Bajo la sombra amable de un molle, tras una caminata de esas que uno emprende sin más propósito que el de dejar que las piernas piensen por uno, me senté a descansar. Ya casi era mediodía, la brisa soplaba suavemente y se sentía magnífica a la sombra. Mientras disfrutaba del bello paisaje andino con una bebida fresca entre las manos, el Señor decidió mandarme un mensaje. Porque el Señor, cuando quiere decirte algo importante, no te manda un email ni te llama por teléfono: te manda un colibrí.
Y el colibrí llegó sin aviso, como llegan siempre las cosas importantes.
Apareció de pronto, vibrando sobre mi cabeza como una chispa con alas. Llegó con decisión y espantó a otro que merodeaba las flores —un breve duelo de orgullo y plumas— y luego regresó, orondo como un político después de un buen discurso, a libar entre las flores amarillas de la retama. Esa retama que durante años pareció haberse ido del valle de Abancay, quién sabe si ofendida o simplemente cansada, y que ahora vuelve a florecer en muchos rincones, como una feligresa arrepentida que regresa a misa después de años de ausencia.
Me quedé inmóvil, mirando. Y uno, cuando mira de verdad, aprende cosas.
El colibrí no volaba: escribía poesía en el aire. Se detenía frente a cada flor, retrocedía con elegancia, subía en vertical, giraba sobre sí mismo como si el viento fuera una broma privada entre él y el buen Dios. Sus alas, invisibles de tan rápidas, lo sostenían en un equilibrio que desafiaba toda lógica. Parecía burlarse de las leyes de Newton con la misma naturalidad con que un campesino se burla de los pronosticadores del tiempo.
Y mientras libaba, flor tras flor, comprendí algo: ese gesto delicado no era solo belleza. Era trabajo. Un trabajo silencioso, sin sindicatos ni huelgas, sin quejas ni reclamos. En cada visita llevaba el polen consigo, ayudando a que la retama, el valle y el futuro continuaran. Sin saberlo —o tal vez sabiéndolo mejor que nosotros— estaba sembrando vida. No con palabras ni con manifiestos, sino con alas.
Hay criaturas que hacen el bien sin anunciarlo, y el colibrí es una de ellas. Como esas personas que uno encuentra de vez en cuando, que arreglan las cosas sin hacer ruido, que mejoran el mundo sin pedir medallas.
Cuando llegué a casa, todavía con la imagen del colibrí bailándome en la cabeza, me puse a investigar. Y entonces descubrí cosas verdaderamente prodigiosas: que su corazón late más de mil veces por minuto (el mío ya se agita bastante con subir una cuesta de las que abundan en Abancay); que sus alas se mueven tan rápido que parecen desaparecer; que es el único pájaro capaz de volar hacia atrás, como si pudiera corregir sus propios errores en el aire. Y supe también que, cuando cae la noche, entra en un sueño profundo llamado torpor, donde parece morirse, para luego renacer cada mañana, despertarse con la luz y retomar su danza, como quien vuelve del otro mundo con nuevas ganas de vivir.
Descubrí que no chupa el néctar sino que lo recoge con una lengua prodigiosa; que recuerda cada flor visitada (y yo que a menudo no recuerdo ni dónde dejé las llaves); que ve colores que nosotros ni siquiera imaginamos. Y aunque parece frágil, vive al límite de lo posible, como un equilibrista sin red.
Cuanto más leía, más entendía que aquel encuentro no había sido casual. El buen Dios no hace casualidades: hace señales. Y yo, que por esos días andaba dándole vueltas a una inquietud, empecé a comprender el mensaje.
Tenía varios escritos que pedían salir al mundo, ideas sueltas que buscaban un cauce. Y sabía que muchas otras personas, de las que adolecen la misma locura que me consume, también guardaban textos que no querían perder en la vorágine de las redes sociales, donde las cosas aparecen hoy y mañana ya nadie sabe ni que existieron.
Pensaba hacer realidad una revista digital. Y sin darme cuenta, el colibrí empezó a acompañarme. No como un símbolo que uno elige en un catálogo, sino como una presencia natural que fue dando forma a lo que sería Peruanísima.
El colibrí que habita nuestro logo no es un adorno. Es una manera de entender las cosas. Pequeño, sí, pero esencial. Frágil en apariencia, poderoso en propósito. Un ser que vive deprisa y aun así se detiene a embellecer cuanto toca. Como la palabra bien dicha, como la memoria que no se pierde, como la cultura cuando se ofrece con humildad.
La retama también dejó su enseñanza: vuelve después de haber faltado. La naturaleza escribe sus propias historias de ausencia y regreso, y nos invita a acompañarla. Nada florece para siempre si no se cuida; nada está del todo perdido si se vuelve a mirar.
Cuando el colibrí terminó su ronda, se elevó un poco más y, antes de irse, brilló con un destello que no era color sino pura luz. No dejó huella visible, pero algo había cambiado. La retama estaba un poco más viva. El aire, más amable. Yo, un poco más atento.
Tal vez por eso el colibrí inspira. Porque nos recuerda que la cultura, como la naturaleza, se construye con gestos pequeños y persistentes. Con curiosidad, con memoria, con respeto por lo que florece.
Hay quienes creen que la belleza, el arte, la cultura y las buenas obras van a permanecer solos, como si fueran plantas de plástico que no necesitan agua. Se sientan cómodamente en sus sillones esperando que otros rieguen el jardín, que otros siembren las flores, que otros mantengan vivo lo que vale la pena mantener vivo. Y luego se quejan cuando todo se seca, cuando todo se pierde, cuando ya no hay nada que mirar. No entienden que la cultura es como la retama: si nadie la cuida, si nadie habla de ella, si nadie la comparte, desaparece. Y desaparece en silencio, sin hacer escándalo, como se fue la retama del valle durante años.
Pero el colibrí no espera que otros hagan el trabajo. El colibrí va de flor en flor, día tras día, con sus alas invisibles de tan veloces, llevando vida donde posa su pico. No se detiene a preguntarse si alguien más lo hará. Simplemente lo hace.
Y en Peruanísima late ese mismo espíritu: la palabra que va de flor en flor, la idea que poliniza, la belleza que no se impone sino que invita. Pero como el colibrí necesita las flores y las flores necesitan al colibrí, esta revista necesita de quienes creen que vale la pena mantener viva la cultura. De quienes escriben, de quienes leen, de quienes comparten, de quienes comentan, de quienes patrocinan. De quienes entienden que un jardín no florece solo porque sí, sino porque hay manos —y alas— que lo cuidan.
Cuando el colibrí desapareció entre los pisonayes y molles de la cuenca del Mariño, quizás buscando bellas abanquinas, mientras era arrullado por el rumor del río, levanté la vista y sonreí. Había sido testigo de algo sencillo y extraordinario a la vez.
Y pensé que si uno aprende a mirar con atención —con esa atención que nos pide el buen Dios pero que tan a menudo le negamos— el mundo está lleno de colibríes: pequeños milagros trabajando en silencio para que la vida continúe, hermosa y posible.
Como debe ser.
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