Ceferino Cerra Humapancca miró el cañón del revólver que tenía en la mano; el temblor que lo aquejaba y el sudor que mojaba su frente no eran producto del miedo si no de la indecisión: no sabía si meterse el arma en la boca o ponérsela contra la sien; no tenía idea de qué sería más seguro y efectivo. Mas esta incertidumbre tenía un origen superficial, apenas cerebral; en lo profundo de su alma la verdadera razón de su indecisión eran su esposa y sus dos hijos. ¡Maldito Sanjinés!, volvió a decir con un ronco susurro. Se preguntaba, una vez más, cómo había llegado a este punto y la respuesta era siempre la misma: ¡Maldito Sanjinés! Miró su reflejo en la negra pantalla del televisor apagado en el que, minutos antes, se había visto a sí mismo en todos los canales; su nombre había sido pronunciado decenas de veces por periodistas, analistas y abogados penalistas. Ceferino Cerra Humapancca debía ser detenido de inmediato, era la conclusión unánime.
Una gota de su frente cayó en el tambor del revólver y se deslizó zigzagueando con dirección a la culata, el líquido y el brillo del metal lo remontaron veinte años atrás, a un medio día soleado; en una poza formada por una hermosa caída de agua, un grupo de muchachas del que sobresalía una sonrisa fulgurante se solazaba feliz. Catalina sonreía mirando al sol, con el agua a la cintura y los pechos bien marcados en la ropa mojada sacudía los brazos salpicando por doquier; de rato en rato soltaba una carcajada jubilosa tirando el torso hacia atrás, lo que marcaba más aún su voluptuosa femineidad. Habían pasado dos décadas desde aquel día, y sin embargo este recuerdo le seguía produciendo siempre el mismo efecto: una serie de latidos endemoniados en la garganta y un jodido nudo en el corazón.
Aquel día, con treinta años encima, Ceferino Cerra Humapancca decidió que se casaría con ella. Y así fue; salvo el deseo de la madre de esperar a que su hija cumpliera la mayoría de edad, no hubo complicación alguna. Qué padre no querría entregar a su hija a un hombre trabajador, honrado y en permanente progreso. Su mirada de perro manso y sus andares de oso perezoso se contradecían absolutamente con la agilidad y rapidez de su cerebro. Había empezado huérfano, niño aún, con un pedacito de tierra que le dejó un tío, y a sus treinta ya era poseedor de extensos cultivos a fuerza de inteligencia y tesón. Su gran habilidad para negociar, y el saber hacerlo en el momento más conveniente, le permitieron ir comprando las chacras aledañas una tras otra. Siempre ganaba, pero también dejaba ganar. Todo el que le vendió su tierra quedó satisfecho; lo que le dio en el pueblo, y en los pueblos aledaños, el prestigio de “hombre justo y bueno”. Era y se sabía un hombre ambicioso; pero…, se dijo, ¿codicioso?, ¡jamás!; entonces… ¿porque?, se preguntó mirando el revólver, ¡maldito Sanjinés!, se volvió a responder.
Anselmo Sanjinés era un niño vivaz, inquieto, travieso y ocurrente. Cuando llegó a la adolescencia no había cambiado nada y como adulto dejaba mucho que desear: Era irresponsable, bohemio pertinaz, piropeador eximio, gran contador de chistes y desempleado perpetuo. Pero de buen corazón, decían las viejas; pero simpático y divertido, decían las jóvenes; pero inteligente y leal, decía Ceferino Cerra Humapancca que había compartido carpeta con él desde primero de primaria. Cada vez que se acercaba una elección Anselmo Sanjinés volvía a la carga, te la llevas fácil, le decía, tú sabes que tu nombre basta. Pero Ceferino Cerra Humapancca no quería saber nada de política, más bien la detestaba y a los políticos más todavía; entonces… ¿cómo?, se preguntó mirando la negra pantalla, ¡maldito Sanjinés!
La carretera, Ceferino, le dijo. (Las elecciones regionales habían sido convocadas en todo el país, corría el año 2005). Es nuestro sueño, el sueño de tu pueblo, de muchos pueblos. Nos la vienen prometiendo dese hace cien años, gobernador tras gobernador, presidente tras presidente; solo tú puedes hacerla y darle esperanza a esta pobre gente; y algún día, estoy seguro, hasta le pondrán tu nombre y serás recordado por siempre como el hijo ilustre de la región.
Entonces sintió el incor, esa sensación intensa, esa especie de descarga eléctrica muy profunda en el centro del pecho y que descendía al estómago para desaparecer de inmediato. Sí, era intensa, pero fugaz; tan intensa y fugaz que lo dejaba siempre anhelante, cual adicto por la droga que lo esclaviza.
Ceferino Cerra Humapancca siguió mirándose en la negra pantalla, el recuerdo de las palabras de Anselmo Sanjinés y el incor que le produjeron le hicieron ladear un poco la cabeza, se miraba con la sensación de estar a punto de descubrir a alguien más, a alguien desconocido y extraño en ese rostro bondadoso y todavía joven que acababa de llegar a los cincuenta.
Recordó con claridad la primera vez que sintió el incor, fue cuando su primera cosecha, siendo apenas un adolescente. Un campesino viejo y experimentado lo aplaudió por sus excelentes papas. Desde entonces lo sintió muchas veces, muchísimas. Cuando compró la tierra de los Castro, la de los Torres, Quino, Taype, etc., etc.; lo sintió con deleite cuando todos le besaron las manos por el bondadoso precio pagado, y lo buscó de manera permanente en los años siguientes. Los momentos memorables fueron dos: La inauguración del canal de regadío que, atravesando cinco pueblos, potenció la agricultura de la región a niveles siempre soñados. Y la carretera, la carretera tantos años esperada; el sueño se había hecho realidad gracias a él. Estas dos obras tan importantes le habían regalado muchos incores a lo largo de meses y meses; entrevistas en televisión y radio nacionales, felicitaciones de las más altas autoridades del país, incluso del presidente, y por último, la designación como el mejor gobernador de la década.
¿Fue eso?, se preguntó, y se respondió con otra pregunta, ¿Maldito Sanjinés? Entrecerró los ojos como si con ello pudiera entrar en la mente de su propio reflejo. ¿Lo hice por la gente?, se preguntó, ¿por sus hijos?, ¿por el pueblo? ¡No!, se respondió, ¡No!, ¡Fue por el incor! Y en pocos segundos su cerebro elaboró una tesis atroz: Nunca había movido un dedo por nadie, todo el esfuerzo de su vida había sido para satisfacer su necesidad de aplauso, su necesidad de ser admirado y alabado. ¡Pura vanidad!, se dijo.
Sonaron golpes en la puerta seguidos de la voz de Catalina, ¡Ceferino, ábreme! Hacia allá volteo lentamente, aterrado ante la idea de enfrentarse a los ojos de la persona que más lo había admirado en este mundo. Volvió a mirar el televisor y se encontró con un rostro viejo y desencajado.
Anselmo Sanjinés se presentó una noche en casa de Ceferino acompañado de un hombre bien vestido, regordete, simpático y de hablar meloso. Congresista, dijo con ceremonia, este es nuestro Gobernador. Ceferino Cerra Humapancca se negó rotundamente, jamás haré algo así, dijo tajante. Pero Anselmo lo conocía bien; cinco por ciento para el señor y tú tranquilo, no recibes nada, tampoco yo, estamos limpios. ¡es coima carajo!, vamos hermano, mientras no recibas nada tranquila tu conciencia; tendremos la partida, la transferencia, la plata hermano, haremos la carretera por fin, la carretera: “¡Ceferino Serra!” Y el incor, más intenso que nunca, tanto, que le hacía tragar aire como si estuviese engullendo panes enteros. ¡Yo no quiero ni un Cristo, que quede claro!, cedió, está bien, cinco por ciento para esa basura y eso es todo, pero, dijo apretando los dientes, hazlo bien Anselmo, ¡asegúrate de hacerlo bien por el amor de Dios!
El congresista fue descubierto en sus cuchipandas, la investigación se ramifico a varias regiones y por supuesto llegó a Sanjinés; este fue detenido y en un calabozo deprimente cantó cuanto tenía que cantar. Y no solo cantó, si no que presentó documentos, un número de cuenta y transferencias, y por supuesto un audio con la nítida, ronca e inconfundible voz de Ceferino:
“… está bien, cinco por ciento para esa basura y eso es todo, pero hazlo bien Anselmo, asegúrate de hacerlo bien…”
Los golpes sonaron más fuertes, ¡Ceferino, ábreme! Esta vez no volteó, tenía los ojos fijos en ese patético y lúgubre reflejo. No podía mirar a la puerta, menos a ella; no podría mirar jamás a sus hijos… ¡a nadie!, ¡a nadie!, pensó febrilmente. En ese instante una visión terrible casi le paraliza el corazón; su esposa, tan risueña hasta entonces; y sus hijos, siempre tan seguros de sí mismos; estaban ahí, en la negra pantalla, cabizbajos, avergonzados, humillados. Cerró los ojos traspasado por la angustia. La visión de la familia Cerra le produjo un doloroso vacío interior, a la vez que, contradictoriamente, una opresión asfixiante en el pecho. Abrió los ojos y miró el revolver con una expresión de desconcierto, como si la muerte lo estuviera cogiendo por sorpresa; aflojó los músculos del rostro que se cubrió de una resignada palidez cuando tuvo conciencia de la absoluta quietud de su mano. Ceferino Serra Humapancca se introdujo el arma en la boca, presiono el frío metal contra su paladar, alcanzó a escuchar por última vez a su esposa, ¡Ceferino, ábreme! y disparó.
FIN