Si todos los abanquinos tenemos un gusto especial por el pan, es porque el pan es abanquino. Y esta no es una frase nacida en alguna discusión que produce una respuesta chauvinista. No. El pan, con todas sus variedades y con el sabor más especial es el abanquino. El testimonio en tiempos actuales del pacclo Quintana y su esposa Soraya debe ser muy interesante, porque hay abanquinos que cruzaron toda la ciudad de Lima, desde el Callao hasta La Molina para comprar unos taparacos para el lonche.
La tía Julia, mamá de los músicos Palomino, decía que hacía pedidos para abanquinos que iban a viajar al extranjero. Sus hijos, algunos también en Lima en los años siguientes, seguirían la tradición. Con su panadería en La Victoria, cerca del estadio del Alianza Lima, no hubiera pasado la anécdota que cuentan del equipo abanquino de fútbol que llegó a Lima a finales de los setenta, y su volante “el misquicha”, salió a comprar pan: “Tiene latachuta señora? Y pampachuta? Y rejilla?…” y ante todas las respuestas negativas casi salió aliviado cuando al decir “Me puede dar común?” Le dieron mezclado la poca diversidad de los panes limeños.
En Abancay de seguro todos tenían alguna predilección sobre dónde comprar el pan. La panadería o la tienda. A veces un lugar distinto, porque para el desayuno el gusto te llevaba a un lugar y para el lonche a otro lado.
Muchos recordarán la panadería Barazorda en el óvalo El Olivo y su gran cantidad de clientes, o tal vez la panadería de la calle Arica, cerca de la calle Arequipa donde a veces nuestro amigos Eduard y Américo sacaban panes recién salidos del horno antes de ir a jugar a “la prevo”, probablemente recogidos al paso de las latas recién sacadas del horno en algún descuido de su mamá, o de repente el pan de la tienda de Torrico, en la esquina de Díaz Bárcenas con Cusco, donde gracias a algún comentario suelto de la santarrosina Cynthia Velarde escuchado de casualidad, íbamos a comprar el pan común, pero además con un chupete en vasito, que era aplastado al medio creando un sándwich poco ortodoxo pero espectacular. Más aún si el pan común estaba calientito.
El de Abancay no es el pan de Lima que sólo se puede comer el mismo día. Allá comprábamos a veces un día antes y las latachutas seguían siendo frescas, o el taparaco que una semana después sigue teniendo la textura y el gusto en su máxima expresión.
Podías pasar alguna tarde, casi cayendo la noche por el parque Ocampo y comprabas los panes que una niña vendía en una canasta, traída desde el horno de la señora López de Bernaola desde la calle Juan Pablo Castro esquina con Mayta Cápac en Patibamba. O cerca al cementerio en la tienda de la esquina que está luego de subir el puente, justo antes de voltear.
Sobre los panes habrá tantos testimonios como abanquinos. Escribo este texto y me genera una expectativa saber que habrá más de un comentario hablando de los panes de alguna tienda o panadería que yo no conocí. Volviendo a Abancay en los años noventa, me recomendaban los taparacos “del maestrito”, que tenía su horno cerca del parque de Los Piquichas. Pero en los ochenta, que es la época inolvidable en la que están centrados mis recuerdos, los días eran especiales, porque con una pequeña propina íbamos a comprar roscas con azúcar donde la tía Margarita, porque en las tardes sabías que en casa el lonche sería con pampachuta y pan común calientitos, porque podías comprobar, como me pasó, que la aparente fanfarronería del último hijo del tío panetón Pereyra, que podía comer con gusto ocho latachutas en el lonche, era verdad, porque más de una vez llegamos a hacer lo mismo.
Sólo los domingos, el pan podía tener el complemento en la mesa, con los tamales de Villar, esos que en los ochenta vendían en la calle Arica y que eran insuperables. Tan insuperables como el pan abanquino que hasta ahora pedimos que nos envíen en alguna encomienda.