EL BOSQUE SE QUEMA

Jacinto amaneció preocupado por la falta de lluvias. Era el último trimestre del año y el agua no caía del cielo.

Subió a su terreno en Aymas y recordando los viejos rituales de su abuelo Aurelio Sulca, armó una pira de hojas secas. Invocaría las lluvias a través del fuego, tal como había sido en su memoria; el recuerdo seguía vivo en sus pupilas: el fuego rojo coronando los cerros.

El fuego también le ayudaría a desbrozar la cañada y tenerla lista para el sembrío de habas. No había mejor para pelar el suelo que la candela. Las cenizas serían el abono natural. Intuitivamente sabía de su poder. La ceniza de madera contenía magnesio, fósforo, calcio y otros nutrientes beneficiosos. Eran también, las cenizas  un remedio natural muy útil para los hongos que infestan las plantas. Pero en esa oportunidad lo que reclamaba era una buena temporada de lluvias. Como añoraba las gruesas gotas de límpidas aguas sobre sus ojos, sobre su piel, como un baño bendito expiaría todos su pecados. Ya en el pasado había ocasionado incendios con animales muertos, pero así mismo se decía “errare humano est”, cuando apuraba su cuarto de botella de cañazo de la quebrada del Pachachaca.

Sabía llamar a la madre Lluvia por medio de cantos. La estrella de la mañana, cuando la surcaba el killincho era la seña. Un estruendo de truenos y rayos que iluminan la comarca de las seis de la tarde anunciarían la llegada de la madre lluvia. El canto del ave produce que las nubes grises y cargadas se ubiquen sobre el cerro y dejen caer su vital vertimiento de agua sanadora, de agua que hace renacer la naturaleza muerta.

Como ofrenda a la lluvia un zorro, abatido por el fuego permanecerá debajo de los últimos chorros de la lluvia agreste. Pero la lluvia, no llegaba. Extrañaba los sapos en el riachuelo seco, anunciando con su croar la llegada de las lluvias.

El fuego que al inicio era sólo una fogata, se convirtió en una gigantesca pira griega y todo el terreno de Jacinto ardió como si el infierno se hubiera trasladado a Aymas. Las llamas inundaron los lotes vecinos y de pronto toda la garganta de la quebrada ardía, el fuego lamía las pircas de tunales secos, de lambras soleadas, era una noche de un azul intenso, el humo la tornaba de un gris color muerte, los animales caían bajo el calor achicharrante del fuego. Las lenguas de fuego ascendían a la cumbre del cerro, empujadas por el viento, las aves eran las que se ponían a buen recaudo con más facilidad, gracias al batir de sus alas. Las víctimas más fáciles eran los oseznos de los ucumari, las tarucas también se libraban por su agilidad de gacelas. Los insectos y roedores eran presas de las fuerzas ígneas de la naturaleza, cuyos cuerpos achicharrados, se ofrecían al sol como tributo a la Pachamama.

Jacinto había mirado con dolor ese estruendo y crepitaciones de brasas, pero también veía que como el próximo marzo, traía con las lluvias, el renacer de la naturaleza muerta. El corsi e ricorsi de la vida se daba ante sus ojos en poco tiempo, veía con asombro brotar nuevas plantas y renacer algunos leños que habían sufrido poco con el incendio. Eso le hacía olvidar las dantescas imágenes del siniestro anterior, sobre todo en las noches de Aymas, donde el cielo se teñía de rojo, remedando un fatal ocaso.

No quedaba más nada que piedras calcinadas. Pocos arboles aún mostraban alguna verde hoja, mientras volutas de humo se desprendían por sus ramas, cual cigarros de chinos fumados al calor de la noche. Habían pasado tres noches y el fuego se extinguió gracias a una moderada lluvia que cayo en el amanecer de un viernes. Jacinto permanecía en el bosque cerca de las conflagraciones de fuego, según el controlándolo todo. Cual Erostrato redivivo contemplaba en las llamas el futuro de su familia, de su pueblo. Eso lo había aprendido de su bisabuelo que tenía el talento para apagar los fuegos.

La hija de Jacinto, buscaba a su padre, había desaparecido, no lo encontró en la choza, salió transida de dolor a buscarlo. Apagaba los aún brotes de fuego esparcido en las ramas secas de los chachacomos, los patis también habían sucumbido al poder satánico de ese infierno. Jacinto no daba señales de vida y los gritos de Mariana eran más, fuertes. Nadie iría en su ayuda, años hacía que vivían solos y estaban dispuestos a pagar los caprichos de la naturaleza.

Caminar en el bosque quemado era una experiencia dura, no sabía en que momento podía quemarse los pies o ahogarse con el humo o no saber que hacer al encontrar un animal herido, buscando una amiga mano humana. Pero tenía que encontrarlo, Jacinto estaría en cualquier lugar.

De pronto vio en un chachacomo quemado posada a una lechuza, a la que llamaba pacpaca, esta al ver a la niña emprendió un vuelo raro sobre ella, ella sabía, era un mal presagio. Mariana había soñando caminando por el campo y se había topado con un chucuri, ese un mamífero nocturno de la zona andina, que los mistis llaman comadrejas, sabía que habría una muerte segura en la familia, posiblemente un viejo o joven. Para tratar de evitar o eliminar este acontecimiento o maldición, enseguida se levantó Mariana cogió un terrón de barro seco  para romperlo por donde vio que pasaba ese maldito animal.

La búsqueda se extendió hasta la noche de pronto apareció en el cielo un crespón negro, era claro le decía a Mariana que esa noche quizá había sido la última de su padre.

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