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Un alcalde que no se hizo rico es noticia, como cuando Andrés Roca Rey, el torero peruano más famoso de todos los tiempos, no sale en hombros de una plaza. Es algo singular, rarísimo, totalmente inusual.
Dicen por ahí que la política nació con las mejores intenciones, como esos niños que prometen portarse bien el primer día de clases. La idea era hermosa: un grupo de personas sensatas se reuniría para administrar los asuntos del pueblo, para repartir justicia como quien reparte el pan en la mesa familiar, y para velar por el bien común con el mismo celo con que una madre cuida a sus hijos. El político debía ser algo así como el párroco del pueblo: pobre de bolsillo, rico en virtudes, y siempre dispuesto a escuchar las penas ajenas antes que las propias.
Pero ya se sabe lo que pasa con las buenas intenciones: el camino al infierno está empedrado con ellas, y el camino a los gobiernos locales, regionales y centrales también, aunque con adoquines un poco más caros y facturados con sobreprecio.
Porque resulta que, en algún momento de la historia —probablemente un martes lluvioso—, alguien descubrió que la política no solo servía para servir, sino también para servirse. Y ahí empezó la debacle. Donde debía haber vocación, germinó la ambición; donde debía florecer el servicio, creció la maleza del cálculo. Y los sinvergüenzas —que los hay en todos los oficios, pero en política encuentran un ecosistema particularmente hospitalario— convirtieron la función pública en una empresa familiar más rentable que una mina de oro.
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El sueldo del político corrupto, nos dicen los que entienden, es apenas la propina. El verdadero banquete está en otro lado: en las coimas que llegan envueltas en sobres manila, en las obras sobrevaluadas con el mismo descaro con que se infla un globo, en las «donaciones» que casualmente coinciden con licitaciones ganadas, regalos que llegan directamente a sus domicilios y muchas formas más que se han convertido en todo un arte para desviar fondos públicos. Todo un doctorado en pillería, vaya.
Y uno, sentado, leyendo o viendo las noticias mientras disfruta el café de la mañana, suspira y piensa que así son las cosas, que siempre fueron así y que siempre lo serán. Que pedir honestidad a un político es como pedirle a un gato que cuide los pescados: un acto de fe conmovedor pero profundamente ingenuo.
Pero entonces, justo cuando uno está a punto de perder la esperanza y declarar que todos los políticos son iguales (esa frase tan cómoda que nos exime de pensar), aparece una historia que nos descoloca. Una historia de esas que parecen salidas de otro tiempo, cuando las palabras aún significaban lo que decían y un apretón de manos valía más que un contrato notariado.
Me refiero a Arturo Miranda Valenzuela, abogado de profesión y político por vocación, que fue alcalde de Abancay entre 1963 y 1966. Y sí, ya sé lo que están pensando: «Otro político más, con su lista de obras y su busto en la plaza». Pero esperen, porque aquí viene lo extraordinario, lo casi milagroso en estos tiempos: Miranda Valenzuela transformó su ciudad y salió pobre de la alcaldía.
Déjenme repetirlo, porque parece un error de imprenta: no se hizo rico con la alcaldía.
Durante su gestión, Abancay vio nacer la avenida Seoane, el Mercado Modelo, las avenidas Centenario, Estudiante, Daniel A. Carrión, Garcilaso. Se construyó el parque El Olivo (donde hoy descansa su busto, como quien dice «aquí yace un hombre honesto», epitafio cada vez más raro). Levantó piscinas municipales, tendió redes de agua y desagüe, y dibujó en el paisaje urbano el rostro del progreso con la decisión de quien sabe que el tiempo apremia y que las promesas deben convertirse en cemento, ladrillos y calles pavimentadas.
Pero lo verdaderamente revolucionario, lo que hace de Miranda Valenzuela un personaje digno de nuestras reverencias, me dijo alguna vez mi padre, no son las obras que dejó —que son muchas y buenas—, sino el cómo las hizo. Sin llevarse un centavo que no le correspondiera. Sin inflar presupuestos. Sin repartir contratos entre compadres. Con esa terquedad moral de los hombres que creen, contra toda evidencia contemporánea, que la honestidad no es una opción sino un deber.
Fue dirigente desde joven, fundador del Colegio de Abogados de Apurímac, parlamentario elegido por la confianza popular. Y en cada paso, mantuvo esa rara coherencia entre lo que predicaba y lo que practicaba. Como esos árboles que crecen derechos aunque el viento sople de lado.
Hoy, cuando miramos su busto en el parque El Olivo, no estamos viendo solo el homenaje a un alcalde ejemplar. Estamos viendo una pregunta incómoda tallada en bronce: ¿Por qué la honestidad nos parece extraordinaria en lugar de normal? ¿Cuándo perdimos el rumbo hasta el punto de que no robar se convierte en un acto heroico?
Arturo Miranda Valenzuela demostró algo que parece mentira pero es verdad: que se puede ejercer el poder sin ensuciarse las manos, que se puede servir al pueblo sin servirse de él, y que el verdadero legado de un político no se cuenta en las cuentas bancarias de Suiza o de las Bahamas, sino en las obras que perduran y en el ejemplo que ilumina.
Así que la próxima vez que escuchen que «todos los políticos son iguales», acuérdense del alcalde de Abancay que construyó una ciudad y no se construyó un palacio. Porque si él pudo, otros pueden. Y si otros pueden, nosotros podemos exigirlo.
¡Dios quiera que vuelva a aparecer un político con esa entereza, con esa integridad, con esa moralidad a prueba de balas!
Al fin y al cabo, la política nació para servir. Y algunos —muy pocos, es verdad, pero algunos— todavía lo recuerdan.
