Unos meses antes de la Pandemia, regresaba a la ciudad, guiando el pequeño vehículo. Desde Illanya, la calzada se hallaba abarrotada de tráileres, combis y autos menores. Rebasarlos era una tarea ardua, pues el sol del mediodía abrasaba con fiereza. Transpiraba dentro del carro. En fin. Menos mal que, además de los huaynitos de mi tierra, me había puesto a escuchar a Bee Gees, precisamente el Stayin’ Alive, cuyas letras dicen más o menos así: “Tanto si eres un hermano como si eres una madre, estás sobreviviendo, sobreviviendo. Siento la ciudad romperse y a todo el mundo temblar, y nosotros, estamos sobreviviendo, sobreviviendo… La vida no va a ninguna parte, que alguien me ayude. Que alguien me ayude, sí. La vida no va a ninguna parte, que alguien me ayude.”
Ya estaba por llegar a Guadalupe de la avenida Venezuela. El semáforo se puso en rojo y no pude proseguir. En ese instante, apareció un muchacho de unos 25 años, muy sudoroso y jadeante, corriendo como un loco. Se dirigió hacia el vehículo que yo conducía y, en un santiamén, comenzó a forcejear la puerta del copiloto y la de atrás, pero felizmente las tenía aseguradas.
—Abre la puerta, #$%&. —Balbuceó gritando y golpeando el parabrisas.
—No. —Le dije con la cabeza. Él miraba para uno y otro lado. Leí desesperación en su semblante, sus irritados ojos echaban fuego…
Y todo sucedió en diez segundos, que parecían una eternidad. En eso, dos policías jóvenes salieron detrás de él, persiguiéndolo.
—¡Alto o disparo! —Gritó uno de los hombres de la ley, apuntado con el arma. Parecía que me apuntaban a mí. El ladrón, ágil como un guepardo, saltó detrás del vehículo y aprovechó los demás carros, para esconderse y huir calle abajo. Los policías siguieron con la persecución, gritando: ¡alto, alto!…
De repente, sin pensarlo ni imaginarlo, me hallé temblando. Un sudor frío recorrió mis espaldas. Si las puertas del carro hubieran estado abiertas, el hombre podía haber subido, secuestrarme, matarme o hacer lo que sea. El miedo repentino a lo inesperado, aumenta al cien por cien la adrenalina. Esos segundos de pavor e intranquilidad son imposibles de describir.
Estacioné el vehículo a un costado del templo y estuve un buen rato asimilando el hecho. Una cierta tristeza y pena me invadió. Me cuestioné pensando qué pasaría si yo fuera ese individuo, huyendo de la policía. Volví a mi realidad, cuando la bocina de un enorme autobús pedía más espacio para girar con toda su amplitud. Solo así reinicié mi periplo.
También pensé en quedarme indiferente, qué me importaba la vida de los demás, con tal que yo esté bien y que, de todos modos, suceda lo que sucediere, no es mi problema. Pero esa indiferencia me es algo familiar, pues no siempre soy de los que ofrecen una convivencia agradable con mis hermanos, ni siempre he creado buen ambiente, ambiente de hogar en mi casa. Queramos o no, a todos, simpatías y antipatías nos llevan a la confrontación o a quedar callados o a encerrarse en uno mismo o a enardecerse con malos y tontos enfados. Pero, también es cierto que las familiaridades, cuando rebasan lo prudencial, acaban empañando la vida de familia. ¿Verdad que hacer las cosas bien exige buen tino y prudencia?
Ya viví más de diez lustros y resulta que “redescubro” mi capacidad de obrar de la peor manera y cometer errores como el más vil de los hombres. Tampoco es raro que, en ti que me lees, aniden en tu alma alegrías compartidas y soledades desoladoras, entremezcladas de calmas absolutas, dónde el alma respira hondamente su existencia. La persecución de aquel hombre, delincuente o no, me hizo experimentar la vida en toda su crudeza.
Por encima del Rontoqocha, nubes oscuras anunciaban una tormenta. Era el mes de octubre, cuando llegan los chaparrones a Abancaycito, el Eterno Valle Primaveral.
Llegado a casa, sentí que la ráfaga de viento era calurosa y abrasadora. Frente a mi puerta, una apasanka negra, con ribetes anaranjados en sus patas y en sus lomos, había salido de su escondite a refrescarse y se paseaba solemne con el trasero levantado. La invité a subirse a una escoba. Ella aceptó y se dejó llevar hasta la base de una de las palmeras de la Plaza de Armas. El bicho, después de “pensarlo” unos segundos, decidió desaparecer entre las malezas…
¿Es cierto que “la vida no va a ninguna parte”, “que alguien me ayude”, como cantan los Bee Gees?