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Hay cosas en este mundo que no se pueden explicar del todo con palabras, y la música es una de ellas.
Uno puede decir que es una sucesión de sonidos organizados en el tiempo, y técnicamente está en lo correcto, del mismo modo que uno puede decir que el amor es un conjunto de reacciones químicas en el cerebro.
Pero hay verdades que las definiciones no alcanzan a tocar, y la música pertenece a esa categoría de misterios que se comprenden mejor cuando se callan las explicaciones.
Los científicos modernos, armados con sus aparatos y sus palabras complicadas, nos dicen ahora lo que cualquier abuela sabía desde siempre: que escuchar música es edificante y tranquilizante, y mejor aún cantar o tocar un instrumento musical. Esto no solo es un bonito adorno para las personas, transforma algo profundo en nosotros.
Los científicos hablan de neuroplasticidad, de materia gris que se expande, de redes neuronales que se entrelazan como las raíces de un eucalipto centenario. Descubren, con microscopios y estadísticas, que cada nota ejecutada despierta al cerebro entero, que la práctica musical fortalece la memoria, afina la coordinación, mantiene la mente ágil como un picaflor en vuelo.
Todo eso es cierto, por supuesto. Pero decir solo eso es como describir una catedral mencionando únicamente la cantidad de ladrillos que contiene.
Porque cuando uno aprende a tocar un instrumento, no está simplemente entrenando los dedos o la memoria. Está aprendiendo algo mucho más antiguo y necesario: está aprendiendo a escuchar. Y escuchar de verdad —no solo oír, que eso lo hace hasta una piedra cuando el agua la golpea— es el primer paso hacia la sabiduría y hacia la bondad.
La música exige paciencia. Cada error es una pequeña humillación, cada progreso una victoria modesta. No hay atajos, no hay fórmulas mágicas. Solo existe la repetición honesta, el esfuerzo silencioso, la disciplina que nadie ve. Y en ese proceso de equivocarse, corregir y volver a intentar, uno aprende algo fundamental sobre la vida misma: que lo valioso no se consigue de golpe, que la belleza nace del trabajo paciente, que el fracaso es solo un paso en el camino.
Esto, que los científicos llaman «entrenamiento cognitivo», es en realidad un entrenamiento del alma. Porque tocar un instrumento nos enseña que somos capaces de mejorar, de transformarnos, de crear algo que antes no existía. Y esa lección, grabada en el cerebro con cada nota, se extiende a todo lo demás: si puedo aprender a dominar estas cuerdas, estas teclas, este arco, estos cueros, entonces tal vez puedo también aprender a dominar mi impaciencia, mi orgullo, mi tendencia a rendirme demasiado pronto.
La música nos enseña también sobre la convivencia. Una melodía solitaria puede ser hermosa, pero cuando varias voces se unen en armonía, cuando el violín conversa con el violonchelo y el piano sostiene el edificio entero de sonido, entonces sucede algo que casi se parece a un milagro: la diferencia se convierte en complemento, la multiplicidad en unidad.
Hace algunas semanas estuvo en nuestra ciudad un grupo de muchachos alemanes de un colegio dominico, que nos obsequiaron una maravillosa noche de música coral con canciones que elevaron nuestros espíritus a alturas celestiales, y fue en la catedral, gracias a monseñor Gilberto y a la madre Delia Tello.
Entonces, uno no puede evitar soñar. ¿Por qué no hay un coro así en nuestra ciudad?
Estoy seguro de que voces y talento tenemos de sobra. Lo que falta es apoyo del Estado a la cultura, pero ¿a quién le interesa eso?
Para el Estado, cultura es solo preservar y vanagloriarse de los vestigios arqueológicos y las culturas y tradiciones antiguas, como si la cultura fuera un museo polvoriento donde lo único permitido es mirar hacia atrás. Apenas hay proyección al futuro, no hay intención de insertarse en el bagaje cultural del mundo, que es de todos.
Se olvida que la cultura viva no se embalsamá: se crea, se canta, se toca, se baila. Y que un pueblo que no alimenta su espíritu con belleza nueva está condenado a repetir el pasado sin comprenderlo, a custodiar ruinas sin saber construir catedrales.
No es casualidad que en todos los pueblos, en todas las épocas, los hombres hayan hecho música juntos. Porque tocar en conjunto requiere algo muy difícil: escuchar al otro, ceder el protagonismo cuando corresponde, sostener cuando hace falta, callar para que otro brille. Es una lección de democracia mucho más profunda que cualquier discurso político, porque se aprende con el cuerpo entero, no solo con las ideas.
Y quizás por eso la música es tan importante para el desarrollo de los buenos sentimientos. No porque nos haga automáticamente virtuosos —la historia está llena de músicos que eran canallas—, sino porque nos coloca, aunque sea por un momento, en ese estado de atención y apertura donde lo mejor de nosotros tiene chance de aparecer.
Los monjes antiguos sabían algo que ahora estamos redescubriendo con nuestros estudios científicos: que la música es una forma de oración, incluso cuando no se pronuncia el nombre de Dios.
Porque rezar, en el fondo, es dirigir toda la atención hacia algo que nos supera, es salir por un momento del ruido incesante del yo, es tocar —aunque sea con la punta de los dedos— ese territorio misterioso donde habitan la belleza, la verdad, el asombro.
Cuando uno toca un instrumento con verdadera concentración, cuando busca la nota precisa y el ritmo justo, cuando se esfuerza por hacer que esas vibraciones en el aire transmitan algo más que sonido, está participando en algo sagrado.
No importa si uno cree o no cree, si uno va a la iglesia o prefiere quedarse en casa: ese momento de comunión con lo invisible es esencialmente espiritual.
Y el cerebro lo sabe. Por eso se transforma, por eso crea nuevas conexiones, por eso se fortalece. Porque está reconociendo, aunque sea sin palabras, que ha encontrado algo importante, algo que merece ser preservado y cultivado: un camino hacia lo que nos hace más humanos, más completos, más capaces de asombrarnos ante el misterio de estar vivos.
Hay en muchas casas un instrumento abandonado: una guitarra, un charango o un violín con cuerdas oxidadas que acumula polvo y telarañas en un rincón. Y cada vez que pasamos junto a él sin tocarlo, perdemos una oportunidad. No solo de entrenar el cerebro o de mantener la mente ágil —que también—, sino de participar en esa conversación antiquísima entre el hombre y el silencio, entre el esfuerzo y la belleza, entre lo que somos y lo que podríamos llegar a ser.
Porque la música, al final, no es solo una cuestión de notas y ritmos. Es una manera de recordarnos que somos capaces de crear orden donde había caos, belleza donde había silencio, comunión donde había soledad. Es una forma de tocar, con nuestras manos torpes y nuestros corazones imperfectos, algo que se parece mucho a la gracia.
Y eso, después de todo, es suficiente razón para intentarlo.
Ahora que se vienen las vacaciones, impulsemos a nuestros pequeños hacia la formación cultural y artística, a aprender a tocar un instrumento, a bailar marinera o ballet. No para convertirlos en profesionales necesariamente, sino para regalarles ese territorio sagrado donde el esfuerzo se transforma en belleza, donde la disciplina se convierte en libertad, y donde pueden descubrir, quizá para siempre, ese refugio luminoso donde todo encuentra su lugar.
Amo cantar y hacer música. Aunque lo que hago está más cerca de la bulla que hacían «Los músicos de la aldea» de los hermanos Grimm que de una sonata de Chopin, tiene en mí un efecto sanador y motivador maravilloso. Hace casi cincuenta años aprendí a tocar la guitarra; no soy un virtuoso y apenas he pisado escenarios por ese motivo, pero la música y ese instrumento ha obrado maravillas en mi vida. Me ha regalado momentos hermosos, quizá los más luminosos que guardo en la memoria, y sigue siendo un refugio donde todo encuentra su lugar. Aprendí también algo de percusión, con el bongó, y ahora estoy aprendiendo a tocar el cajón peruano. Realmente, es una inmensa satisfacción poder conseguir hacer algo que suene bonito.
Haz música, ¡date una oportunidad! Tu cuerpo, tu mente y tu espíritu te lo agradecerán.
