EL PAIS ENCADENADO

por Carlos Antonio Casas
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Reinicio

Corrupción y pérdida de valores: la vergüenza que no nos deja avanzar

Cada día amanece con la misma noticia: un nuevo caso de corrupción. No importa si ocurre en las alturas del poder o en una esquina de nuestro barrio, la podredumbre es la misma. 

El Perú no está detenido por falta de riqueza ni de talento; está maniatado por algo más corrosivo: la corrupción y la pérdida de valores. Dos males que, como grilletes oxidados, nos mantienen atados al atraso.

Lo más escandaloso no es que existan corruptos en todos lados, desde el Congreso hasta la municipalidad más chica, desde palacio de gobierno hasta la oficina más lejana. Lo más grave es la indiferencia con que lo aceptamos. 

«¡Acácallau!, ¡Pobrecito!, ¡Tiene familia!, ¡Ya está viejito!», dicen algunos cuando atrapan a un ladrón con corbata. Esa falsa compasión es una bofetada a la decencia.

 

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Hoy los corruptos ya no esconden la cara: posan frente a las cámaras, se burlan de la justicia y llaman ingenuo al que los cuestiona. Y para colmo, reciben aplausos. «No importa que robe, pero que haga obra» —esa frase, tan repetida, es la radiografía más brutal de nuestra decadencia moral.

Los niños no son ciegos. Ellos ven que en el Perú el que roba y ostenta poder es admirado, mientras que el honesto queda arrinconado como tonto. Ese ejemplo repetido moldea generaciones que confunden viveza con éxito, corrupción con normalidad.

La codicia ha desplazado a la decencia.

Ya no hablamos de sueños de superación, sino de una ambición sin freno que arrasa con principios, instituciones y familias enteras. Y como si faltara sal en la herida, la justicia premia a los «chivatos», a los que delatan para salvarse. Que colaboren con la justicia, está bien; pero no dejan de ser delincuentes y para siempre deben seguir siendo tratados como tales.

La corrupción no es una “mala costumbre”. Es un crimen contra el futuro del país. Mientras el pillo sea aceptado, compadecido y hasta celebrado, mientras el honesto sea marginado por incomodar al sistema, el Perú seguirá preso de su propia indiferencia.

Necesitamos un giro radical. Que la vergüenza vuelva a ser sanción social. Que el corrupto sienta el peso de la desaprobación ciudadana. Que no encuentre refugio en la complicidad de la gente. La indignación debe volver a ser nuestra bandera, porque quien calla se convierte en cómplice.

Desde la infancia hay que enseñar que el verdadero éxito no se mide en fajos de billetes, sino en vivir con decencia. Cada ciudadano tiene la obligación de denunciar y repudiar la corrupción, no de justificarla con frases cómodas.

La corrupción no es destino ni maldición. Es un cáncer que se alimenta de nuestra tolerancia. Y mientras sigamos aplaudiendo al ladrón, el Perú seguirá encadenado, arrastrando la vergüenza de haber renunciado a su dignidad.

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