En los albores coloniales, cuando las sangres se encontraron en danza inevitable, nació una palabra destinada a cargar cinco siglos en la espalda. Como un niño marcado desde la cuna, llegó al mundo vestida de desprecio, bautizada por quienes no entendían que en esa mezcla germinaba el porvenir del Perú.
«Cholo» es una palabra que levanta debates, sobre todo por su origen y su uso. Algunos autores mexicanos sostienen que viene del gentilicio de Cholollan; otros afirman que proviene del vocablo chol, usado en Guatemala, Tabasco y Chiapas para designar a ciertos pueblos indígenas. Lo indiscutible es que, en el Perú y en muchos otros lugares, «cholo» fue durante siglos un término hiriente, lanzado para señalar al «bajo, rudo, inculto o tosco».
Pero el cholo peruano es distinto. Hijo de todas las sangres, aprendió desde pequeño a forjar identidad en el yunque del rechazo. Tiene múltiples rostros, tamaños y matices: puede ser blanco, cobrizo, canela o negro; de cabellera lacia ondulada o crespa, de cuerpo alto, grueso, delgado o pequeño. Es, en suma, la mezcla de todas las razas, el mestizo que, en esa fragua de adversidades, templó un carácter único: el de quien sabe que cada jornada debe ganarse su sitio en el mundo, sin esperar concesiones ni favores.
Aunque nos duela admitirlo, en el Perú se aprende a discriminar desde la infancia. En la escuela, en la mesa familiar, en la calle. ¿No es cierto que, al insultar, muchos sueltan primero un «indio» o un «cholo de mierda»?
Sobre todo entre muchos capitalinos y algunas familias de abolengo del interior, el término «cholo» es usado peyorativamente y el «cholo» no se puede sentar a su mesa.
Y sin embargo, ¡qué admirable la creatividad de quien jamás tuvo nada servido en bandeja! El cholo peruano convirtió la necesidad en arte y la carencia en oportunidad. Con manos curtidas y mente afilada por la supervivencia, inventó mil oficios, halló soluciones donde otros solos veían oscuridad.
Es el comerciante que convierte un cajón en empresa, el mecánico que resucitó motores con paciencia y alambre, el cocinero que transformó sobras en banquetes, bufets en mixtos, hizo de las calzadas su estadio y las veredas su vitrina Su ingenio no proviene de manuales, sino de la universidad de la vida, donde cada jornada es examen de resistencia.
En esas manos callosas se escribe la historia no contada del Perú. Levanta ciudades ladrillo a ladrillo, cultiva valles que alimentan naciones, tiende carreteras que enlazan montañas y mar. Su trabajo no reconoce feriados, porque entiende que la dignidad se conquista con sudor.
No pide medallas ni busca aplausos. Su recompensa está en el pan sobre la mesa, en los hijos que logra educar, en ese terreno pagado a plazos. Es la hormiga laboriosa de un país que a menudo olvida agradecerle.
Si algo define al mestizo peruano es su resiliencia: esa terquedad de persistir cuando todo parece perdido. Como río que siempre encuentra el mar, esquiva obstáculos con paciencia que roza lo heroico. Sabe que los logros grandes no llegan de un salto, sino de sacrificio acumulado, piedra tras piedra.
Es el estudiante que trabaja de día y estudia de noche, el que vende en la calle mientras sueña con su título universitario, la mujer que carga a su hijo en la espalda y las bolsas de mercado en las manos, la madre que cocina de madrugada y aún sonríe al amanecer, el obrero que vuelve cansado pero nunca olvida la esperanza, el emigrante que ahorra sol a sol para mandar a su familia y el emprendedor que se levanta tras cada fracaso. Su constancia es silenciosa pero implacable, como la gota que horada la roca.
Pero quizá lo más hermoso del cholo peruano sea su capacidad infinita de amar. Su corazón abraza a la familia extendida, al compadre, al barrio entero. Es el que comparte el último pan con el vecino, adopta al huérfano como hijo propio, ríe y llora con igual intensidad.
Ahora bien, no todo lo que se dice de los cholos es verdad. Hay que distinguir entre el cholo auténtico y el cholo alienado, ese cholo alimeñado que se avergüenza de su verdadera identidad.
Este último presume de saberlo todo, pero rara vez escucha; habla rápido y fuerte, como si velocidad y el volumen reemplazara la razón. Se ufana de astucia, de «viveza», quiere estar en todo, aunque en el fondo rehúye lo esencial: reconocerse en lo que es. Usa el término «cholo» cuando le conviene —en la fiesta con sus paisanos, en la yunza, en la tribuna del estadio—, pero en otros ambientes — en la reunión del barrio, la jarana criolla o la discoteca— se disfraza de gringo de ocasión, con acento impostado y modales ajenos, buscando prestigio en el reflejo prestado de los demás.
Del que usa esta máscara, del que vive este autoengaño, brota con frecuencia la raíz torcida, el delincuente y el corrupto. Porque su «viveza» no es ingenio creador, sino astucia depredadora: se aprovecha de la ingenuidad de sus propios hermanos, los engaña, los esquilma, los saquea… y lo hace muchas veces impunemente. Se ufana de su «habilidad» y se burla con soberbia de quien es honesto, como si la falta de escrúpulos fuera virtud.
Subyugado por su codicia y sus fantasías, el cholo alienado es la sombra del cholo verdadero: parodia de lo que debería ser nobleza y resiliencia. En él, el talento se degrada en oportunismo, y la picardía, en cinismo. Es el rostro de un país que, cuando olvida su raíz, termina caricaturizándose a sí mismo.
Ese cholo alienado es como camaleón que cambia de piel según el público, olvidando que la piel verdadera no se esconde ni se alquila. Y uno se pregunta, con el eco de José María Arguedas: ¿qué diría el taita si los viera? Quizá les recordaría que el orgullo no se mendiga en la mirada ajena, que la raíz no se blanquea, que la identidad no se maquilla.
No hablemos más de esos falsos. Pensemos en los cholos auténticos: los que cuidan a los padres ancianos, arrullan en quechua y castellano, celebran fiestas patronales donde el pueblo se funde en una sola alma. Su ternura no distingue clases ni colores; es abrazo que sana heridas centenarias.
Claro, no todo es luz. El mismo corazón que trabaja y ama con intensidad puede perderse en la fiesta eterna. Como si quisiera comprimir siglos de dolor en una sola noche de jolgorio, el cholo peruano a veces se entrega al alcohol que promete olvido y solo deja cadenas.
Las fiestas, nacidas como rituales comunitarios, pueden transformarse en trampas que consumen los ahorros familiares. La cerveza se vuelve amiga de frustraciones, y el trago apaga tanto las penas como los sueños. Ese es su talón de Aquiles: confundir celebración con evasión, desahogo con autodestrucción. Y eso lo saben algunas malas autoridades, que propician las borracheras para tener al pueblo contento.
Pero los tiempos cambian y hasta las heridas más hondas terminan por cicatrizar. Lo que nació como insulto hoy ondea como estandarte; lo que fue vergüenza se volvió orgullo. El cholo peruano del siglo XXI rescató su nombre del fango del desprecio y lo elevó como bandera en la cumbre de su dignidad.
«Cholo» ya no hiere: hermana. Ya no excluye: abraza. Es saludo cómplice, reconocimiento mutuo, contraseña secreta de una identidad recobrada. Y conviene recordarlo: el cholo no se encierra solo en huaynos, sayas o yaravíes. También es criollo, rockero, cumbiambero, salsero, baladista. Vive con la certeza de que, como decía Ciro Alegría, «el mundo es ancho y ajeno», aunque en sus manos ya no es tan ajeno: se ensancha con su paso, se vuelve propio a cada esfuerzo, a cada sueño conquistado. La identidad no se mide por un género musical ni por un traje típico, sino por la intensidad con que se habita la vida.
Conviene reconocer que ninguna identidad cabe entera en un molde rígido. Ni el cholo auténtico es siempre noble, ni el alienado vive siempre entre sombras y cinismos. La realidad es más compleja, más humana: dentro de cada uno de nosotros se cruzan luces y contradicciones, ternura y resentimiento, ingenio y frustración.
El cholo peruano —como cualquiera de nosotros— es un universo en pugna, un entramado de claroscuros que oscila entre el orgullo y la herida, entre la jarana y el sacrificio. Y quizá sea justo ahí, en esa mezcla imperfecta y tan humana, donde late su verdad más profunda. Como escribió Arguedas: «No hay ser humano, por miserable que sea, que no tenga un tesoro inmenso escondido en el alma».
Así camina el cholo peruano por los senderos del nuevo milenio: con el ingenio heredado de la escasez, las manos endurecidas por el trabajo honesto, la constancia aprendida en la escuela del dolor y la ternura ancestral latiendo en el corazón. Lleva sobre los hombros no solo su propia historia, sino la memoria colectiva de un pueblo que aprendió a transformar el desprecio en orgullo, la marginación en pertenencia, el dolor en fuerza creadora.
Su reto es claro y luminoso: aprender a celebrar sin perderse, brindar sin hipotecar el mañana, reír con la alegría de los abuelos y construir con la paciencia de los hijos. Porque en el equilibrio entre la fiesta y el esfuerzo, entre la ternura y la disciplina, entre el orgullo y la humildad, se encuentra el secreto de su grandeza.
El mestizo peruano, el cholo peruano es, a fin de cuentas, la síntesis viviente de nuestra nación: mezcla compleja y hermosa, con virtudes resplandecientes y defectos profundamente humanos, avanzando siempre hacia adelante, con la esperanza como brújula y el trabajo como plegaria. Y en esa marcha, paso tras paso, late la certeza de que el alma del cholo es, también, el alma del Perú.
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