El hombre no es más que un animal que viste jeans.
L.E.
Pasa un siglo y viene otro y quedan en el olvido muchas cosas, el vestir cambia. Sin embargo, el Jean ese pantalón de mezclilla azul, se mantiene incólume, surcando el tiempo a paso firme, generación tras generación. Ahora los jeans tienen agujeros donde las hilachas de la mezclilla, adornan las pieles jóvenes de esta generación, pero el prototipo de Levis, está presente; resume en un suspiro la larga e intensa vida del icono textil del siglo pasado.
Símbolo del deseo y sus alfabetos misteriosos, el jean no ha pasado de moda desde el día en que fue creado por Levi-Strauss. El hombre deseaba encontrar una prenda que tuviera resistencia, que no se desgarrara al menor contacto con la piedra, que disimulara un poco la suciedad y el polvo, pero que a la vez fuera fresca y no concentrara el calor. Era el tiempo de los finales del viejo oeste, donde las carretas, en largas caravanas de carromatos llevaban a hombres guiados por un sueño de hacer “la américa”. Levi-Strauss, tomó esa lona de carreta para hacer el primer jean, los posteriores serían los blues franceses de Denim.
Una vez que los jeans alcanzaron la mayoría de edad, se adueñaron de la juventud y se pasearon impertérritos en los salones de baile, cruzando campos a caballo, en la urbe nocturna de las grandes ciudades, en las fábricas y en las ferias domingueras de todo el país americano. Los mexicanos y chicanos fueron los primeros en usarla.
Los jeans se convirtieron en furor y entonces se convirtió el jean en moda, cuando las mujeres descubrieron que, además de ser cómodo y magnifico para el trabajo, también presentaba una estética, era coqueto y sensual, y realzaba las formas femeninas, como hasta esa fecha no lo había hecho ropa alguna. Magistral, para evaluar esa parte de la anatomía femenina por la que la mayoría de hombres diera todo. Levi-Strauss no concibió su invento más allá de su lado meramente pragmático. Se llenó muy pronto de dinero y estampó sus sonoros apellidos en cada uno de los pantalones. Lejos estuvo de imaginar que la industria del jean se convertiría en una de las más prósperas de todo el mundo, que produciría millones de dólares mensuales a sus fabricantes y, mucho menos, que su simbología habría de inflamar la imaginación de quienes escribirían sobre la prenda tratados mamotréticos que él jamás hubiera entendido.
Me dice un poeta que araña los setenta: “Mi desteñido jean, tiene ahora sus hilos rotos que se agitan como una bandera. Tendida. Jean humilde y citadino, en las esquinas, es atuendo que se impone y que besa el polvo de las aceras, humillando a los smokings antiguos, que modestos en su estatura son nobles vencidos, que irán a parar a los museos. Nuestros jeans aullarán para la eternidad. Ponerte un jean es sentirte vivo, pertenecer a esta época y no a otra. No es un asunto generacional es vivencial; uno siente la vitalidad en cada fragmento de tela azul cosido con hilos naranjas.
Mirar una mujer en jean, apreciar lentamente con la imaginación el tafanario, es la fantasía de todos los días y todos los momentos. Es la misma obsesión en todas las urbes del planeta, si hay alguna muestra de globalización que haya precedido a este concepto es el jean que se impuso aún en la Europa Oriental de Erdogan o el Irán de Ebrahim Raisi el mismo de los Ayatolas, o la Cuba de el innombrable Canel. Icono universal, símbolo de dinamismo y rebeldía, de libertad y de goce. Así lo sienten en Trípoli o Ankara, en Roma o en Lima, en Caracas y Delhi, en New York y París, en las remotas tribus del Amazonas o en las usinas de Vladivostok.
Nacimos junto con el jean, somos los hijos de su post modernidad, lejana está ya Frida Khalo y su insurgencia. Ahora nos sentimos unidimensionales en el contexto de Umberto Eco, nos problematizamos con la espiritualidad cuántica de los físicos esotéricos. Aún lactamos Coca cola y ron. Somos impenitentes súbditos de Elon Musk, aún leemos a Hannah Arendt. Amamos, desmedidamente, hasta la adoración a JLo. Escuchamos aún a los Beatles. Leemos a Murakami y nos sentimos compartir las desventuras Hans Chinansky, con el permiso de Bukowsky.
Llegamos a observar el lento progreso del clip, desde Michael Jackson y los muertos vivientes hasta Lua Dipa y sus cambios de melena. El jean fue nuestro uniforme de estudiante universitario, cuando la policía nos perseguía con lacrimógenas, y rochabuses bañándonos en pleno invierno, y donde invariablemente había una chica a la que ayudar, para quitarse los gases de los ojos y así pare de llorar. El jean acompaña también cualquier escenario deportivo, el fútbol pasional y desgarrador, inmisericorde. Un jean cortado para subirse a una tabla y surfear al costado de la Rosa Náutica, o a entrar a las perseguidas de toros en esos mal remedos de los Sanfermines españoles. Cuantas veces entrando al mar en jean después de una noche de disco, amor y tragos.
Jean prenda que borra o atenúa la lucha de clases, el inmisericorde combate de la historia, el jean es llevado por el asesino que camina hacia la silla eléctrica en una cárcel americana y por el candidato de algún partido que sale a cazar adeptos Lo usa el adinerado apacible que organiza brunchs en su casa de campo y por la estrellita del rock sumergida en un océano de cocaína y dólares, o por el hosco campesino que en una altiplanicie de Bolivia cultiva coca para ella.
El noble jean admite rotos, desteñidos, parches, aplicaciones o agujeros. Por eso fue el uniforme exclusivo en los tiempos del colegio. Después, cuando uno es el andariego de la vida, siempre estuvo caminando con nosotros, y muchas veces también caminando solo.
El jean está en todas partes, pequeña deidad doméstica, al lado de todos los hombres y mujeres, y es uno de los más puntuales testigos del siglo caótico que acaba de concluir. Moriremos fieles a tu encanto y tu aspereza abrigadora –terror de lavanderas y lavarropas- te extrañaremos como última mortaja, en nuestro ataúd de madera noble, si los deudos cumplen nuestros deseos.
El jean nos ha visto crecer y probablemente morir. Y seguirá como buen aliado de ricos que sólo tienen dinero y los pobres que comen pan, arroz, cebolla y anchovetas. En fin, lo usan y usaron todos; el magnate que sale a pescar truchas y el hijo del subdesarrollo que sale a pescar monedas; por la sílfide de medidas perfectas e internacionales y la regordeta que cotidianamente es insultada por la pesa y el espejo; por el alcalde de Lima que vigila el avance de las obras y carreteras y calles; por el solitario caficho que cuida una horda de mujeres melancólicas en cualquier antro de mala muerte y rápidos puñales; por la joven virgen que conserva, en medio de un creciente desasosiego, una castidad aborrecible, y la vampiresa dadivosa que serpentea por la noche en busca de nuevos hombres a los cuales devorar; por el sacerdote rebelde que quiere instaurar el reino de Dios ahora y aquí mismo y pregona la nueva teología y el ateo angustiado que insulta a Dios y lo ultraja y ofende mostrando hacia el cielo sus puños; por el hombre que camina dichoso las calles y casi se deja arrollar por los autos únicamente, porque, una mujer le ha dicho que sí a otro hombre, que sube a un piso catorce para tirarse de cabeza, únicamente porque una mujer le ha dicho que no; por el viejo verde y el joven verde; por el jugador de polo estilizado y pedante como un perro galgo y el jugador de sapo que mata los sábados apuntando a la boca de los batracios metálicos enclavados en un hornacina agujereada y bebiendo cerveza; por la modelo exclusiva que es diosa de las pasarelas y la muchachita bohemia que baila cumbia sola, en medio de cualquier discoteca de barrio; por el piraña que arranca al vuelo una cartera o un celular; por el avezado que metralleta en mano secuestra a una mujer, bajándola de un auto, por el ejecutivo, que de vez es cuando mete el jean a la oficina de contrabando y lo disimula con saco oscuro y corbata azul, siente sin embargo que la corbata es un adminículo prescindible, pues cuando apenas traspone las puertas de la oficina, se la saca como liberándose de un molesto dogal y después de dos vueltas en el aire cae , como cobra encantada, a dormir tranquila en uno de los bolsillos del saco.
El jean, en fin, es la única prenda que el hommo sapiens necesita para cubrir su desnudez y lo hace con soberana solvencia, que va.