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Hay, aunque muchos no lo adviertan, un milagro que ocurre todos los días.
No es uno cualquiera, sino uno de esos que desarman el ánimo, que dejan al corazón sin palabras y a la razón con una sonrisa tímida. A veces sucede una sola vez; otras, varias. Pero siempre, sin falta, vuelve a ocurrir.
Es el milagro de la vida.
Un milagro que no distingue tamaños: bendice a las grandes ciudades y también a los pequeños pueblos perdidos entre montañas. A cada comunidad, por humilde que sea, le regala esperanza y futuro.
Si tienes hijos, o sobrinos y ahijados, lo has sentido tantas veces como niños tienes o has tenido cerca. No hay dicha más grande que contemplar su rostro tierno y descubrir cómo esas manitas, todavía temblorosas, aprisionan tus dedos… y de paso a tu corazón. Y entonces, con su primer berrido, te anuncian que la vida acaba de comenzar otra vez.
Según las estimaciones más serias y recientes, cada día nacen en el mundo alrededor de 362.000 niños. Piénsalo: cientos de miles de manos diminutas que se abren al aire por primera vez, cientos de miles de miradas que aún no distinguen formas, pero ya iluminan a alguien. ¿Cómo no llamar a eso un milagro?
Ahora, vuelve la mirada hacia tu propia historia. Cuenta tus años, uno por uno, y recuerda que —exactamente esa cantidad de tiempo atrás— el milagro se repitió contigo. Un día, por un designio que no requiere demasiadas explicaciones, Dios quiso que tú también llegaras a este mundo. Y te abrió paso como a todos: con fragilidad, con promesa, con propósito.
Y del mismo modo, hace unos dos mil veinticinco años, ocurrió otro nacimiento: el de un Niño que vino a cambiarlo todo. Un Niño que no pidió grandeza, pero la sembró. Un Niño que no exigió nada, pero lo entregó todo. Un Niño que, al nacer, enseñó que la vida —cualquier vida— es el milagro más serio y más tierno que existe.
Y quizá, entre tanto milagro, haya uno que solemos olvidar: dejar que en nuestro propio corazón vuelva a nacer el amor. Eso también es un milagro. Es increíblemente maravilloso poder amar, ¿no les parece?
A veces la vida se empeña en endurecernos con problemas, cansancio y desencantos; pero el amor, aunque se adormezca, nunca desaparece del todo. Basta un gesto sencillo para despertarlo.
Si lo miramos desde un punto de vista espiritual, el corazón fue hecho para eso, para amar. Para eso lo creó Dios, dejemos que cumpla su propósito.
Y amar no es un acto solemne: es abrirse, es compartir.
Compartamos amor, compartamos sonrisas, compartamos alegría. Y si podemos —y nos ilumina hacerlo— compartamos también algo más, siempre según nuestras posibilidades y necesidades.
Después de todo, el amor es también un milagro. Un milagro que no cae del cielo: lo hacemos nosotros. Y al hacerlo, mejoramos un poco nuestra vida y la de quienes caminan a nuestro lado.
Y así, mientras haya vida, mientras haya amor, el milagro continúa. Todos los días. Cada día. Siempre.
