojeda, Cayo Negrón, Erwin Luna, Martín Luna Enomoto, Martín «el Negro» García, Óscar «el Chacha» Castañeda†, Javier Schialer, el controversial Danny Lencinas†, Percy «el Chino» Machicao, Pedro «Perico» Valcarcel, Darwin «Chispita» Messa, José Medina hoy «tremendo Juez», José Luis «Chachalaco» Aguilar, Mauricio «Mono» Cordier, Felipe «Pili» Hidalgo, Luis Del Solar «Piolin», «Luigi» Vizcarra, «Pepe» Heredia, Miguel «Bocaza» Pimentel, William Recharte, Paco el «Recio» Combi, Aldo «Castor» Alatrista, Claudio Otazú†, mi gran amigo y vecino. Hay algunos más, que sabrán disculparme si no los menciono. Y entre ellos, entre tanta celebridad, estaba yo, un tímido soñador que siempre andaba con un cuaderno de canciones y poesías bajo el brazo.

Los días se deslizaban con parsimonia en mi existencia, mientras yo contemplaba el mundo a través de un velo de serenidad casi budista. Creo que fue esa disposición imperturbable, esa manera sosegada de enfrentar la vida, lo que llevó a algún compañero a bautizarme como «Fabulman», como aquel entrañable personaje televisivo de antaño: un superhéroe bonachón, algo tontón y corpulento que, en su simplicidad, conquistaba los corazones de los espectadores.

Cuando el estruendo del timbre del colegio anunciaba el término de las clases y la libertad, nuestros caminos se bifurcaban como ríos adolescentes: los románticos gravitaban hacia la Plaza de Armas, donde las muchachas revoloteaban entre los bancos y las piedras milenarias. Mientras tanto, la mayoría de nosotros, esclavos de nuestros estómagos adolescentes, con apetito de caballos y digestión de tragaespadas, corríamos hacia casa como almas perseguidas por el demonio del hambre, imaginando el vapor aromático de la sopa casera y soñando con ese primer bocado que nos devolvería la vida.

Para «distraer al cocodrilo» durante la mañana, habíamos intentado mitigar el hambre gastando nuestras propinas en el quiosco de don Fernandito Valencia. A veces unas galletitas, otras unas canchitas, o un sanguchito cuando las propinas eran mejores, pero después de la una, las reservas se habían agotado totalmente.

Y quien seguramente lo entendía mejor que nadie era el Hermano Lucho Bejarano, un hombre de buen diente y gran corazón. Era nuestro director y, a la vez, profesor de historia. Tenía una fascinante forma de enseñar haciéndonos vivir muchos episodios de la historia universal por la emoción con que los contaba. Se los sabía al dedillo, como la Revolución Francesa y la Toma de la Bastilla, y hasta nos cantaba «La Marsellesa» en francés.

Fernando Mujica Escalante me dejó también un buen recuerdo. Aunque su favorito era Gorki Zapata, a mí también me tenía en especial estima. No era un simple profesor de Literatura; era un alquimista de las palabras que transformaba el aula en un laboratorio de sueños y pensamientos. Mientras algunos de mis compañeros bostezaban discretamente (y otros no tanto), jurando que estaban en una versión escolar del purgatorio, yo me encontraba hechizado por su magia pedagógica, flotando en un universo donde García Márquez tomaba café con Vallejo en una esquina del salón, y Neruda discutía con Valdelomar en los pasillos.

Con la elegancia de un director de orquesta y el humor sagaz de un cuentacuentos, don Fernando hacía malabares con las ideas de Mariátegui: «La verdadera educación es la que enseña a pensar, no a obedecer», repetía con una sonrisa cómplice, como quien comparte un secreto revolucionario. Y vaya que tenía razón. Sus clases eran como portales dimensionales donde Hamlet podía perfectamente aparecer tomando chicha en la Plaza de Armas, o donde el Mío Cid cabalgaba entre los vendedores ambulantes de La Parada.

En sus manos, la literatura dejaba de ser ese cadáver polvoriento que muchos temían encontrar en los libros de texto; se convertía en un ser viviente y respirante que caminaba entre nosotros, se sentaba en nuestras carpetas y nos susurraba al oído historias que hacían bailar a nuestras neuronas. Para el profesor Mujica, cada clase era una aventura donde las páginas de los libros eran mapas del tesoro, y nosotros, aunque algunos no lo supieran, éramos los piratas privilegiados de ese mar de palabras.

El hermano Santiago, nuestro temible jefe de normas y subdirector, era una peculiar mezcla entre Salomón y sargento de infantería. Durante la semana, sus palabras sabias fluían como miel en las charlas y catequesis que nos regalaba. Viéndolo tan enjuto, nadie podía imaginar que era un gran andarín: tenía una pasión desmedida por las caminatas dominicales, de esas que harían sudar hasta a un sherpa del Himalaya.

Con la astucia de una araña tejiendo su red, solía atrapar a incautos estudiantes para sus expediciones «recreativas». Yo, pobre ingenuo, caí en sus redes una sola vez. Lo que prometía ser un «agradable paseo» se convirtió en una odisea digna de National Geographic. Regresé a casa prácticamente gateando, con las rodillas temblando como gelatina y una solemne promesa grabada en el alma: jamás volvería a confundir una «caminata con el hermano Santiago» con un inocente paseo dominical.

Desde entonces, cuando lo veía acercarse con ese brillo aventurero en los ojos y esa sonrisa que presagiaba largos e inacabables senderos, desarrollé una habilidad sobrenatural para desaparecer entre los pasillos del colegio. Con la técnica de la Mujer Maravilla, que mi amigo Cayo Negrón domina a la perfección, daba una vuelta y desaparecía.

¿Y quién ha logrado exorcizar el recuerdo del hermano Mikichu? Su nombre resonaba en los pasillos como el de un dragón legendario, solo que, en lugar de escupir fuego, lanzaba ecuaciones cuadráticas.

Cuando aterricé en La Salle, en tercero de secundaria, mis ojos se desorbitaron ante el nivel de exigencia de este profesor de matemáticas, una especie de monje guerrero del álgebra, malhumorado como un oso grizzly, pero que no me llegaba ni al hombro. En su reino del conocimiento numérico, solo se permitía tomar apuntes con la velocidad de un taquígrafo. Con estos garabatos nerviosos, debíamos engendrar mensualmente la Santísima Trinidad de los cuadernos: uno de teoría y dos de ejercicios, una trilogía más temida que cualquier saga de terror.

Y ay de ti si tu mente osaba viajar a dimensiones más placenteras durante su clase. Como un ninja matemático, el hermano Mikichu había perfeccionado el arte ancestral del «borrador volador»: un proyectil de madera y fieltro que surcaba el aire con la precisión de un misil teledirigido, para aterrizar estratégicamente en tu cabeza y devolver tu consciencia al fascinante mundo de los polinomios. La efectividad de este método pedagógico era tal que algunos juraban haber visto fórmulas algebraicas flotando frente a sus ojos después del impacto.

El buen hermano Fernando Morón, alma inquieta y celestial anfitrión, orquestaba unas veladas donde la espiritualidad bailaba con la camaradería. Para hacer frente a las crudas noches invernales, nos permitía la gracia de acompañar nuestras reflexiones con brebajes reconfortantes. Así, mientras nuestras almas se elevaban hacia las alturas místicas, nuestras gargantas se calentaban con líquidos más terrenales. El resultado era una curiosa amalgama de fervor espiritual, brindis y espíritus destilados, que nos llevaba a despertar al día siguiente con nuestras primeras resacas, memorables y monumentales, dignas de una comedia divina, donde los ángeles seguramente se reían desde sus nubes, contemplando nuestros rostros desencajados y nuestros arrepentimientos dominicales.

Una mañana de esas, al salir haciendo eses y hablando altisonantemente, nos capturó el hermano Santiago. Sorprendentemente, en lugar del castigo severo que esperábamos, el hermano Santiago, comprensivo como nunca, nos dijo: «Los errores son escalones hacia la madurez».

Como penitencia, nos asignó la catequesis de una escuelita pública cercana al colegio donde apoyamos a algunos niños muy humildes, algunos de ellos, trabajadores de la calle.

Entre estos, conocimos a Julián, un niño de doce años que vendía golosinas en la plaza, hoy un empresario exitoso. Su historia nos conmovió profundamente: huérfano de padre, trabajaba para ayudar a su madre enferma. No sé quién fue el de la idea, pero juntamos algo de ropa y víveres y le hicimos pasar una Navidad diferente.

Había unas chicas universitarias que una tarde fueron a hacer trabajo social a aquella escuela. Las tardes se transformaban en magia pura cuando coincidíamos con aquellas universitarias, ninfas sapientes con libros bajo el brazo y aromas de mujer, distinto al de las adolescentes que conocíamos. Descendían a nuestra humilde escuela para realizar su trabajo social. El patio escolar, antes territorio de tediosas rutinas, se convertía en una suerte de jardín encantado donde las fronteras etarias e institucionales se deshacían como azúcar en el café.

Nosotros, torpes poetas adolescentes con muchos deseos de amar, intentábamos disimular nuestras voces quebradas mientras el corazón nos galopaba cual caballo desbocado. ¡Qué deliciosa travesura del destino nos imaginábamos! Nosotros, apenas unos polluelos con uniforme escolar, soñando despiertos con aquellas sirenas universitarias que nos llevaban varios años de ventaja en el camino de la vida.

La adrenalina nos transformaba en malabaristas de palabras con dos pies izquierdos, lanzando al aire frases pretenciosas que caían como platos rotos. Ahí estábamos, intentando parecer más maduros, más interesantes, más todo lo que no éramos, mientras ellas —esas diosas jóvenes, que a nosotros nos parecían en el punto perfecto de madurez— mordían sus labios para no soltar carcajadas ante nuestros patéticos pero heroicos intentos de impresionar, dignos de un documental de Netflix sobre rituales de cortejo.

La guitarra y mis primeros pinitos como cantante vinieron al rescate, aunque mi voz, más cerca del graznido de un cuervo que de un Sinatra en ciernes, inexplicablemente sumó puntos a mi favor.

Surgieron amistades que desataron envidias de proporciones mitológicas, y hasta algún romance brotó, terco y valiente como diente de león en patio de cemento, burlándose de la lógica con la despreocupación con que un gato ignora las leyes de la física.

Pero no solo dábamos cuerda al corazón y a nuestras hormonas, también al deporte. Había buenos deportistas en el colegio; yo era de los que los alentaban y solamente destaqué alguna vez en el deporte ciencia: el ajedrez. Éramos muy buenos en básquet y excelentes en fútbol.

Las noches de campeonatos interescolares eran candentes y muchas veces se extendían hasta las calles donde los más numerosos perseguían a los menos, y cuando lograban alcanzarlos, volaban puñetazos y puntapiés, con más coreografía que contundencia, y los encontrones eran con salesianos, garcilasianos y ciencianos.

Tras una fatídica noche en el colegio San Francisco, en que nuestra selección probó el amargo sabor de la derrota al definir el Campeonato, al día siguiente estábamos en clase de Literatura con el profesor López Cazorla, que desentrañaba los misterios de César Vallejo, cuando «Danny» Lencinas — pívot.de la selección, aún con el corazón pesado por la derrota— encontró en los versos del poeta la voz perfecta para nuestro dolor deportivo. De repente, como poseído por el espíritu del mismo Vallejo, se incorporó y soltó con voz dramática: «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!». ¡Y cómo reímos…!

En el fútbol nos fue mucho mejor. Casi toda la selección estaba conformada por compañeros de mi aula, de la XXXVII B, y como conté en otra crónica, pudimos campeonar, casi sin apoyo del colegio, con la brillante dirección del profesor José Angulo y con todas las probabilidades en contra.

Hay otras aventuras que no me atrevo a contar porque son un poco subidas de tono, y algunas con finales no precisamente alegres y edificantes, pero siempre nos mantuvimos unidos, apoyándonos mutuamente.

¡Tiempos aquellos! Los primeros amores dejaron su huella. Las notitas perfumadas que intercambiábamos con las chicas, los encuentros «casuales» en la plaza de armas, en los cines o en las fiestas, las serenatas donde el «Negro» García intentaba cantar como José Luis Perales, Bobby Solo o Manolo Galván pero sonaba más como una llama resfriada, mientras lo acompañábamos con las guitarras Carlitos Carbajal y yo. ¿A qué no se metía el negro?

El tiempo en La Salle no solo nos enseñó lengua, matemáticas, historia o ciencias; nos enseñó sobre la vida misma. Aprendimos el valor de la amistad, la importancia de la solidaridad y el poder transformador de la educación.

El hermano Peñaloza, cuando no nos trataba de «huevastrines», nos repetía: «La educación lasallista no busca formar solo buenos estudiantes, sino buenos seres humanos».

Las anécdotas se multiplican en mi memoria tantas como palomas hay en la Plaza de Armas, pero ya habrá oportunidad para contarlas.

Los años pasaron volando entre exámenes, retiros espirituales, competencias deportivas y festivales culturales. Cada experiencia nos fue moldeando, preparándonos para el futuro que nos esperaba más allá de los muros del colegio. Las palabras del hermano Santiago resuenan en nuestros oídos: «El verdadero éxito no está en las notas, sino en el tipo de persona en que te conviertes».

Ahora, cuatro décadas después, mientras observo a los actuales estudiantes correr por el mismo patio donde nosotros jugábamos, no puedo evitar sonreír. Y no nos fue tan mal: en mi promoción hay excelentes profesionales y hombres exitosos, médicos, ingenieros, y hasta políticos y abogados (pero de los buenos).

La vida nos ha llevado por diferentes caminos, pero los valores y las experiencias vividas en La Salle nos mantienen unidos. Nos reunimos cada vez que podemos, y las historias del colegio siguen siendo tema obligado de conversación.

Las palabras de César Vallejo que Danny recitara un día vuelven a mi mente: «Hay golpes en la vida tan fuertes… ¡Yo no sé!», pero ahora las entiendo de otra manera. Los golpes nos hicieron más fuertes, más unidos, más humanos. La educación lasallista nos enseñó que el verdadero éxito no está en los logros personales, sino en la capacidad de hacer el bien a los demás.

Mientras me levanto con cuidado de la enclenque silla de plástico, pienso en las nuevas generaciones de estudiantes lasallistas. Espero que ellos también encuentren en estos muros no solo un lugar de aprendizaje académico, sino un espacio donde forjar amistades verdaderas, desarrollar valores sólidos y descubrir su capacidad para transformar el mundo.

El timbre del colegio parece sonar a lo lejos, como un eco del pasado que se mezcla con el presente, también las canciones de Paul Mauriat, que eran puestas por el «Lobito», que eran el código secreto que nos llamaba a formar, técnica con la que los visitantes del colegio se quedaban sorprendidos, por nuestra disciplina, pensando que formábamos solos, sin que nadie nos lo indicara o llamara.

El sol cusqueño sigue cayendo sobre los muros de La Salle, iluminando no solo el patio y las aulas, sino también los sueños y esperanzas de quienes, como nosotros, encontraron aquí mucho más que una educación formal.

De pronto me entran unas tremendas ganas de cantar que apenas puedo acallar, pero en mi mente resuena:

La juventud, oh Patria amada, ver anhela
tu bicolor altivo siempre tremolar
y del valiente en pos, seguir la senda bella
irse por ti en patrias aras a inmolar.

Mientras servirte pueda con mayor esmero,
cuerpos y mentes quieren prestos alistar
en el noble estudiar, con esfuerzo sincero,
con amor dedicar.

Cantos de amor —cantos de amor— tributemos hoy a la ciencia
y a la mansión —a la mansión— do se adorna la inteligencia.
Que nuestra voz —que nuestra voz— entusiasta y fuerte aclame:
¡Gloria (Chupa) y salud —salud, salud—  al Colegio De La Salle!

Como decía el hermano Santiago: «No basta con ser exitoso en la vida, hay que significar algo para los demás». Cada uno de nosotros tiene el poder de hacer una diferencia en el mundo, por pequeña que parezca. Las experiencias vividas en La Salle nos enseñaron que la verdadera grandeza no está en los logros personales, sino en nuestra capacidad para ayudar a los demás y dejar un legado positivo en la vida de quienes nos rodean.

Los años escolares son mucho más que un periodo de preparación académica; son un tiempo precioso donde se forjan caracteres, se construyen sueños y se aprende el verdadero significado de la amistad, la solidaridad y el servicio a los demás. Y que nunca olvidemos que, como lasallistas, llevamos la responsabilidad de ser una luz para otros y constructores de un mundo mejor.

Nota: Si tienes ganas de contar alguna anécdota, en Peruanísima estaremos encantadísimos de publicarla.

Si tú lo deseas, hasta podríamos ayudarte a hacer una corrección ortográfica, gramatical y de estilo a tu texto.

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