EL COMANDANTE IGUANA

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

La amistad tiene un misterio que el tiempo no logra deshacer: puede dormir años enteros y, de pronto, en un reencuentro, despertarse intacta, como si las horas hubieran estado esperando la señal para continuar su marcha.

Volver a ver a aquellos amigos con quienes compartimos carpetas y secretos, sueños y desvelos, es como abrir un viejo cuaderno lleno de notas garabateadas, donde cada palabra guarda la frescura de lo vivido. Nos reconocemos en las risas de antaño, en las miradas cómplices, en las mismas heridas que aprendimos a sobrellevar juntos.

Anoche, cuatro décadas después de haber dejado las aulas escolares, la vida nos concedió el privilegio del reencuentro. Nos reunimos con entrañables amigos (Elías Quispe y Carlitos Vizcarra) para agasajar a quien volvía a nuestras vidas tras largo tiempo: Jaime Urtecho Maldonado, conocido por todos —y con afecto irrepetible— como el Comandante Iguana.

El nombre de Jaime se entrelaza con la historia del Grupo Terna, aquel cuerpo élite de la Policía Nacional que marcó un antes y un después en la lucha contra la delincuencia capitalina. Es cierto que las carencias del Estado y las erradas políticas de seguridad han limitado sus alcances; pero lo que nunca ha tenido fronteras es el prestigio que él mismo se labró, con valentía, con integridad y con la lucidez de sus decisiones, hasta convertirse en terror de las bandas delincuenciales capitalinas y referente para la comunidad peruana.

 

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El reencuentro nos llevó de la mano a los pasillos de la infancia: el jardín de las madres lauritas, en el jirón Puno, donde dimos los primeros pasos y bailamos de toreros dirigidos por Margarita Soto; a la antigua Pre Vocacional, que hoy honra a nuestro recordado director Manuel Jesús Sierra Aguilar; y las aulas del glorioso colegio Miguel Grau, donde compartimos hasta el segundo de secundaria, antes de que la vida nos señalara sendas distintas.

Con esfuerzo y convicción, Jaime levantó una carrera policial brillante, y hoy sigue sirviendo desde otro frente, asesorando a instituciones públicas y privadas en lo que es su especialidad: la seguridad. Pero anoche comprendimos algo más profundo: que detrás del oficial de renombre sigue habitando el mismo amigo que compartió carpetas, sueños, travesuras y anhelos. Volver a encontrarnos fue como abrir un libro escrito en tinta invisible, donde las páginas parecían esperar la luz de la memoria para revelar sus historias.

Y lo más admirable es que en Jaime no se percibe el cansancio de la lucha, sino la energía renovada de quien sabe que aún hay mucho por hacer. Muchas ideas y muchas ganas de seguir sirviendo a la comunidad bullen todavía en su mente y dan fuerza a su corazón. Por eso hoy incursiona en política, y no cabe duda de que, por su calidad humana, su amistad leal y su trayectoria intachable, no habrá abanquino que no lo apoye.

La verdadera amistad, comprendimos, no se desgasta con el tiempo: se afina, se depura, se hace más cálida y necesaria, como un vino que madura en silencio para ofrecernos lo mejor de nosotros al reencontrarnos.

Bienvenido a nuestra tierra, Jaime. Disfruta de la amistad que te abraza, del amor de tu hermano, del clima que te acaricia y de los parajes que, en su silencio, aún guardan el eco de los días en que los conociste.

La amistad, en el fondo, no es más que esa capacidad de mirarnos con ternura en el espejo del pasado y reconocernos —a pesar de los años, los caminos distintos y las cicatrices— como los mismos muchachos que un día soñaron juntos. Y en ese reencuentro descubrimos que lo verdaderamente valioso no es que el tiempo haya pasado, sino que, a pesar de todo, aún tenemos un lugar seguro en la memoria y el corazón del otro.

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