EL DISCURRIR DEL CISNE

por Jorge Ramírez Cabrera
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Reinicio

—Me voy —dijo con voz temblorosa.

—Es lo mejor —respondí con sequedad.

Nos habíamos herido demasiado; nunca perdonaría mis últimas palabras y sería difícil que olvidara yo las suyas. Traspasado el límite, no había vuelta atrás. Las discusiones no nos eran ajenas, pero nunca en treinta años de matrimonio, habíamos llegado a tanto.

Algunos minutos después, más calmado ya, ¿cómo pudo pasar esto?, me decía mientras una amarga desazón se instalaba en mi pecho. Sentado en un sillón, atacado de remordimiento, la vi trajinar por toda la casa preparando una valija que no terminaba de llenarse. Sus movimientos eran lentos, pero decididos. Su actitud demostraba que, efectivamente, no había vuelta atrás. ¿Cuándo fue?, ¿en qué momento cambiaron las cosas?, seguía preguntándome; cuando de pronto, en una de sus idas y venidas, trayendo esto y llevando lo otro, se detuvo en medio de la sala con los brazos un poco flexionados, y giró sobre sí. Una deliciosa conmoción sacudió mi alma, cerré los ojos y me fui lejos en el tiempo.

Tenía yo quince años la primera vez que la vi. Aquel día, mi madre me pidió que la acompañase a su primera sesión con la psicóloga y no me pude negar. Nos recibió ella misma y fuimos conducidos hasta una espaciosa sala, amoblada con tanta austeridad como buen gusto, e iluminada de manera particular por dos ventanales que le brindaban toda la claridad del día; estos tenían en la parte alta algunos vidrios de color marrón, lo que hacía que el espacio fuera atravesado por varios haces de luz ámbar que lamían por trechos el reluciente roble del piso. Frente a la puerta por la que ingresamos, había una similar que daba acceso a otros ambientes de la casa; por ahí se fueron ellas, mientras yo tomaba asiento en un cómodo sofá, dispuesto a esperar. Estaba haciendo acopio de paciencia, cuando una delgada y grácil figura de más o menos mi edad ingresó en la sala, con su vestido blanco, corto, ¡y descalza! Cruzó el espacio atravesando uno a uno los haces de luz ámbar, y fue como si saliera de un mundo a colores para introducirse en seguida en uno en blanco y sepia, una y otra vez, produciendo en mi visión un efecto de intermitencia que me dejó estupefacto. Al llegar al otro extremo desapareció por donde se había marchado mi madre. Me apresuré hacia esa salida, pero solo encontré un pasillo, dos ventanas, y una puerta en el fondo; no estaba. Volví al sofá con la sensación de haberla soñado y me dejé caer en él, incrédulo y conmovido a la vez. Desde entonces acompañé a mi madre todas las semanas para ser feliz con solo verla pasar.

Nunca había visto una forma tan peculiar de caminar. Ponía un pie exactamente delante del otro, en línea recta, o en fila india podría decirse también; posaba el talón y en seguida este se alejaba del suelo, haciendo que cada milímetro de su planta, en forma sucesiva, hiciera contacto con él; así, su pie dibujaba una curvatura perfecta que finalizaba con la punta en el piso, instante en el que el otro talón caía, cual copo de nieve, con suavidad y maravillosa precisión delante de dicha punta. Esta forma de caminar provocaba dos efectos en ella. Primero, un movimiento lateral de sus caderas que le daba cierta elegancia a su desplazamiento; de pronto la sala se me antojaba una pasarela europea de la alta moda. Y segundo, no causaba ningún movimiento vertical en su cuerpo, sino solo horizontal; más que caminar, parecía deslizarse. Llevaba los brazos a media altura, un poco separados del cuerpo y flexionados hacia arriba, esto hacía que sus manos tuvieran un gesto singular que me recordaba a las bailarinas de ballet. El rostro, delgado y de piel tan blanca como su vestido, presentaba dos enormes y expresivos ojos negros, fina nariz y gracioso mentón. A pesar de llevar la espalda recta, inclinaba la frente un poco hacia delante, con la mirada fija en algún punto alejado y bajo, como si todo su interés estuviera puesto en el piso al final de la sala; mas era evidente que su atención estaba en alguna otra parte, pues tenía en el rostro una expresión de viva curiosidad cuyo origen estaba yo lejos de imaginar. Cuando llegaba frente a mis ojos, hacía una pausa, giraba sobre sí por completo y seguía su camino hasta perderse tras la puerta; al traspasar esta, gorjeaba, o trinaba, o, para ser preciso, emitía el sonido que hace el agua, al precipitarse por un estrecho cause a cuyo fondo accidentado debe su melodía. Me dejaba todos los días con la misma sensación: la de haber visto pasar un cisne a punto de cazar su alimento, estando yo sentado en un sofá en medio de alguna mágica laguna.

Más que caminar o deslizarse, discurría; esa era la palabra, ¡discurría! Pasaba siempre de izquierda a derecha con su extraño caminar para hacerme feliz. No lo hubiese imaginado siquiera, pero lo hacía para mí. Después de haberla comparado con casi todo, de haber elucubrado las más locas metáforas (fue diosa, hada y demás), una tarde, una fiesta de luces iluminó su nombre en mi cabeza: ¡Cristalina!, la llamé, y fui dichoso.

Las terapias no son eternas, (por desgracia, pensaba entonces) y mi madre asistió, luego de algunas semanas, a su última sesión en esa casa. Mis ansias por verla otra vez se mezclaban con una profunda desolación; ya no habría más días para amarla mientras discurría. Se me ocurrió hablarle, preguntar su nombre e incluso pedir una cita. Sentí que mi corazón dejaba de latir, mis piernas se reblandecieron de manera tal, que estaba seguro de no poderme levantar si llegara a necesitar hacerlo. No, no sería capaz. Solo me quedaba morir.

Apenas hizo su ingreso a la sala un cambio llamó mi atención: su paso no era vertiginoso sino más bien contenido; la expresión de curiosidad era intensa y un tenue rosado pintaba sus mejillas. Mi corazón se zarandeó cuando al llegar ante mis ojos no giró, como hacía siempre, sino que discurrió en dirección mía y se detuvo, como si se posara una leve mariposa, a centímetros de mi rostro.

—Hola, ¿quién eres tú? —preguntó con voz suave. Sus ojos miraban con intensidad y los labios entreabiertos denotaban cierto temblor. Era evidente que trataba de controlar el bochorno.

Pedirme que entablara una conversación con ella era demasiado. No podía siquiera abrir la boca. Hice un esfuerzo y balbucí:

—Yo… soy el chico que viene… con su madre…

Entonces rio y fue más arroyo que nunca. Por en medio de esa melodía, dijo:

—¿Chico?, está bien… —Sacudió un poco las manos, como si aleteara—. El sábado es mi cumpleaños, Chico, ¿quieres venir?

Asentí con la cabeza, quise levantarme, darle la mano o algo, pero no era dueño de mí; nada, absolutamente nada en mi ser acataría una orden mía.

—De acuerdo —continuó—, mi madre va a entregarle la invitación a la tuya. Yo soy…

—¡Cristalina! —interrumpí sin saber cómo, y quise morir; sentí que mi alma había sido expuesta ante sus ojos, desnuda por completo.

—¿Cristalina? —rio por segunda vez, volvió a aletear y se elevó en puntas de pie—, me gusta —El rosado de sus mejillas había pasado a ser intenso.

Dio media vuelta y, más veloz que nunca, discurrió hacia la puerta y desapareció. Mi cara era una tea ardiente que amenazaba con prenderle fuego a la casa entera, el aire no pasaba por mi garganta, mis piernas temblaban, y aprendí que la felicidad, en ocasiones, puede ser bastante peligrosa.

Desde entonces fuimos Cristalina y Chico, en una alucinante aventura de amor cuyos detalles empezaron a desfilar por mi cabeza sin control; la nostalgia me embargó y me rendí a los recuerdos.

Un súbito silencio me devolvió al presente. A pesar de lo definitivo de las circunstancias, el alma humana siempre guarda una esperanza en ocasiones como esta. Ese silencio me asustó pues, y no quise abrir los ojos. ¿En qué momento cambiaron las cosas?, pensé otra vez, ¿cómo pasó a ser Francisca?, ¿cuándo volví a ser Armando que no lo noté? Qué insípido, qué desabrido resulta decir Francisca y Armando, me decía tratando de establecer el momento exacto del cambio, como si con ello pudiera salvarnos del infierno de la ruptura.

Abrí por fin los ojos y la encontré frente a la puerta, me daba la espalda. Parecía dubitativa, respiré ansioso y esperé. Entonces dejó caer los hombros, había tomado una decisión, se iba nomás. Dio algunos pasos vacilantes. Sí, había cambiado mucho, movía los pies en paralelo y posaba las plantas de una sola vez en el piso. Nada quedaba de su andar de aquellos tiempos. ¿Y cómo podría quedar algo?, me dije conmovido, si tuvo que soportar sobre sus espaldas a esta casa y toda su historia. ¿Y qué hice yo mientras tanto?… ¡nada! Claro que ha cambiado, me seguía diciendo, ya no es delgada ni grácil… ¡pero por Dios!, ¡todavía están sus ojos, todavía puede levantar sus manos, hacer un giro y alborotar mi corazón como acaba de hacerlo hace solo un momento!

Estiró un brazo y cogió la manija. Dejé de respirar, una angustia feroz me estrangulaba y un aire frío recorría mi espalda. ¿Cuándo fue? pensé una vez más convencido de que la respuesta sería nuestra salvación; y esta llegó, llegó como un estallido en mi cabeza: todo había cambiado cuando dejé que enmudeciera aquel arroyo musical que había encandilado mi corazón hasta lo sublime, el día que dejé de hacerla reír.

—¡Cristalina! —dije, y mi voz sonó ridículamente teatral; no me importó, esta vez sí quería que mi alma quedara expuesta ante sus ojos, desnuda por completo.

Se detuvo y permaneció estática por algunos segundos que me parecieron en extremo largos, luego se dio vuelta poco a poco, muy despacio. Cuando quedó frente a mí su boca hacía una mueca conmovedora de incertidumbre. Sus grandes ojos miraban desconcertados, como si buscaran el origen de aquella invocación al rededor, a través o dentro mío. Levantó algo las manos, el rosado intenso de otros tiempos volvió a sus mejillas, aleteó, y como si emergiera del pasado,

—¡Chico! —dijo.

Fin

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3 com.

Angela Nuñez Zavala 30/03/2024 - 6:58 pm

Buenísima historia

Respuesta
Patricia Pareja 31/03/2024 - 5:42 am

Muy buena historia…muy linda.

Respuesta
Sara 31/03/2024 - 5:05 pm

Hermoso! Una historia que alcanza a muchas parejas, que nunca deben olvidar los detalles que los enamoraron.

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