Herencia de amor, memoria que abraza
Hay fechas que no nacen en los despachos del comercio, ni brotan de la urgencia de vender afectos envueltos en papel brillante. Hay fechas que surgen como un susurro del alma, como un acto de gratitud vuelto semilla en la tierra del tiempo. Tal es el caso del Día del Padre, una celebración que tiene su raíz en el corazón valiente de una hija: Sonora Smart Dodd, quien, en 1910, quiso honrar la vida de su padre viudo, William Jackson Smart, veterano de guerra y criador de seis hijos con manos rudas pero corazón entero.
Sonora, nacida en Arkansas y criada en Spokane, Washington, escuchó un día, mientras se celebraba el primer Día de la Madre en su iglesia local, el eco de una ausencia: «¿Y los padres?». Ella pensó en aquel hombre silencioso y constante que, tras la muerte de su esposa, no huyó ni se quebró, sino que se arremangó el alma para sostener a sus hijos con dignidad. Fue entonces cuando propuso que también existiese un día para ellos, para los que no dan discursos, pero construyen mundos con su presencia. Su propuesta fue acogida con emoción, y el 19 de junio de 1910 se celebró el primer Día del Padre en Spokane. Tardaría décadas en institucionalizarse, pero la semilla ya estaba plantada, regada por el amor filial.
Más allá de la efeméride y de las corbatas envueltas con esmero, el Día del Padre es, en su esencia más pura, un acto de memoria. Es recordar que hubo alguien que sostuvo la bicicleta mientras aprendíamos a no caer, que esperó con los ojos encendidos de ternura a que regresáramos de nuestras primeras rebeliones. Es reconocer al hombre que quizás no supo decir todo con palabras, pero lo dijo con gestos: con la comida caliente, con el techo firme, con el silencio compartido.
El padre no siempre es el héroe perfecto. A veces es torpe, a veces está ausente, a veces se equivoca. Pero incluso en sus fallos, si hay amor verdadero, hay una enseñanza: que la paternidad no se trata de ser impecable, sino de estar, sostener, acompañar y proteger, aún en la fragilidad.
Y sin embargo, hay padres que no son biológicos, y hay biológicos que nunca supieron ser padres. Ser padre es una vocación del alma más que del cuerpo. Es cuidar sin aplastar, guiar sin imponer, amar sin condiciones.
Hoy, en este mundo que corre sin pausa y que a veces olvida lo esencial, detengámonos un instante. Pensemos en ese hombre —presente o ausente, cercano o lejano, vivo o ya partido— que nos dio, en mayor o menor medida, parte de lo que somos.
A ti, hijo o hija que lees estas líneas, te invito a mirar con ojos nuevos a tu padre. Si está a tu lado, abrázalo con gratitud, incluso si no todo ha sido perfecto. Si está lejos, búscalo en tu memoria, reconcíliate si hace falta. Y si ya no está en este mundo, dedícale un pensamiento, una oración, una sonrisa.
Amar y respetar a los padres no es una obligación fría, sino una flor que brota del alma madura. Quererlos no es idealizarlos, sino reconocer su humanidad, su esfuerzo, su amor imperfecto pero valiente.
Y recordemos, con palabras suaves pero firmes, que quien honra a su padre —a su modo, a su ritmo, desde donde pueda— también se honra a sí mismo, porque en ese gesto humilde late la esencia más honda de nuestra humanidad: la capacidad de agradecer, de perdonar y de amar.
Desde esta tribuna, un fervoroso y cálido saludo a mi genial padre, Don Julio César Casas Casas, que hoy ya descansa a la diestra de Dios padre todopoderoso.
Padre mío, hoy, como ayer y como siempre, estás en mi corazón, todo lo hago en tu nombre y gracias a ti, hago lo que hago. ¡Feliz día Don Julito!
¡Feliz día a todos los papás del mundo, en especial a aquellos que lo merecen!