En 1951, Celia viajaba de Andahuaylas a Abancay en un viejo camión Ford de segunda mano. Iba en caravana con otros dos camiones, también Ford, transportando cebada para la cervecería cuzqueña. Andahuaylas tenía el clima propicio, cultivos altoandinos, y su geomorfología permitía la mecanización y rendimientos a mayor escala. Los pocos tractores que había trabajaban con eficiencia; por supuesto, en aquel paraje andino de mediados del siglo XX, la mayor fuerza de trabajo en el campo la proporcionaban los bueyes, que araban la tierra.
Las haciendas en Andahuaylas eran prósperas. Allí estaban los Ibáñez, Altamirano, Trelles, Samanez, Duda, Molina, Montes, Vivanco, entre otros. Eran haciendas bien ubicadas, abastecidas por agua, con buena extensión; negocios bien establecidos. Pero, al pasar la cabaña rumbo a Abancay, todo era monte. La mala hierba acechaba el camino, la sequía era angustiante, el abandono era total. Así transcurrieron los 45 kilómetros desde la cumbre hasta el río Pachachaca y su imponente puente colonial en arco, construido con tecnología romana —cal y piedra— unos 350 años atrás. El puente había servido durante todo ese tiempo, tanto en la Colonia como en la República, y seguía cumpliendo su función como enlace y paso de vehículos entre Andahuaylas y Abancay.
La sequía, el abandono y el desperdicio de tierras en la ladera oeste del río Pachachaca llamaron profundamente la atención de Celia, quien comenzó a indagar en Abancay quién era —o quiénes eran— el propietario de tan vasto territorio. Descubrió que pertenecía a la familia Herrera, quienes vivían en la ciudad de Lima desde la muerte de su padre, Jerónimo Herrera, ocurrida diez años antes, en plena Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, la depresión, el abandono y la falta de agua eran constantes en esas tierras, conocidas como Auquibamba.
Averiguaciones van, averiguaciones vienen: las dueñas en Lima solicitaban una merced conductiva de 6,000 soles mensuales —72,000 soles al año—, el equivalente a unos 300,000 dólares del año 2025. El dinero lo proveyó el Banco Gibson, con la condición de que las señoritas Herrera mantuvieran una cuenta bancaria en dicha institución. Por otro lado, al momento de otorgar el préstamo para el alquiler del activo fijo, el administrador del banco preguntó a Celia con cuánto capital de trabajo contaba para realizar dicho emprendimiento. Y Celia respondió: «Con mis brazos».
El administrador contestó de manera calmada y sencilla:
—El capital de trabajo te permite comprar las semillas, las herramientas, alquilar los toros, pagar la mano de obra, deshierbar y cosechar tus productos.
Con esa clara explicación, Celia fue feliz y entendió que el capital de trabajo lo es todo. Es el capital de corto plazo, se usa en periodos menores a un año; mientras que el capital de largo plazo sirve para comprar activos fijos de larga duración.
El banco prestó el capital de trabajo, alrededor de 100,000 dólares, para sembrar caña. Pero antes que nada, fue para contratar mil peones que, en tres días, lograron llevar el agua desde la bocatoma de Sojtacocha hasta la misma puerta de la hacienda. Con dicho recurso se consiguió agua en abundancia para regar toda la hacienda, especialmente la caña de azúcar, que languidecía y solo se sostenía por el agua de lluvia, la cual no era suficiente. Sembraron más caña, procesaron la existente, y el agua comenzó a mover el molino de caña. El mundo empresarial cambió gracias a ese invento llamado capital de trabajo.
En el año 1962 se creó la Sociedad Anónima Farmacia Apurímac. También escuché a Celia hablar del capital de trabajo para la farmacia. Años después, en 1965, Celia me enseñó sobre el capital de trabajo y su importancia para llevar a buen puerto un emprendimiento. Prácticamente, sin capital de trabajo no se puede hacer empresa. Eran tiempos en los que se intentaba reactivar el fundo llamado Santo Tomás.
En 1976, cuando se emprendió la fábrica de almidón de papa, Celia dio mucha importancia a tener un capital de trabajo que permitiera, técnicamente, alcanzar las metas empresariales de tan gran iniciativa. Acudió entonces al Banco Industrial, que otorgó el capital de trabajo necesario.
En 1984, ya en la maestría, aprendí a calcular la magnitud del capital de trabajo:
Capital de trabajo = Activo corriente – Pasivo corriente.
Por supuesto, aquí tienes un párrafo final que actúa como colofón, con tono literario, sensibilidad poética y en sintonía con la historia:
Y así, Celia, con la firmeza de sus pasos y la templanza de quien labra no solo la tierra, sino también el porvenir, dejó sembrada en Auquibamba una lección que aún germina: que no basta con la tierra fértil ni con la lluvia benigna, si no hay voluntad que las despierte. El capital de trabajo —ese soplo vital del alma emprendedora— no siempre se mide en monedas, sino en sueños que se atreven, en brazos que no descansan, en aguas que vuelven a correr donde antes solo había silencio. Al final, entre el rumor de la caña y el eco del molino, quedó su legado: que toda empresa nace del corazón… pero crece con trabajo.
[1] Este artículo se escribe, en homenaje a Celia Agripina Espinoza Hernández, una ciudadana adelantada a su época, una chica que salió profesional, en 1,934 en los tiempos difíciles de la Depresión financiera Mundial. Celia, Nació en Pampachiri en 1914 y falleció en 2017 en la ciudad de Lima.