UN LLAMADO A LA CONCIENCIA
El Papa Francisco ha sido una de las voces más contundentes en la denuncia de la corrupción. No como quien simplemente apunta el dedo, sino como quien reconoce en este mal una raíz profunda de sufrimiento y descomposición moral que nos afecta a todos.
Su pontificado ha estado marcado por un compromiso frontal contra esta enfermedad que carcome tanto el alma de las personas como la salud de las instituciones, mostrándonos un camino de integridad que todos podemos seguir.
Ya en febrero de 2018, en su mensaje mensual de oración, advirtió con claridad: «La corrupción no se combate con el silencio. Debemos hablar de ella, denunciar sus males, comprenderla para poder mostrar la voluntad de hacer valer la misericordia sobre la mezquindad, la belleza sobre la nada.»
Estas palabras no fueron retóricas. Francisco no ha dudado en señalar, con dolor pero también con esperanza, que la corrupción está en la raíz de flagelos tan graves como la esclavitud moderna, el desempleo estructural y el abandono sistemático de los bienes comunes y del medio ambiente, síntomas todos de una civilización enferma de egoísmo y codicia que nos llama a la reflexión y al cambio.
En septiembre de 2024, desde su conocimiento profundo de la realidad latinoamericana, denunció un caso concreto de corrupción en Argentina. Un empresario extranjero le relató cómo un funcionario le había exigido una «coima» a cambio de facilitar un proyecto de inversión. Con memoria de familia y sabiduría popular, el Papa evocó entonces una advertencia de su abuela:
«El diablo entra por los bolsillos. Siempre. Que una coima aquí, una cosa allá…»
No se trata de exageraciones ni de metáforas piadosas, sino de verdades que resuenan en el corazón de quienes han sufrido las consecuencias de este mal.
En el corazón de cada acto corrupto habita la negación del prójimo y el desprecio por la verdad, una herida que nos afecta como comunidad y que nos interpela a cada uno.
Por ello, durante su pontificado, Francisco impulsó medidas concretas. En 2020, promulgó un Motu Proprio que fijó normas de transparencia, control y competencia en los contratos públicos de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano. Y en los últimos días de su vida, en abril de 2025, ordenó la disolución del Sodalicio de Vida Cristiana en Perú, una institución ensombrecida por abusos y prácticas corruptas, reafirmando que no hay lugar para la impunidad en la casa de Dios, mostrándonos con acciones concretas que el cambio es posible.
Francisco no solo predicó la transparencia: la exigió. No solo habló de reformas: las impulsó. No solo pidió denunciar: alentó a hacerlo con valentía, invitándonos a todos a ser parte de esta transformación.
Porque desde la visión católica, la corrupción no es simplemente un delito administrativo; es pecado grave, es escándalo, es una afrenta directa a la justicia divina y a la dignidad humana que todos compartimos.
Corromper o dejarse corromper es negar al pobre, al justo y al Cristo que habita en ellos. Es cambiar treinta monedas por la verdad, es traicionar nuestra propia humanidad.
Y si la Iglesia quiere ser luz del mundo, no puede permitirse ni una sombra más de silencio cómplice. La corrupción no se tolera, se combate. Con verdad. Con justicia. Y, si es necesario, con el látigo del Evangelio. Porque en esta lucha, todos tenemos un lugar y una responsabilidad.