EL CERRO IMITADOR

por S. Doroteo Borda López
135 vistas 6 min.
A+A-
Reinicio

Hace veinte años, con una docena de jóvenes, fuimos de excursión a Wayrapata. Cuando salimos, todavía estaba oscuro. En el cielo, el lucero de la mañana todavía brillaba fuertemente, mientras las demás estrellas, antes de desaparecer, temblaban tenuemente en el firmamento.

Luego de una hora de camino, el sol empezó a asomarse y, poco a poco, su resplandor se volvía intenso y nos cegaba. Era un amanecer dorado, contrastando con el intenso azul del cielo. Nuestras sombras, proyectándose detrás de nosotros, eran gigantescas.

Antes de coronar la cima, ya sudando copiosamente, encontramos un manantial de frescas aguas junto al camino. Abajo, a pocos metros, una poza de cemento, bebedero de animales, reflejaba el cielo. Me senté un rato a contemplar esa pequeña magia, admirando cómo la poza, aunque fuera pequeña, podía contener el cielo entero.

Más adelante, en un bonito prado bordeado por matas de eucaliptos y arbustos, una pastora, ayudada por perros bulliciosos, liberaba de su corral un rebaño de ovejas y cabras. La manada se dirigió hacia nosotros, balando sin cesar. Curiosamente, el cerro remedaba los balidos, como si disfrutara imitando sonidos.

—¡Maqtakunaaaa! —grité a mis acompañantes.

—¡Maqtakunaaaa! Maqtakunaaaa, maqtakunaaaa… —Me imitó el cerro, rompiendo su monótona existencia. Efectivamente, la montaña se divertía imitando las voces de sus visitantes. Por eso mismo, los jóvenes también gritaron a sus anchas. Sus voces chocaban contra los obstáculos y regresaban a nuestros oídos. “Este cerro es un gran imitador”, comentó uno de ellos. Los chicos se divirtieron durante un buen rato.

Cuando reiniciamos la marcha, sentía fatiga y caminaba con lentitud. En eso, se escucharon ruidos de personas y ladridos de perros. Había alguna pelea o trifulca en la parte superior. Efectivamente, cuando me preguntaba qué podría ser, desde la curva superior apareció un toro furioso, avanzaba como si estuviera escupiendo fuego. En un instante, activado por la adrenalina, trepé a unas rocas filudas y me escondí. La bestia detuvo su carrera, husmeó mis zapatos y mugiendo fuertemente me declaró la guerra. Arando la tierra con sus patas, y lanzándola por los aires, me demostró su poder. La bestia mugió amenazante una y otra vez. Recogí aún más los pies y él me lanzó testarazos para cornearme. Como no pudo alcanzarme, atacó las rocas y destrozó los hierbajos…

Luego de mugir otra vez, giró la cabeza y oteó el camino. Al sentir a sus perseguidores, emprendió su huida, cuesta abajo.

Efectivamente, aparecieron detrás de él un grupo de personas con sogas y lazos.

Todo ocurrió en pocos segundos, pero parecía una eternidad.

—¡Curuju, casi te cornea el toro! ¡Has tenido suerte! ¡Ese toro te puede destripar! —dijo un joven alto, sin detenerse.

Solo cuando bajé de mi escondite sentí miedo. Noté que tenía heridas en las manos. Mis acompañantes, que en ese momento se habían adelantado, advirtiendo el peligro, se habían alejado del camino y no habían enfrentado ninguna amenaza.

Después de media hora de ascenso, encontramos un frondoso nogal. El generoso árbol había dejado caer sus frutos, que aprovechamos para extraer sus nutritivas pulpas rompiéndolas con piedras. Nos sentamos a la sombra del árbol. Recordé que mamá solía hacerme recoger hojas de ese árbol para usarlas como tinte, hirviéndolas en calderos. Así teñía las lanas para tejer los ponchos.

En las pocas horas de aquel paseo, ocurrieron mil experiencias que, aunque eran fugaces, eran hermosas, llenas de significado, además de quedar escondidas en lo profundo del alma, listas para ser evocadas cuando uno las quisiere. “El alma, de alguna manera, es todas las cosas”, es una frase antigua. Quiere decir que lo que hemos conocido, amado y experimentado forma parte de nuestro ser. En ese contexto, así como el cuerpo necesita oxígeno, agua y alimentos; el alma humana se “alimenta” de lo que siente, conoce y ama.

Cuando ya acampamos en un rellano de la montaña, uno de los chicos me pidió hablar. Me contó que había crecido sin su padre, al que le tenía mucho odio; además, se sentía excluido de su familia y de sus amigos. Efectivamente, yo también lo veía como un ser solitario y de triste mirada.

No tenía argumentos para aconsejarlo, pero pensé en una escena donde Jesús abrazó y devolvió la salud a un leproso… Sí —continué diciéndole—, tú y yo, con nuestros traumas y problemas, de alguna manera, somos ese leproso que no se aceptaba a sí mismo, se sentía rechazado y, por eso mismo, era un renegado. Pero, el hombre, reconociendo que por sí solo no podía vivir bien, fue humilde y se arrodilló ante Él. Compadecido, Jesús lo tocó y lo sanó, aceptándolo tal como era (Cf. Marcos 1,40-42).

Los demás chicos preparaban la cena, mientras el joven y yo hablábamos sentados sobre una roca.

—Debes aprender a aceptarte tal como eres. Si lo haces, encontrarás armonía en tu interior. A veces, tenemos falsas imágenes de nosotros mismos y nos sobrevaloramos o nos menospreciamos; y, como no somos perfectos, nos llenamos de rabia, además de culpar a los demás… Es bueno que te conozcas a ti mismo y renuncies a la imagen ilusoria que has creado de ti mismo. Si quieres sanar, acércate a Jesús. Serás libre, porque Jesús, sin tener asco de ti, te acepta —con tu historia y tus limitaciones— y te ama.

El joven asentía sin decir nada y lloraba en silencio.

Encima de nosotros, como si se sintiera cohibida, la luna empezó a asomarse; pero pronto tomó confianza, haciéndose redonda, grande y plateada. Aunque con luz prestada, el astro iluminó nuestra noche. Incluso, en un momento dado, permitió a un árbol de chachakomo dibujar su retorcido tronco en medio de su disco plateado.

Las estrellas empezaban a titilar en el firmamento…

También le puede interesar

Este sitio web utiliza cookies para mejorar su experiencia. Suponemos que está de acuerdo, pero puede darse de baja si lo desea. Aceptar Seguir leyendo

error: ¡Lo sentimos, este contenido está protegido!