EL CRISTO ROTO DE CHACOCHE

Chacoche, un distrito de Abancay, se alcanza tras un ascenso de cuarenta minutos desde Casinchihua por una carretera serpenteante que trepa difícilmente la ladera del cerro.

En la pequeña plaza de Chacoche, el municipio de un intenso color verde se sitúa a la derecha. Al fondo, se erige el templo, flanqueado por una torre centenaria que custodia obras de arte, motivo por el cual el Ministerio de Cultura lo ha declarado patrimonio de la nación.

En la entrada, una gran cruz de madera se apoya contra la puerta. El interior del templo es oscuro. A la izquierda, un Cristo de maguey, flácido, desgastado y roto, pende de la cruz. El retablo alberga algunas imágenes de yeso.

Hace siete años, celebraba una liturgia en ese templo y, mientras predicaba, notaba que la gente estaba distraída. En eso gritaron al unísono: «¡Incendio, incendio!». Al voltear hacia el retablo, confirmé que, efectivamente, un candelabro había prendido fuego a los adornos de plástico que simulaban arreglos florales.

Quizás en ese momento hablaba con cierta vanidad. Esta anécdota me recuerda una historia que contaba el Padre Mikichu (P. Miguel Ángel Domínguez) sobre un párroco que predicaba orgulloso, creyendo impactar profundamente a sus oyentes. Esa seguridad nacía de observar a una mujer en primera fila que lloraba desconsolada. El padre pensaba para sí: «¡Qué buen predicador soy! Mis palabras la han conmovido hasta las lágrimas». La vanidad lo llevó a extender su sermón. Al finalizar la ceremonia, buscando elogios por su oratoria, el padre preguntó con curiosidad a la mujer: «¿Por qué lloraba tanto mientras yo predicaba?».

Con voz entrecortada, la mujer respondió: «Padrecito, disculpe, pero al hablar, sus barbas se movían tanto que me recordaron a mi pequeña cabra, que murió esta mañana». El pobre cura, que anhelaba escuchar alabanzas, recibió una inesperada lección.

El Cristo de Chacoche tiene proporciones extrañas en sus facciones. Su deterioro revela claramente el yeso y el maguey con que fue hecho. A primera vista, genera cierto impacto; sin embargo, hay que recordar que Dios entra en el mundo a través de los símbolos. El símbolo habla de lo invisible, de lo que trasciende los sentidos y las realidades que no alcanzamos con nuestra percepción sensorial; es el lenguaje de lo trascendente. Y si reflexionamos detenidamente, de eso trata la fe: de «mostrar» lo escondido. Es un don divino que da «la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve» (Hebreos 11,1). Para tener fe, hace falta acallar las pasiones y aprender a mirar con el alma.

La religión, cualquiera que sea, traduce la divinidad y la espiritualidad humana en gestos y acciones. Mediante el arte y la belleza, de alguna manera, los símbolos nos permiten comprender las realidades divinas. Es más, toda civilización, desde tiempos inmemoriales, ha simbolizado, por ejemplo, en la escritura y en el arte, el trato con los dioses y toda la gama de las relaciones humanas.

En este contexto, los cristianos poseemos varios símbolos o señales: la señal de la cruz, golpearse el pecho, ponerse de rodillas; las imágenes y los ornamentos litúrgicos y acos sociales como las procesiones… Alguien escribió que el ser humano es un «animal simbólico».

En fin, el «Cristo roto» de Chacoche me representa demasiado. Así destrozado como está, en sus facciones maltratadas me permite ver mi propia alma y mi corazón rotos. Esa imagen me identifica con Él.

Pero Jesús no permanece en el sepulcro. Resucita para no morir jamás, para vivir por los siglos de los siglos (Romanos 6,9; Apocalipsis 1,18). Él tiene la última palabra.

¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!

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