En nuestra ciudad se prepara algo profundamente humano: el Primer Congreso Nacional de Enfermos y Ancianos Misioneros. Es un nombre largo y rimbombante, pero detrás hay solo una intención sencilla y luminosa: recordar el arte de cuidar, esa práctica silenciosa y valiente que sostiene a las familias cuando todo parece tambalearse.
Mi hijo me preguntó si asistiría. Le respondí que sí, aunque —no sé si por enfermo o por anciano…— agregué. Nos reímos con ganas, y esa risa compartida fue, de alguna forma, una forma de cuidado. Porque a veces reírse juntos cura más que una medicina.
Cuidar a alguien es una de las tareas más nobles y más difíciles que existen. Requiere amor, pero también paciencia, humor, resistencia y fe. Muchos lo ven como una carga, y sí, a veces lo es. Pero detrás del cansancio y del sacrificio se esconde un privilegio: el de acompañar a otro ser humano en su fragilidad, el de ser testigo del tiempo que pasa y del amor que permanece. Y es ahí donde Dios se hace presente, silencioso pero constante, dándonos fuerza cuando el cuerpo flaquea y esperanza cuando la noche se alarga. Él, que nos cuidó primero, nos enseña cada día que amar es la mejor forma de servir.
Desde otra perspectiva, dicen que el verdadero salto de la humanidad no ocurrió cuando inventamos el fuego o la rueda, sino cuando alguien se detuvo a cuidar a otro. La antropóloga Margaret Mead contaba que el primer signo de civilización fue un fémur humano que había sanado. ¿Por qué? Porque un hueso roto solo se cura si alguien alimentó y protegió al herido durante semanas. En ese simple gesto —alguien que se queda al lado del otro— nació la compasión, y con ella, la comunidad.
La científica Sarah Blaffer Hardy amplió esa idea y demostró que el cuidado compartido fue el motor que nos hizo humanos: no habríamos sobrevivido sin aprender a criar, proteger y acompañar juntos. En otras palabras, la humanidad no empezó en las cuevas, sino en el acto humilde de ofrecer una mano, una sopa caliente o un abrazo a quien más lo necesita.
Yo lo aprendí porque recibí mucho amor, y dentro de mí no puedo concebir otra forma de agradecerlo más que devolviendo ese amor, cuidando a los míos. No hay mayor virtud en eso, devolver lo que uno recibió. La verdadera virtud está en cuidar sin tener que dar por reciprocidad, esa es la verdadera grandeza, dar amor a quien no nos lo ha dado. En ese acto silencioso —amar sin medida— el alma se ensancha y se vuelve más luminosa.
Junto con mi familia, cuidé de mi padre, de mi tía Margarita y ahora de mi madre. En todos esos años entendí que, aunque uno crea estar entregando mucho, siempre termina recibiendo más de lo que da. Ellos me enseñaron que la vida se sostiene con gestos pequeños: una caricia, una sonrisa, una palabra a tiempo.
Como decía García Márquez, «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.» Y quienes cuidan —y quienes son cuidados— comparten esa memoria que da sentido a todo.
El cuerpo envejece, se cansa, olvida; pero hay medicinas que no se compran en farmacias. Una de ellas es el buen humor. Mi padre fue un verdadero maestro en eso: tenía el don de la alegría, de la improvisación y la ironía amable; en los momentos más difíciles soltaba una broma que desarmaba la tristeza. No habían días tristes a su lado. Mi tía Margarita era parecida, se reía con una alegría contagiosa, pero su fuerte era la lectura y sobre todo la poesía. Y ahora, mi madre, que disfrutó mucho del buen humor de papá, tiene su fortaleza en la oración.
Tanto me impresionó el buen humor de mi padre que escribí un libro, inspirado por él, tratando de descubrir el misterio de ese buen humor. Quise entender de dónde salía esa capacidad suya de reír, y hacer reír, aun en los días más duros.
Investigando, descubrí algo fascinante: la risa no solo alegra el alma, también repara el cuerpo. Veinte segundos de risa equivalen a tres minutos de ejercicio físico. Cuando reímos de verdad, el diafragma trabaja como un pequeño masajista interior; el corazón se acelera, los pulmones se llenan de oxígeno, los músculos se tonifican. Y lo mejor: liberamos endorfinas, dopamina y oxitocina, esas sustancias que nos devuelven la calma, la confianza y la alegría de estar vivos. La risa, literalmente, nos recompone por dentro.
Ustedes, queridos lectores, acaso no creen que Jesús también sonreía. Me gusta imaginarlo riendo con sus discípulos, compartiendo el pan y el cansancio del camino. Él sabía que el gozo también era una forma de fe, y que una sonrisa nacida del amor tiene poder para sanar.
Por eso hay que tomarse la vida con humor, aunque a veces duela. No dejar que los pesares nos aplasten ni que las preocupaciones nos roben la sonrisa. No nos vaya a pasar lo de aquel muchacho, que estaba sentado en las gradas del atrio, con cara de angustia. Un buen samaritano le preguntó:
—¿Qué pasa, hijo? ¿Qué te preocupa? Traes una cara de angustia que asusta.
Y el chico respondió con un suspiro:
—Es que me he confesado, y el padre me ha dicho que rece tres padrenuestros… pero ¡uno no más, yo se!
Esa inocencia nos recuerda que reír no es un lujo, es una forma de resistencia.
Porque un chiste no es solo un chiste. Es una vacuna contra la tristeza, un escudo contra la prisa y el cansancio de estos tiempos. La risa nos vuelve más amables, más pacientes, más humanos. Nos despeina las penas y nos aligera el alma. Cuando reímos, el mundo cambia de color; el tráfico, las deudas, el cansancio… todo parece un poco más soportable. Como decía Chaplin, con su sonrisa de payaso sabio: «Un día sin reír es un día perdido» Y tenía razón. Reír es, en el fondo, una manera de decirle a la vida: «Todavía estoy aquí, y sigo creyendo que vale la pena.»
Cuidar también enseña resiliencia. Nos vuelve, como dice el poeta, como ese «junco que se dobla, pero siempre sigue en pie». Esa flexibilidad interior no es debilidad, sino sabiduría. Implica aceptar que no todo se puede controlar, que hay días buenos y días inciertos, que el enfermo cambia y nosotros también. Implica, sobre todo, aprender a escuchar sin interrumpir, escuchar sin aburrirse, aunque sea la misma historia una y otra vez. Y cuando sintamos que no podemos más, oremos a la Virgen María, que se acercará como una madre que entiende el cansancio. Ella nos enseñará a cuidar con ternura, a ofrecer el dolor sin amargura y a sonreír aun con lágrimas, confiando en que su Hijo sostiene todo lo que amamos.
Cuidar no significa hacerlo todo solo. También es un acto de humildad pedir ayuda cuando el cuerpo o el alma no pueden más. Nadie sostiene la vida de otro en solitario: los médicos, las enfermeras, técnicos y voluntarios, junto a las familias, forman una red invisible que evita que nos rompamos. Ellos son, muchas veces, la encarnación moderna de los ángeles. Conozco a algunas que desempeñan su noble labor cada día, y me imagino que, al llegar al trabajo, guardan en su armario, bien plegaditas sus blancas alitas, antes de ir a iluminar y llenar de esperanza cada rincón con sus corazones de oro.
Y cómo no mencionar la labor titánica que realizan cada día las Madres Carmelitas y sus colaboradoras en el Asilo de Ancianos, o las Madres de la Divina Providencia, que entregan su vida en el Orfanato y en los Hogares de Menores. Ellas, son una parte de los tantos magníficos soldados de Dios que sirven en silencio en distintos rincones del Perú y del mundo, un testimonio vivo de amor y entrega. Su ejemplo nos recuerda que, comparada con su entrega incansable, nuestra carga es ligera y nuestro deber, una bendición.
Viktor Frankl escribió: «Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos.» Quien cuida a un enfermo o a un anciano lo entiende a la perfección. Llega un momento en que no se trata de curar, sino de acompañar con serenidad; de transformar el dolor en ternura, la frustración en aceptación, el miedo en silencio compartido.
Por eso este congreso no es un simple encuentro. Es un espacio para reconocernos en los otros, para decirnos sin palabras: «no estás solo». Es una oportunidad para aprender juntos a cuidar mejor, no solo con manos, sino con corazón. Aquí no se hablará solo de técnicas, sino de humanidad: de la que se muestra en el humor, en la fe, en la paciencia, en la mirada que no juzga. Es una oportunidad invalorable que no deberíamos dejar pasar. La inscripción cuesta apenas 50 soles, e incluye dos cenas, dos almuerzos, dos desayunos, un kit de materiales, libros, un rosario misionero y hasta un polo conmemorativo. ¡Realmente increíble todo lo que se ofrece por tan poco!
Puedes inscribirte fácilmente en la oficina parroquial más cercana o hacerlo en línea a través del sitio web: 👉 https://diocesisabancay.site/
Cuidar es un arte invisible, una vocación que transforma a quien la ejerce. Es amar con el tiempo, con el cuerpo, con el alma entera. Y cuando se hace con amor, la vida —aun frágil— brilla. Porque, como decía el Principito, «solo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.» Y quizás cuidar, en su forma más pura, sea también un acto de fe: creer que, en cada gesto de amor, Dios mismo está cuidando de nosotros.
Eso es, precisamente, ver con el corazón.